1953
La lluvia había cesado. Cuando el viento se levantó, nos crujió entre los dientes el polvo de ladrillo. Eso es típico de Berlín, nos dijeron. Anna y yo llevábamos allí medio año. Ella había dejado Suiza atrás, yo Düsseldorf. Ella aprendía con Mary Wigman, en una villa de Dahlem, danza expresiva de pies descalzos; yo quería aún ser escultor en el taller de Hartung de la Steinplatz, pero escribía, de pie, sentado o tumbado junto a Anna, poemas largos y breves. Y entonces ocurrió algo que nada tenía que ver con el arte.
Cogimos el suburbano hasta la estación de Lehrter. Su esqueleto de metal seguía en pie. Pasamos junto a las ruinas del Reichstag y la Puerta de Brandeburgo, en cuyo tejado se echaba en falta la bandera roja. Hasta la plaza de Potsdam, desde el lado occidental de la frontera del sector, no vimos lo que había pasado y lo que pasó en aquel instante o desde que la lluvia cesó. La Columbushaus y la Haus Vaterland humeaban. Había un quiosco en llamas. Propaganda carbonizada, que el viento había revuelto con humo, llovía negra del cielo, en copos. Y vimos tropeles de gente que iba de un lado a otro sin rumbo. No había vopos. Sin embargo, encajados en la multitud, tanques soviéticos T 34; conocía el modelo.
Como advertencia, un letrero: «¡Atención! Está usted saliendo del sector americano». Sin embargo, algunos adolescentes se atrevían a pasar, con bicicleta o sin ella. Nosotros nos quedamos en el Oeste. No sé si Anna vio otras o más cosas que yo. Los dos vimos a los soldados rusos de infantería, de rostro de niño, atrincherándose a lo largo de la frontera. Y más lejos vimos gente que tiraba piedras. Por todas partes había piedras suficientes. Con piedras contra los tanques. Hubiera podido dibujar su postura al lanzar, escribir de pie un poema, largo o breve, sobre el lanzamiento de piedras, pero no dibujé ningún trazo ni escribí ninguna palabra, aunque el gesto de lanzar piedras se me quedó grabado.
Sólo diez años más tarde, cuando Anna y yo, respectivamente acosados por los hijos, nos considerábamos mutuamente padres y veíamos la Potsdamer Platz como tierra de nadie y sólo cercada por muros, escribí una obra teatral que, en calidad de tragedia alemana, se tituló Los plebeyos ensayan la rebelión y molestó a los guardianes del templo de ambos Estados. Trataba, en cuatro actos, del poder y la impotencia, de la revolución preparada y la espontánea, de si podía cambiarse a Shakespeare, del aumento del rendimiento exigido y de un trapo rojo en jirones, de palabras y contrapalabras, de soberbios y apocados, de tanques y piedras, y de una rebelión obrera pasada por agua que, apenas sofocada y fechada un 17 de junio, fue tergiversada como alzamiento popular y declarada fiesta, con lo que en el Oeste, en cada celebración, costó de año en año más víctimas de tráfico.
En el Este, sin embargo, los muertos habían sido fusilados, linchados o ejecutados. Se imponían además penas de prisión. El presidio de Bautzen estaba abarrotado. Todo eso sólo se supo después. Anna y yo sólo vimos personas impotentes que lanzaban piedras. Desde el sector occidental guardamos nuestras distancias. Nos amábamos y amábamos mucho el Arte, y no fuimos obreros que tirasen piedras a los tanques. Sin embargo, desde entonces sabemos que esa lucha se reproducirá siempre. A ve ces, aunque con retraso de decenios, incluso ganan los que tiran piedras.