Epílogo
Cuatro meses después
KONRAD empezó a sentirse acorralado. Tuvo ganas de quitarse la chaqueta y aflojarse la corbata; estaba empapado en sudor y la ropa se le pegaba a la piel. Era asqueroso.
—Herr Köller, en su día admitimos su candidatura a Caballero de la Orden porque confiamos en su palabra… Ahora, estos informes resultan verdaderamente decepcionantes.
El ambiente de aquella sala se le antojaba opresivo; el aire, irrespirable. Konrad no sufría de claustrofobia, pero sentirse encerrado en aquel lugar le producía una angustia patológica. Le hubiera gustado levantarse y descorrer los pesados cortinajes que cubrían los balcones, dejar la luz y la corriente entrar en aquella estancia siniestra.
El Großmeister, el Gran Maestre, y los doce Caballeros de la Orden de PosenGeist se cernían sobre él en torno a la mesa, le observaban con ojos oscuros como dos huecos negros en rostros cubiertos de sombras. Konrad tragó saliva y se incorporó para defenderse del acoso.
—He estado a punto de conseguirlo. Las negociaciones con la propietaria parecían lo suficientemente avanzadas, pero no estaba en mi mano evitar que ella muriese y el cuadro desapareciese…
—A este consejo no le interesan sus excusas, herr Köller —le interrumpió el Großmeister—. Si ya no está en posición de entregarnos El Astrólogo, su promoción quedará anulada de inmediato.
Konrad no estaba acostumbrado a ser la presa. Muy al contrario, era él quien normalmente ejercía su poder y su influencia, era él quien amenazaba y daba ultimátums, no quien los recibía. Por eso tenía que medrar en la Orden, para ocupar la posición que le correspondía, para dejar de ser el instrumento y convertirse en el ejecutor; su destino se hallaba en la cúspide de la raza aria.
Impulsado por la determinación sacó las garras: ninguna cúspide estaba al alcance de los pusilánimes.
—¡Por supuesto que sigo en posición de entregarlo! Una vez confirmado que El Astrólogo no es un mito, será fácil seguirle el rastro. No he venido aquí para ser objeto de censura, sino para solicitar una prórroga. Prórroga que, por otro lado, es legítima, pues el botín bien la merece. ¡Y más ahora, que conocemos su poder! Ustedes son conscientes, caballeros, de que en este asunto no hay medias tintas: es todo o nada. Y yo soy la única persona que puede prometerles el todo. Si quieren que la Orden de PosenGeist acceda al mayor secreto de la historia, tendrán que renovar su confianza en mí y concederme una sola cosa: tiempo.
—¿Tiempo, herr Köller? Usted es un hombre de empresa, debería conocer el elevado valor de su petición.
—El valor de las inversiones viene determinado por el rendimiento que se espera obtener de ellas —sentenció Konrad con tono de suficiencia. Lo último que consentiría sería que aquella pandilla de sectarios ociosos le diese lecciones de finanzas—. En este caso, el valor del tiempo es ridículo comparado con el valor de El Astrólogo. Como hombre de empresa, sé que sería una necedad despreciar la inversión que les propongo.
Se abrió un silencio tenso. Konrad aprovechó para esconder los brazos bajo la mesa y secarse el sudor de las manos frotándose las palmas contra el pantalón. El Großmeister miró a izquierda y derecha, buscando un gesto de sus caballeros circunspectos y silentes.
—De acuerdo, herr Köller. Someteremos su petición a la votación del consejo. En breve le comunicaremos si ha sido admitida. Puede retirarse.
Konrad se puso en pie, cuadró los hombros y alzó el brazo derecho para hacer el saludo nazi.
Anochecía cuando salió del castillo de Hürbenberg. El Aston Martin ya le esperaba a la puerta. Aun así, se detuvo a aspirar un poco de aire fresco para despejar la cabeza, un aire limpio y balsámico, con aroma a resina de los bosques circundantes. Mientras bajaba las regias escaleras de la entrada principal, iba desanudándose la corbata; empezaba a sentirse un poco mejor. Recogió el mando del coche de manos del criado, lo abrió con un bip y un parpadeo de luces, abandonó la chaqueta y la corbata en el asiento del copiloto y se sentó al volante. Insertó la llave de cristal de zafiro en la ranura, pulsó el botón de arranque y el motor rugió a la vez que empezó a sonar Carmina Burana.
