1908
Es costumbre en nuestra familia: el padre lleva al hijo. Ya mi abuelo, que estaba en los ferrocarriles y sindicado, llevó a su primogénito cuando Guillermo Liebknecht volvió a hablar en el Hasenheide. Y mi padre, que estaba también en los ferrocarriles y era camarada, me inculcó, de aquellas grandes manifestaciones que, mientras duró Bismarck, estuvieron prohibidas, aquella frase en cierto modo profética: «¡La anexión de Alsacia-Lorena no nos traerá la paz, sino la guerra!».
Ahora él me llevaba a mí, chaval de nueve o diez años, cuando el hijo de Guillermo, el camarada Carlos Liebknecht, hablaba al aire libre o, cuando se lo prohibieron, en tabernas llenas de humo. También me llevó a Spandau, porque Liebknecht se presentaba allí a las elecciones. Y en el año cinco me dejaron ir en tren —ya que mi padre, como maquinista, podía viajar gratis— incluso hasta Leipzig, porque en el Felsenkeller de Plagwitz hablaba Carlos Liebknecht de la gran huelga de la cuenca del Ruhr, que estaba entonces en todos los periódicos. Sin embargo, no sólo habló de los mineros ni militó sólo contra la nobleza del repollo y la chimenea, sino que se explayó principalmente, y de forma prácticamente profética, sobre la huelga general como medio futuro de lucha de las masas proletarias. Hablaba sin papeles y pescaba sus palabras en el aire. Y ya había llegado a la Revolución de Rusia y el sangriento zarismo.
En medio había, una y otra vez, aplausos. Y para terminar se adoptó unánimemente una resolución en la que los presentes —mi padre decía que sin duda eran más de dos mil— se solidarizaban con los heroicos luchadores de la cuenca del Ruhr y de Rusia.
Tal vez fueran incluso tres mil los que se amontonaron en el Felsenkeller. Yo veía mejor que mi padre, porque él me había subido en hombros, como había hecho ya su padre cuando Guillermo Liebknecht o el camarada Bebel hablaban sobre la situación de la clase obrera. Eso era costumbre en mi familia. En cualquier caso, de chaval no sólo vi desde mi atalaya al camarada Liebknecht, sino que lo oí también. Era un orador de masas. Nunca le faltaban palabras. Le gustaba especialmente incitar a los jóvenes. En campo abierto, le oí gritar sobre las cabezas de miles y miles: «¡Quien tiene a la juventud tiene al Ejército!». Lo que fue también profético. En cualquier caso, sobre los hombros de mi padre tuve verdadero miedo cuando nos gritó: «¡El militarismo es el ejecutor brutal y el baluarte férreo y ensangrentado del Capitalismo!».
Porque, eso lo recuerdo todavía hoy, me daba verdadero miedo cuando hablaba del enemigo interior, al que había que combatir. Probablemente por eso tenía que hacer pis urgentemente y me movía inquieto sobre sus hombros. Sin embargo, mi padre no se daba cuenta de mi necesidad porque estaba entusiasmado. Entonces no pude contenerme más en mi aventajado puesto. Y, ocurrió en el año mil novecientos siete, que oriné sobre la nuca de mi padre a través de mi pantalón con peto. Poco después detuvieron al camarada Liebknecht y, como el Tribunal del Imperio lo condenó por su panfleto contra el militarismo, tuvo que cumplir un año entero de presidio, el 1908 y algo más, en Glatz.
Mi padre, sin embargo, cuando, en aquella situación de máximo apuro, le meé por la espalda abajo, me bajó de sus hombros en plena manifestación y, mientras el camarada Liebknecht seguía agitando a la juventud, me dio una paliza en regla, de forma que durante mucho tiempo seguí sintiendo el peso de su mano. Y por eso, sólo por eso, después, cuando empezó por fin, fui a la caja de reclutas y me alisté como voluntario, e incluso me condecoraron por mi valor y, tras ser herido dos veces en Arras y ante Verdún, ascendí a suboficial, aunque siempre, incluso como jefe de fuerzas de choque en Flandes, estuve seguro de que el camarada Liebknecht, al que algunos compañeros del Cuerpo de Voluntarios fusilaron después, mucho después, como a la camarada Rosa, arrojando incluso uno de los cadáveres en el Landwehrkanal, tenía razón cien veces al agitar a la juventud.