1914

Por fin, después de haberse esforzado repetida e inútilmente dos colegas de nuestro Instituto, conseguí, a mediados de los sesenta, inducir a los dos ancianos caballeros a un encuentro. Es posible que, por ser mujer y joven, tuviera más suerte, y además, como suiza, tenía la ventaja de la neutralidad. Puede ser que mis cartas, por muy objetivamente que presentaran nuestro proyecto de investigación, se interpretaran como un tanteo delicado, si es que no tímido; en el espacio de pocos días y casi al mismo tiempo, llegaron las aceptaciones.

A mis colegas les hablé de una pareja memorable, que parecía «un poquitín fósil». Yo había reservado habitaciones tranquilas en el hotel de La Cigüeña. Allí nos sentábamos, la mayoría de las veces en la galería de la Rôtisserie, con vistas sobre el Limmat, el Ayuntamiento situado enfrente, y la casa de El Perro. El señor Remarque —que entonces tenía sesenta y siete años— había venido de Locarno. Evidentemente un vividor, me pareció más frágil que el vigoroso señor Jünger, que acababa de cumplir los setenta y tenía un aire marcadamente deportivo. Residente en la zona de Württemberg, había venido pasando por Basilea, después de una caminata por los Vosgos hasta la cresta del Hartmannsweiler, por la que en otro tiempo se había combatido sangrientamente.

Nuestra primera ronda de conversaciones arrancó con dificultad. Mis señores «testigos de su tiempo» hablaron con conocimiento de causa de vinos suizos: Remarque elogió las variedades del Tessino y Jünger dio preferencia al Dole franchute. Los dos se esforzaban evidentemente por brindarme sus bien conservados encantos. Divertidos, pero también pesados, fueron sus intentos de hablar conmigo en dialecto suizo: «uff Schwyzerdütsh zu schwätze». Pero luego, cuando cité el principio de una canción que se cantaba con frecuencia en la Primera Guerra Mundial —La danza macabra de Flandes— y cuyo autor ha permanecido anónimo: «Un negro caballo la lleva a la lucha, es impenetrable su negra capucha», comenzaron a tararear, primero Remarque y pronto también Jünger, aquella melodía lúgubre y melancólica; los dos se sabían los versos que remataban las estrofas: «En Flandes no hay suerte, cabalga la Muerte». Luego miraron en dirección a Grossmünster, cuyas torres dominaban las casas de la Schiffslände.

Después de ese ensimismamiento, interrumpido por algunos carraspeos, Remarque dijo que, en el otoño del catorce —él estaba todavía en Osnabrück, calentando el banco escolar, mientras los regimientos de voluntarios se desangraban en Bixschoote y ante Ypres— la leyenda de Langemarck, según la cual se había respondido al fuego de ametralladora inglés con la canción de Alemania en los labios, le había hecho una gran impresión. Sin duda por ello —y animados por sus maestros—, los alumnos de más de una clase de bachillerato se habían presentado como voluntarios para la guerra. Uno de cada dos se quedó allí. Y los que sobrevivieron, como él, que de todas formas no había podido hacer ningún bachillerato, estaban todavía hoy echados a perder. Él, en cualquier caso, se seguía considerando como un «muerto viviente».

El señor Jünger, que había reaccionado con fina sonrisa a las experiencias escolares —evidentemente sólo de escuela secundaria— de su colega escritor, calificó desde luego el culto a Langemarck de «sandez patriótica», pero admitió que ya mucho antes de comenzar la guerra se había apoderado de él una gran nostalgia del peligro, el deseo de lo insólito —«aunque fuera al servicio de la Legión francesa»—: «Cuando luego empezó, nos sentimos fundidos en un gran cuerpo. Sin embargo, incluso cuando la guerra mostró sus garras, la lucha, como vivencia interior, fue capaz de fascinarme hasta en mis últimos días de jefe de tropas de asalto. Reconózcalo, mi querido Remarque, hasta en Sin novedad en el frente, su excelente primicia, hablaba usted, no sin emoción, de la fuerza de una camaradería entre soldados que llegaba a la muerte». Ese libro, dijo Remarque, no hilvana cosas vividas por mí, sino que reúne las experiencias del frente de una generación sacrificada. «Mi servicio en un hospital militar me bastó como fuente.»

No es que aquellos ancianos caballeros comenzaran entonces a pelearse, pero insistieron en ser de distinta opinión en materia bélica, tener estilos contrarios y, en general, venir de campos distintos. Mientras uno seguía considerándose «pacifista incorregible», el otro exigía ser considerado «anarquista».

—¡Qué va! —exclamó Remarque—. En su libro Tempestades de acero, hasta la última ofensiva de Ludendorff, era usted como un niño travieso en busca de aventuras. Reunió frívolamente una tropa de asalto para, con placer sangriento, hacer un par de prisioneros y de paso, posiblemente, birlar un par de botellitas de coñac…

Luego, sin embargo, reconoció que su colega Jünger, en su diario, había descrito en parte acertadamente la guerra de trincheras y posiciones; en general, el carácter de la lucha de desgaste.

Hacia el final de nuestra primera ronda de conversaciones —los caballeros habían vaciado dos botellas de tinto—, Jünger volvió a hablar de Flandes.

—Cuando, dos años más tarde, construíamos fortificaciones en el sector del frente de Langemarck, tropezamos con fusiles, correajes y casquillos del año catorce. Hasta cascos puntiagudos había, de los que se deshicieron los voluntarios de regimientos enteros.

Mi siglo
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