Las ruedas aplastaron la grava, la imponente verja negra se deslizó lentamente, la carretera se abrió ante sus ojos. Accionó la leva de cambios y aceleró…
El Aston Martin DBS Coupé era su último capricho y sus trescientos siete kilómetros por hora de velocidad máxima, una excelente válvula de escape para la tensión acumulada. Según pisaba el acelerador y el motor rugía con la sensualidad de una hembra felina, según se comía las curvas y el asfalto sin apenas distinguir lo que dejaba a los lados, podía dar rienda suelta a su agresividad sin que sus manos estrangularan nada más que el cuero del volante.
Jodida Sarah Bauer… Maldita hija de puta… Hasta muerta la odiaba, hasta muerta había tenido que joderle la vida. Judía de mierda… Nada bueno podía esperarse de los judíos, su abuela se lo había enseñado, como le había enseñado a odiar a Sarah Bauer. Su abuela había sido una mujer sabia, íntegra, una buena alemana que se había visto traicionada por su propio esposo, un lobo disfrazado de cordero. De no ser por Sarah Bauer, la deshonra y la vergüenza jamás hubieran caído sobre su familia…
De cero a cien en 4,3 segundos. En menos de cinco segundos rodaba a ciento sesenta kilómetros por hora, casi sin darse cuenta. Y aún tenía recorrido el acelerador.
Vieja zorra… Cómo había disfrutado jugando con él. «Eres la última persona del mundo a quien le entregaría El Astrólogo —había sentenciado Sarah Bauer, maldita hija de puta—. No te esfuerces en ocultarme la verdad, tus ojos te delatan: son los ojos de tu abuelo ensombrecidos por la codicia. Te conozco bien, Konrad Köller. De sobra sé quién eres, como sé que te han educado en el odio, el resentimiento y la ambición. No queda en ti de Von Bergheim más que el eco de un apellido…». Vieja zorra… ¿Acaso era eso una ofensa? Él mismo había borrado el rastro del apellido Von Bergheim, la mancha de la traición en su pasado ario…
De repente sus pensamientos se colapsaron y todos sus sentidos entraron en estado de alerta. Había frenado demasiado tarde al tomar la última curva y había perdido el control de las ruedas de atrás… Retomó la dirección y aminoró la velocidad.
¡Tenía que conseguir El Astrólogo! Ese cuadro era su llave maestra en PosenGeist. La Orden del Espíritu de Posen era una organización clandestina heredera de las directrices de los discursos de Himmler sobre el Holocausto. Konrad estaba convencido, lo había aprendido desde la cuna, de que sus antepasados nazis estaban en lo cierto: Adolf Hitler, el Führer, era un Mesías, un adelantado a su tiempo, que fue víctima de la incomprensión y la envidia. Konrad miraba con desprecio a una sociedad decadente, sometida a la amenaza del terrorismo islámico, dominada por la conspiración judeomasónica, debilitada por una cobardía disfrazada de democracia, progresismo y tolerancia. Era una sociedad enferma, moribunda, necesitada de una profunda limpieza étnica y religiosa, de una renovación de sus valores y sus estructuras. Sólo PosenGeist contaba con el capital y el poder para llevar a cabo tal empresa. Pero Konrad no se conformaba con engrosar sus filas, Konrad quería las riendas de PosenGeist, y también las del futuro de Europa… «¡Jamás pondré El Astrólogo en manos de un miembro de PosenGeist!…». ¡Vieja zorra! ¿Cómo podía estar ella al tanto?
Notó que entraba la sexta velocidad en el cambio automático. Siguió pisando suavemente el acelerador; en la recta podría sobrepasar sin problemas los doscientos kilómetros por hora.
¡Tenía que conseguir El Astrólogo!… Los últimos cuatro meses se había dedicado a intentar recuperar su rastro, pero todo había sido en vano. La tierra parecía habérselo tragado. Había vigilado la casa de Mallorca, había vigilado al cabrón del doctor Arnoux, había vigilado a Ana… La muy puta… Tal vez se había precipitado al repudiarla… Sólo ella podía seguir el rastro del cuadro…
La recta era larga. Volvió a pisar el acelerador.
