1975

¿Un año también como los otros? ¿O son ya los tiempos de plomo y nos han ensordecido nuestros propios gritos? Sólo puedo recordarlos difusamente o, a lo sumo, aquella inquietud sin objeto, porque en mi casa, bajo mi techo, ya fuera en Friedenau o bien en Wewelsfleth junto al Stör, no reinaba la paz conyugal, porque Anna, porque yo, porque Veronika, por lo que los hijos resultaban lastimados o se iban de casa y yo me había refugiado —¿en dónde si no?— en mi manuscrito, me había escapado al cuerpo cavernoso del Rodaballo y descendía por los siglos y tempotransitaba con nueve o más cocineras que —unas veces con severidad, otras con tolerancia— llevaban los pantalones, mientras, al margen de mis intentos de fuga, la actualidad se desfogaba y por todas partes, ya fuera en las celdas de Stammheim o alrededor de las obras de la central nuclear de Brokdorf, la violencia afinaba sus métodos, pero por lo demás, desde que Brandt se había ido y Schmidt, como Canciller, lo objetivaba todo, no pasaban grandes cosas; sólo en la pantalla había aglomeraciones.

Insisto: no fue un año especial o lo fue sólo porque nosotros, los ciudadanos occidentales, cuatro o cinco, dejábamos que nos controlaran en la frontera y nos reuníamos luego en el Berlín oriental con cinco o seis ciudadanos orientales, que habían llegado igualmente con un manuscrito encima del corazón; Rainer Kirsch y Heinz Czechowski incluso desde Halle. Al principio nos juntábamos en casa de Schädlich, luego en la de Sarah Kirsch o la de Sibylle Hentschke, en la de éste o aquél, para leernos, después del café y la tarta (y las bromas habituales entre Este y Oeste), poemas rimados y sin rimar, capítulos demasiado largos y relatos breves, lo que se hacía en aquella época a ambos lados del Muro y que, en su detalle, debía significar el mundo.

¿Es entonces ese ritual, los controles de frontera más o menos dilatados, el traslado al punto de encuentro (Rotkäppchenweg o Lenbachstrasse), las escaramuzas, unas veces graciosas y otras preocupadas, y el canto de lamentaciones de toda Alemania, y además los ríos de tinta leídos de autores rabiosos por escribir y luego la crítica en parte vehemente y en parte callada de lo leído, aquella copia, reducida a lo más íntimo, del Grupo 47, y finalmente, poco antes de medianoche, la marcha precipitada —control de frontera de la estación de Friedrichstrasse— el único acontecimiento memorable del calendario de aquel año?

Muy lejos pero tan cerca, en la televisión cayó Saigón. Presas del pánico, los últimos norteamericanos abandonaron Vietnam desde la azotea de su embajada. Pero aquel final había sido previsible y, ante el pastel de migas o de crema, no era tema de conversación para nosotros. Ni el terrorismo de la RAF, que no sólo se daba en Estocolmo (toma de rehenes) sino que ahora era habitual también entre los reclusos de Stammheim, hasta que, al año siguiente, Ulrike Meinhof se ahorcó o fue ahorcada en su celda. Sin embargo, ni siquiera esa cuestión de larga vida nos conmovió especialmente a los plumíferos reunidos. Todo lo más resultaban nuevos, después de la sequía del verano, aquellos incendios de bosques en la landa de Lüneburg, en cuyo extenso desarrollo fallecieron cinco bomberos, rodeados por las llamas.

Tampoco ése era un tema entre el Este y el Oeste. Sin embargo, antes de que Nicolas Born nos leyera de su Lado oculto, Sarah berlineara sus poemas de la Marca, Schädlich nos turbara con alguna de aquellas historias que luego, en el Oeste, aparecieron con el título de Intento de aproximaciones y yo pusiera a prueba un fragmento del Rodaballo, nos presentamos como novedad el suceso que, en la parte occidental de la ciudad, ocupó la cabecera de los periódicos: en la ribera del Gröben en Kreuzberg, cerca del puesto fronterizo de Oberbaumbrücke, un niño turco de cinco años (Çetin) se cayó al canal del Spree, que señalaba la frontera entre las dos partes de la ciudad, por lo que nadie —ni la policía del Berlín occidental, ni los marineros del Ejército Popular en su buque patrullero— quiso o pudo ayudar al niño. Y como en el Oeste nadie se arriesgaba a entrar en el agua y en el Este había que esperar la decisión de un oficial de mayor rango, el tiempo fue pasando, hasta que para Çetin fue demasiado tarde. Cuando los bomberos pudieron recuperar por fin el cadáver, en la orilla occidental del canal comenzaron las mujeres turcas sus cantos fúnebres, que duraron mucho y debieron de escucharse hasta muy lejos en el Este.

¿Qué más se hubiera podido contar ante un café con tarta de aquel año que pasó como otros años? En septiembre, cuando volvimos a reunirnos, con nuestros manuscritos, la muerte del Emperador de Etiopía —¿asesinato, cáncer de próstata?— me hubiera dado oportunidad de contar una vivencia infantil. En el Fox Movietone, el espectador de cine que había en mí había visto al Negus Haile Selassie, que, en una barcaza motorizada, visitaba un puerto (¿Hamburgo?), con llovizna típica. Pequeño, con barba y un salacot demasiado grande estaba allí bajo una sombrilla, que un criado sostenía abierta. Parecía triste o preocupado. Debía de ser en el treinta y cinco, poco antes de que entraran los soldados de Mussolini en Abisinia, como entonces se llamaba a Etiopía. De niño me hubiera gustado tener por amigo al Negus y lo hubiera acompañado cuando tuvo que huir de un país a otro ante la superpotencia italiana.

No, no estoy seguro de si en nuestros encuentros entre Este y Oeste se habló del Negus, ni mucho menos de Mengistu, el gobernante más reciente, comunista. Sólo era seguro que, antes de medianoche, teníamos que enseñar en el vestíbulo del control de fronteras, llamado «Palacio de las Lágrimas», nuestro pasaporte y la autorización de entrada. Y también siguió siendo seguro que en el Berlín occidental y en Wewelsfleth, en donde yo buscaba siempre un techo con mi Rodaballo fragmentario, no reinaba la paz conyugal.

Mi siglo
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