1963

Un sueño habitable. Una aparición que duró y que estaba firmemente anclada. ¡Cómo me entusiasmé! Un barco, un velero audazmente diseñado y, al mismo tiempo, un trasatlántico musical, yace asalmonado cerca de ese odioso Muro que todo lo separa, varado en un entorno yermo, ofrece con su alta proa la frente a la barbarie y, como puede verse luego, se despega hacia lo superreal de las muchas construcciones cercanas, por modernas que sean.

Dijeron que mi alegría era exageradamente juvenil, incluso colegial, pero no me avergoncé de mi entusiasmo. Pacientemente, quizá también con orgullosa serenidad, soporté las burlas de las encargadas del guardarropa, mayores, por que sabía que, siendo hija de un campesino de la Wilstermarsch y ahora, gracias a una beca, aplicada estudiante de música que sólo de vez en cuando y por el maldito dinero trabajaba en el guardarropa, no debía mostrarme arrogantemente sabihonda. Además, las burlas de mis maduras compañeras de detrás del mostrador no eran malintencionadas. «Nuestra flautista ensaya otra vez las notas más altas», dijeron aludiendo a mi instrumento, la flauta travesera.

La verdad es que fue Aurèle Nicolet, mi respetado maestro, quien me animó, y animó sin duda a más de una alumna con tendencia a la exaltación, a expresar elocuentemente su entusiasmo, ya fuera por una idea que sirviera a la Humanidad, ya por un buque varado llamado Philarmonie; porque también él es un cabeza fogosa, al que el rizado pelo le flamea y —como encontraba en otro tiempo— le sienta de una forma seductoramente atractiva. En cualquier caso, tradujo enseguida al francés mi comparación con el buque varado: «bateau échoué».

Los berlineses, en cambio, ejercitaron nuevamente su ingenio, combinando los elementos de tienda de campaña del edificio con la posición central que ocupaba su director y aplicando sin consideración a aquel grandioso diseño el fácil mote de Circo Karajani. Otros lo elogiaron y rezongaron a un tiempo. Se explayó la envidia profesional de los arquitectos. Sólo el profesor Julius Posener, al que respeto igualmente, dijo algo acertado con su observación: «Hans Scharoun ha sido el único capaz de construir un espacio piranésico, transformando su carácter carcelario en algo solemne…». Sin embargo, yo insisto: es un barco, si queréis un barco-prisión, cuya vida interior está habitada, animada y dominada, si queréis, por la música cautiva, y al mismo tiempo liberada en ese espacio.

¿Y la acústica? Fue elogiada por todos, por casi todos. Yo estaba allí, me dejaron estar allí mientras ensayaban. Poco antes de la solemne inauguración —¡naturalmente, Karajan se atrevió con la Novena!— me introduje, sin pedir permiso, en la sala de concierto en penumbra. Apenas se podía adivinar dónde estaban las filas. Sólo el estrado, muy abajo, estaba iluminado por focos. Entonces, desde la oscuridad, una voz gruñonamente amable me llamó: «¡No se quede ahí, joven! Necesitamos ayuda. ¡Suba rápidamente al estrado!». Y aunque, tozuda hija de aldeano de la marisma, normalmente no me faltan respuestas, obedecí a aquella voz, bajé apresuradamente las escaleras, me quedé, tras algún rodeo, en la luz, y dejé que un hombre, que luego supe era técnico de sonido, me pusiera en la mano un revólver y me diera unas explicaciones breves. Entonces vino otra vez de la oscuridad de la sala de concierto, estratificada alrededor como una colmena, la voz malhumorada: «Los cinco tiros seguidos. No tenga miedo, chica, son sólo cartuchos sin bala. ¡Ahora, ahora!».

Levanté obedientemente el revólver, lo hice sin asustarme y, al hacerlo, según me dijeron luego, tenía un aspecto «angélicamente hermoso». Así pues, de pie, apreté cinco veces el gatillo con breves intervalos, para que pudieran hacer las mediciones acústicas. Y he aquí que todo había salido bien. Sin embargo, la voz gruñona que venía de la oscuridad pertenecía al arquitecto-ingeniero Hans Scharoun, a quien desde entonces respeto tanto como antes a mi profesor de flauta. Por eso —y sin duda también obedeciendo a una voz interna— he dejado la música y ahora estudio, entusiasmada, arquitectura. No obstante, de vez en cuando —y porque ahora no tengo beca— sigo ayudando en la Filarmónica en el guardarropa. De esa forma veo de concierto en concierto cómo se complementan mutuamente música y arquitectura, especialmente cuando el constructor de un barco sabe a un tiempo capturar y liberar la música.

Mi siglo
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