Ana… Aún se le ponía dura cuando pensaba en su cuerpo brillante y suave, cimbreante sobre el suyo para darle placer. Siempre había mujeres, muchas mujeres, algunas gratis y otras no; el sexo puede ser un vicio muy caro cuando se convierte en adicción. Pero ninguna mujer era como ella… Se trataba de una mojigata insignificante de alarde bohemio, una víctima de la estrechez y la moralidad propias de su clase media, pero follársela tenía un morbo especial… Tenía que reconocer que la había amado… Muy al principio. Recordaba haberse enamorado como un adolescente, recordaba haberse sentido vulnerable incluso. Una vulnerabilidad fugaz y pasajera, una indisposición del espíritu indigna de él, una debilidad temible y execrable. No obstante, de aquel mal sueño de dependencia salió fortalecido: a partir de entonces, poseer a Ana, dominarla, someterla, manipularla, anularla se fue convirtiendo en un reto, en una necesidad, en su nueva forma de amarla sin sentirse amenazado… Y tal vez la siguiera amando así, a su manera… Ella no podía hacerle esto. No podía traicionarle y dejarle tirado. ¡Nadie podía! ¡Él era Konrad Köller! Durante cuatro meses había rumiado su venganza, la había dejado enfriar, la había afilado como a una buena espada. Las cosas no podían quedar así. El Astrólogo y Ana. Ana y El Astrólogo. Serían suyos o de nadie…
Doscientos diez antes del cambio de rasante…
Lo pasó y unos faros se le vinieron encima. Clavó el pie en el freno. Era demasiado tarde. Pegó un volantazo para evitar una colisión frontal y perdió el control del coche.
El Aston Martin chocó contra el guardarraíl, salió despedido entre pedazos de carrocería que volaban por los aires y dio varias vueltas de campana antes de caer sobre el asfalto hecho un amasijo de aluminio, magnesio y fibra de carbono.
Hac in hora
sine mora
corde pulsum tangite;
quod per sortem
sternit fortem,
mecum omnes plangite![17]
ALAIN tuvo finalmente que admitir que se había enamorado de ella. Al principio, pensó que sólo era alguien con quien resultaba agradable trabajar, una chica atractiva y simpática. ¡No podía enamorarse de todas las chicas atractivas y simpáticas que se cruzaban en su camino!
En varias ocasiones sintió deseos de besarla y, en algunas más, de quitarle la ropa buscando el cuerpo que había debajo. Pero eso no era nada fuera de lo normal: sólo impulsos propios de un hombre con instintos que llevaba meses sin meterse en la cama con una mujer.
Sin embargo, cuando ella se marchó de Fontvieille y se dio cuenta de que no podía quitársela de la cabeza ni un segundo durante días, cuando se confesó a sí mismo que echaba de menos su voz y su sonrisa, sus ojos mirándole por encima de las gafas, la forma en que se retiraba el pelo detrás de la oreja, o se pasaba la lengua por los labios después de beber; que echaba en falta su manía de girar las sortijas sobre los dedos mientras hablaba o cómo desafinaba al cantar con los cascos del iPod puestos… «No seas tonto, Alain, deja de buscar fantasmas y vete a buscarla a ella. Es probable que Ana sea lo mejor que te ha pasado en tu vida». Dos días le habían bastado a Judith para darse cuenta de lo que él llevaba semanas sin admitir.
Le hizo caso a su hermana: se dispuso a mirar al futuro. Pero entonces se dio de bruces con el pasado, un pasado que le tiraba del cuello para obligarle a volver la vista atrás. Se dio de bruces con Sarah Bauer y El Astrólogo.
Maldito «Astrólogo»… En verdad debía de estar maldito ese cuadro. Sólo lo había contemplado una vez y ya se había convertido en una herida sangrante en su conciencia. Su abuela le había puesto entre la espada y la pared al preguntarle si lo quería. Y él lo había rechazado sin pensar, abrumado por la situación y por una responsabilidad que le había caído del cielo, que no había tenido tiempo de anidar en su interior, en la esencia de sus raíces. Todos los Bauer habían nacido con el estigma de El Astrólogo marcado en la piel como una mancha de nacimiento. Él, no. Él ni siquiera era un Bauer, no lo había sido hasta entonces, y El Astrólogo se le había atragantado como un bocado que se quiere digerir muy rápido junto con otros muchos bocados que intentaba digerir a la vez. Su abuela había muerto demasiado pronto, había tenido el tiempo justo de dejarle un cuadro, pero no de transmitirle un legado, un sentimiento, una emoción, una sensación de arraigo y pertenencia a una causa…
Había viajado a Mallorca para buscar a Ana, no para tener que enfrentarse a un pasado inoportuno y exigente. Ofuscado, perdido, confuso y aturdido había renegado del cuadro. No quería El Astrólogo sin Ana. No quería nada sin Ana…
Y no tardó en darse cuenta de que todo habría de ser sin Ana. Fue nada más enfrentarse a Konrad Köller: no se podía luchar con Konrad Köller, la batalla estaba perdida antes de empezar. Tras haber lidiado con Sarah Bauer y su oferta intempestiva, tras haber rechazado la responsabilidad de su linaje, ya sólo le quedaba resolver su propio destino: qué hacer entonces que se reconocía enamorado de la mujer de otro, y no precisamente de otro cualquiera… Buscó refugio en el bar de su amigo en Palma de Mallorca. Allí, rodeado de la obra neoconceptualista de un joven artista australiano afincado en Ibiza, a un muy apropiado ritmo de blues y tras dos gin-tonics, decidió retirarse a tiempo antes de salir herido…, más herido. Sin embargo, aquella decisión llegó tarde y la retirada resultó humillante. El puñetazo en la mandíbula de su oponente le había costado muy caro: verla besar a Konrad Köller le había hecho más daño que todos los golpes que el alemán hubiera podido devolverle. Ese beso le había puesto en su sitio, un sitio sin Ana.
