1910
Ahora voy a contar por qué los chicos d’aquí, sólo porque me llamo Berta y estoy un poco llenita, m’han colgao ese mote. Vivíamos entonces en la Colonia. Era de la empresa y estaba muy cerca del trabajo. Por eso nos chupábamos también tó el humazo. Pero cuando empezaba a refunfuñar, porque la ropa blanca a secar se ponía gris y los mocosos andaban siempre con tos, padre decía: «Déjalo, Berta. Quien trabaja pa Krupp, tiene qu’estar rápido en el trabajo».
De manera que estuvimos tós esos años hast’hace poco, aunqu’era un poco apretao, porque tuvimos que dejar el cuarto d’atrás, el que d’a las conejeras, a dos solteros, lo que llamábamos realquilaos, y ya no tuve sitio para mi máquina de tricotar, que m’había mercao con mis ahorros. Pero mi Köbes me decía siempre: «Déjalo, Berta, lo qu’importa es que no nos llueva dentro».
Era en la fundición. Fundían tubos de cañones. Con toa la pesca. Era sólo unos años antes de la guerra. Había qu’hacer. Y entonces fundieron una cosa de la que tós estaban muy orgullosos, porque nunc’había habío en el mundo una cosa tan grande. Y como muchos de la Colonia estaban en la fundición, también nuestros realquilaos, hablaban siempre d’aquella cosa, aunque se suponía qu’era muy secreta. Pero no conseguían acabarla. En realidá debía ser un mortero. Son los de cañón chato. Hablaban esastamente de cuarent’y dos centímetros de diámetro. Pero unas cuantas veces falló la fundición. Y el asunto se alargaba. Pero padre decía siempre: «Si me preguntas, lo vamos a conseguir, antes de que empiece de verdad. O, siendo como es Krupp, le venderá la cosa al zar de Rusia».
Pero cuando todo empezó, unos años más tarde, no la vendieron, sino que dispararon desde lejos con aquella cosa contra París. Entonces la llamaron por toas partes la Gran Berta. Aunque a mí no me conocía naide. Fueron los fundiores de nuestra Colonia los primeros que le dieron mi nombre, porque yo era la más gorda. No me gustó ná que por toas partes hablaran de mí, aunque mi Köbes dijo: «Lo dicen sin mala intención». Pero nunca me gustaron los cañones, aunque hayamos vivío d’esas cosas de Krupp. Y si me preguntan, nada mal. Hasta ocas y pollos correteaban por la Colonia. Casi tós cebaban gorrinos en cochiqueras. Y además, en la primavera, tós aquellos conejos…
Pero no debió de servir de mucho en la guerra la Gran Berta. Los franceses se partían de risa cuando aquella cosa fallaba otra vez. Y mi Köbes, al que ese Ludendorff llamó a la reserva territorial al final, por lo qu’ahora está inválido y no podemos vivir ya en la Colonia sino sólo en una caseta de jardín, de alquiler y de mis pocos ahorros, me dice siempre: «Déjalo, Berta. Por mí, pués engordar un poco aún, lo importante es que me sigas sana…».