1925

Muchos me consideraban sólo un niño quejica. Nada de lo tradicional podía tranquilizarme. Ni siquiera conseguía entretenerme el guiñol, cuyo fondo multicolor y media docena de muñecos había fabricado con verdadero amor mi padre. Yo seguía quejándome. Ningún esfuerzo podía desconectar aquel tono permanente, que subía y bajaba. Ni el intento de la abuelita con cuentos de hadas, ni el «coge la pelota» del abuelito me impedían remolonear, berrear por fin y poner nerviosa a mi familia y sus visitas, con mal humor permanente, matando sus conversaciones deliberadamente centradas en lo intelectual. Es verdad que, por cinco minutos, se me podía sobornar con lenguas de gato de chocolate, pero por lo demás no había nada que me tranquilizara a largo plazo, como antes el pecho materno. Ni siquiera dejaba que las peleas de mis padres se desarrollaran con tranquilidad.

Antes aún de que fuéramos miembros de pago de la sociedad de radiodifusión del Reich, mi familia consiguió, con ayuda de una radio de galena y unos auriculares, convertirme en un niño mudo y absorto en sus pensamientos. Eso ocurría en la zona de recepción de Breslau, en donde la Schlesische Funkstunde AG ofrecía por la mañana y por la tarde un programa variado. Pronto aprendí a manipular los escasos botones y a conseguir una recepción libre de perturbaciones atmosféricas y otros ruidos parásitos.

Lo oía todo. La balada La hora, de Carl Loewe, el radiante tenor Jan Kiepura, la celestial Erna Sack. Si Waldemar Bonsels leía La abeja Maya o una transmisión directa de una regata de remo garantizaba la excitación, yo era todo oídos. Conferencias sobre higiene bucal o tituladas «Lo que hay que saber de las estrellas» me formaron polifacéticamente. Dos veces al día oía la información de Bolsa y de esa forma me enteré del impulso económico de la industria; mi papá exportaba maquinaria agrícola. Antes aún que mi familia, que ahora, liberada de mí, podía dedicarse a sus continuas peleas por principio, me enteré de la muerte de Ebert y, un poco después, de que sólo en la segunda vuelta habían elegido al Mariscal Hindenburg para sucederlo como presidente. Pero también las emisiones para niños, en las que el personaje de sagas Zanahoria vagaba por los Montes de los Gigantes, asustando a pobres carboneros, tenían en mí un oyente agradecido. Me gustaban menos los trasgos de las emisiones de buenas noches, aquellos diligentes precursores de éxitos posteriores de la televisión, que en el Este y el Oeste se llamaron «hombrecitos de arena». Sin embargo, mis verdaderas favoritas eran las comedias radiofónicas ensayadas en los primeros tiempos de la radio, en las que el viento silbaba, la lluvia repiqueteaba sobre el tejado igual que en la Naturaleza, el trueno rugía, el caballo del jinete de blanco corcel relinchaba, una puerta rechinaba o un niño lloriqueaba, lo mismo que yo había lloriqueado antes.

Como en los días de la primavera y el verano me depositaban a menudo en el jardín de los terrenos de nuestra villa, en donde, con ayuda de la radio de galena, me sentía perfectamente satisfecho, me formé en plena Naturaleza. Sin embargo, los numerosos cantos de pájaros no bajaban para mí del cielo ni de las ramas de nuestros frutales, sino que el Dr. Hubertus, genial imitador de animales, me transmitía por los auriculares el lugano y el paro, el mirlo negro y el pinzón, la oropéndola y el escribano, la alondra. No es de extrañar que yo permaneciera ajeno a la desavenencia de mis padres, que acabó en crisis matrimonial. De forma que su divorcio tampoco fue un acontecimiento en extremo doloroso, porque Mamá y yo nos quedamos en la villa de los arrabales de Breslau, con su jardín, todo el mobiliario y también el receptor de radio y los auriculares.

Nuestro aparato de galena estaba dotado de un amplificador para las bajas frecuencias. Para los auriculares, Mamá compró protectores que atenuaban su molesta presión. Más tarde, aparatos con altavoces —tuvimos un Blaupunkt portátil de cinco lámparas— desplazaron a mi querida radio de galena. Era verdad que ahora podíamos escuchar la emisora Königs Wusterhausen, e incluso conciertos de arpa de Hamburgo y a los Niños Cantores de Viena, pero aquella exclusividad de los auriculares se había perdido.

Por cierto, fue la Schlesische Funkstunde la primera emisora que introdujo la señal de pausa con un agradable acorde, lo que se hizo luego habitual en toda Alemania. A quién puede extrañar que yo haya seguido fiel a la radiodifusión, y de hecho profesionalmente. Por eso, durante la guerra, fui responsable, como radiotécnico, de las emisiones populares, desde el Océano Glaciar Ártico hasta el Mar Negro, y desde el Muro del Atlántico hasta el desierto de Libia, por ejemplo en Navidad: cuadros de ambiente de todos los frentes. Y cuando nos llegó la hora cero, me especialicé en obras radiofónicas con la Westdeutsche Rundfunk, un género entretanto agonizante, en tanto que los auriculares de mi infancia disfrutan entre los jóvenes de una popularidad nuevamente en aumento: enchufados, silenciosamente ensimismados, están ausentes y, sin embargo, presentes por completo.

Mi siglo
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