Aunque si había pensado que aquel trance había sido doloroso, no podía ni imaginarse lo que significaría soportar sus consecuencias.
El primer mes fue un calvario. Creyó que la rutina sería como un buen jarabe de ricino, tan asquerosa como terapéutica. Pero resultó ser simplemente asquerosa. No lograba hacerse a la idea de que el nombre de ella jamás fuese a aparecer en la pantalla del móvil cuando sonaba o de no haber quedado con ella después de las clases para trabajar. Los fines de semana se le hacían interminables sin el aliciente de pasear juntos por París hablando de arte y, no encontrando nada mejor que hacer, los dedicaba a regodearse en la melancolía y la añoranza con placer malsano, mientras ponía uno tras otro los vinilos que había escuchado con Ana repantingados en el sofá. A menudo se quedaba mirando como un idiota la esquina del salón donde ella se agachaba a hojear sus carboncillos o la silla vacía que siempre ocupaba en el comedor. Desde un vaso de papel del Starbucks hasta el bolígrafo de Bob Esponja con el que ella solía escribir y que seguía en el bote de lápices de su despacho; todo, cualquier detalle insignificante, le recordaba a ella. Era para volverse loco…
Había confiado en que la tarea de ser el nieto de Sarah Bauer le distrajese de todo lo demás: pruebas de ADN, reclamaciones judiciales, revisiones testamentarias, abogados, impuestos, patrimonio y una colección de arte que ya tenía dueños. Nada de eso sirvió para desterrarla de su cabeza. Muy al contrario, donde estaba Sarah Bauer siempre aparecía Ana, pues su abuela había llegado de su mano.
El segundo mes decidió que ya estaba bien de autocompasión y autodestrucción. Pensó en hacer borrón y cuenta nueva. Creyó que quitar una mancha de mora con otra verde sería buena idea. Craso error. La cuestión fue que volvió a cortarse el pelo y a afeitarse la barba y empezó a salir con la amiga de un amigo, una veinteañera con un cuerpo espectacular y una cara corriente que trabajaba de recepcionista en una clínica veterinaria. Quitando unos cuantos polvos estupendos y muy necesarios para apagar un fuego que ya ardía desde hacía demasiado tiempo, el resto fue un desastre. Cada vez que estaban juntos, no podía evitar las comparaciones: Ana jamás hubiera pedido este plato; Ana nunca se hubiera puesto este vestido; Ana hubiera preferido otra película; Ana no tenía las tetas tan grandes, pero era más guapa… A Ana se le hubiera puesto la piel de gallina…
Terminó por dejar a la veinteañera al final del tercer mes, con una excusa lamentable de la que todavía se avergonzaba al recordar aquel ridículo episodio: «Cuando estoy contigo se me llena el cuerpo de ronchas. Creo que tengo alergia al pelo de los animales que debe de quedarte pegado a la ropa…». Después de aquello, empezó a temerse que las drogas, el monacato o la castración fueran las únicas salidas viables a su espantosa situación emocional.
Un buen día, al final de una jornada maratoniana de clases —sólo dando clases su mente estaba centrada en una sola cosa, por lo que impartía las suyas y las de cualquier otro profesor que se las prestase—, se pasó por su despacho para revisar el correo antes de irse a casa. Entre otras cosas, había recibido la newsletter mensual del Museo del Louvre. Empezaba con una fotografía del cuadro Carlos V a caballo en Mülhberg que ilustraba el anuncio de una exposición temporal titulada «Tiziano, el pintor de los Habsburgo», y realizada en colaboración con el Museo Nacional del Prado. Junto con la exposición se abría un ciclo de conferencias dedicadas al pintor veneciano. Le estaba echando un vistazo rápido al programa de actividades cuando de repente sus ojos se detuvieron, releyeron lo que creían haber leído y se abrieron como platos al tiempo que le daba un vuelco el corazón:
«El retrato veneciano en el Renacimiento clásico: del lirismo de Bellini y Giorgione al realismo de Tiziano», 26 de abril, 19.00 horas, Ana García-Brest. Conservadora del Departamento de Pintura Italiana, Museo Nacional del Prado.
