1920

¡Señores, a su salud! Después de duras semanas, podemos ahora festejar con alegría. Sin embargo, antes de levantar mi copa, tengo que empezar diciendo: ¡Qué sería del Reich sin el ferrocarril! Por fin lo tenemos. Estaba ya como exigencia clara en la por lo demás dudosa Constitución: «Es tarea del Reich…». Y precisamente esos señores camaradas, a los que la Patria les importa un pito, se han empeñado en ello. Lo que en otro tiempo no pudo lograr el canciller Bismarck, lo que no le fue dado a Su Majestad, lo que en la guerra nos costó caro, porque, al no estar normalizado sino dividido en doscientos diez tipos de locomotoras, el tren carecía a menudo de piezas de repuesto, de forma que el transporte de tropas, el urgente abastecimiento y las municiones que faltaban ante Verdún se quedaron en el camino, esa situación penosa, señores, que posiblemente nos costó la victoria, la han eliminado ahora los socialdemócratas. Lo repito, precisamente esos socialdemócratas que estuvieron dispuestos a la traición de noviembre, aunque no transformaran este loable proyecto en realidades hace tiempo necesarias, han hecho posible su realización. Porque —les pregunto a ustedes— ¿qué provecho nos ha traído la red ferroviaria más densa, mientras Baviera y Sajonia se han opuesto, y lo han hecho —seamos sinceros— por simple odio a Prusia, a la unificación en todo el Reich, lo que no sólo debe hacerse según la voluntad de Dios, sino también por razones de sensatez? Por eso he dicho una vez y otra: sólo por los carriles del ferrocarril del Reich rodará el tren hacia la unidad verdadera. O, como dijo ya el viejo Goethe, con sabia previsión: «Lo que impide la obstinación de los príncipes lo logrará el ferrocarril…». Pero tuvo que ser la Paz impuesta, según la cual había que entregar ocho mil locomotoras y millares de vagones de pasajeros y mercancías a la mano enemiga, desvergonzadamente tendida, la que completara nuestra desgracia, para que estuviéramos dispuestos a concertar, por orden de esta dudosa República, un tratado con Prusia y Sajonia, con Baviera e incluso con Hesse, con Mecklenburg-Schwerin y Oldenburg, de acuerdo con el cual el Reich se hacía cargo de todos los ferrocarriles de los länder, que por lo demás estaban sumamente endeudados; el precio hubiera podido compensar esas deudas, si la inflación no hubiera convertido todo cálculo en un chiste. Sin embargo, cuando miro a este año veinte y estoy frente a ustedes con mi copa levantada, puedo decir sin temor: sí, señores, desde que la Ley del ferrocarril del Reich nos ha dado abundante capital en marcos-renta, hemos salido de números rojos, estamos incluso en condiciones de hacer frente a las prestaciones a título de reparación que recientemente nos han exigido con toda desvergüenza, y estamos además modernizándonos en todos los sentidos, desde luego con su meritoria ayuda. Aunque me han llamado —primero a escondidas, luego de forma totalmente abierta— «Padre de la locomotora alemana unificada», siempre he sabido que la normalización de la construcción de locomotoras sólo podría lograrse uniendo nuestras fuerzas. Sea Hanomag, en cuanto a manguitos de los ejes, o Krauss & Co. en lo que se refiere a la dirección; fabrique Maffei las coberturas de los cilindros o se ocupe Borsig del montaje, todas esas empresas industriales cuyos consejeros se han reunido aquí solemnemente lo han comprendido: ¡La locomotora unificada del Reich encarna también, además de la técnica, la unidad del Reich! Sin embargo, apenas hemos comenzado a exportar con beneficios —recientemente incluso a la Rusia bolchevique, en donde el famoso profesor Lomonosov ha hecho una excelente evaluación de nuestras locomotoras de vapor recalentado para trenes de mercancías—, se levantan ya voces que hablan a favor de la privatización. Se quiere ganar dinero rápidamente. Reducir personal. Suprimir trayectos al parecer no rentables. A eso sólo puedo decir como advertencia: ¡Cuidado con los comienzos! Porque un ferrocarril imperial privado, lo que quiere decir extraño, porque en definitiva estará en manos extranjeras, dañará a nuestra pobre y humillada patria. Y es que, como dijo a su Eckermann Goethe, por cuya sabia previsión apuraremos ahora nuestra copa…

Mi siglo
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