Rápidamente quitó el polvo de la paja y sólo tres palabras quedaron en la pantalla del ordenador, ocupándola toda entera como si fuera un enorme letrero con luces de neón: Ana García-Brest.
¡Ella estaría en París! Su primer instinto fue continuar oculto en la trinchera a la que se había retirado tras renunciar a combatir con Konrad Köller. Pero conforme fue reparando en lo patético de su estado físico y mental a causa del desamor, llegó a la conclusión de que había sido un estúpido y un cobarde al retirarse sin pelear y que si después de la retirada, las drogas, el monacato o la castración eran las únicas salidas viables, estaba claro que parecía más inteligente luchar con Konrad Köller por Ana, pues el dolor de perder la guerra por ella no podía ser peor que el dolor de vivir sin ella por no haber siquiera salido al campo de batalla.
El doctor Alain Arnoux buscó ansiosamente el 10 de mayo en el calendario, lo marcó con rotulador rojo y volvió a sonreír con ilusión.
ANA se sintió incómoda al volver a París. Demasiados recuerdos; en cada esquina, en cada calle, en cada restaurante japonés, en cada Starbucks, en cada moto, en cada frutería regentada por vietnamitas… Incluso en la puñetera torre Eiffel, omnipresente en toda la maldita ciudad.
Había llegado a plantearse llamar a Alain. Ya habían pasado varios meses desde que su relación con Konrad se fuese al traste, no podía considerarse que Alain fuera un segundo plato. «¡Qué segundo plato ni qué coño! No te comas el tarro, cari. Reconoce que has estado coladita por el doctor Jones desde la primera vez que tuviste su desaliñado body delante de los ojos. Tenías que habértelo tirado hace mucho tiempo, ya te lo he dicho. A veces me sacas de quicio con tu indecisión». Teo había intentado convencerla, pero no lo había conseguido.
Alain había dejado bien claro que la suya era una relación meramente profesional, que había llegado a su fin con el fin del trabajo. Además, todavía no estaba totalmente desintoxicada de los años pasados con Konrad. Konrad dejaba huellas profundas allí por donde pasaba, huellas que en ocasiones semejaban heridas que tardaban en cerrar. Reconstruir su vida después de aquello se estaba pareciendo a convertir una gran ciudad en un tranquilo pueblo de la sierra.
Entre noviembre y diciembre se sintió emocionada ante la perspectiva del cambio, casi eufórica. Renunció a su trabajo en el departamento de prensa del museo y solicitó reincorporarse a su puesto de conservadora, vendió el Mercedes y recuperó un vestuario basado en vaqueros y zapatos planos. Antes de darse cuenta, llegaron las Navidades; se sorprendió al recordar que podían ser unas fechas realmente entrañables cuando la relación con la familia es sana y afectuosa, cuando no hay elementos discordantes ni perturbadores; se sorprendió al recordar que la familia siempre es un refugio al que acudir en los momentos difíciles, que los suyos siempre ofrecían apoyo incondicional y desinteresado.
A la altura de enero, una vez superados el despecho, la indignación, la emoción, la euforia y las cuestiones puramente prácticas que había supuesto redecorar su vida como los pringados de los anuncios de Ikea, llegó la etapa más difícil: acostumbrarse a vivir esa vida sola. Enero es tradicionalmente un mes de resaca, es frío y triste, rutinario y tedioso. Enero no resulta un buen mes para estar soltera. Todo su aliciente durante el primer mes del año se reducía a esperar a que cayera la noche para echarse en brazos de Teo y lamentarse. Y pasarse las noches lamentándose en brazos de su mejor amigo gay no podía ser un proyecto de vida sensato. «Tú lo sabes, cari, no es precisamente a Konrad a quien echas de menos…». Teo se le antojaba a veces una conciencia bastante incómoda.
En febrero se enteró de que iba a ser tía… Una tía un poco especial. Teo y Toni habían decidido adoptar un niño. «Tarde o temprano a todas se nos despierta el instinto maternal; será bonito poner una pequeña chinita en nuestra vida». Febrero es un mes corto y, con la noticia, se fue en un abrir y cerrar de ojos.
A la altura de marzo, estalló la crisis existencial. Llegó a la conclusión de que su vida estaba vacía y no tenía sentido; se convenció de que necesitaba un giro de ciento ochenta grados. Estuvo barajando varias opciones: dar la vuelta al mundo como mochilera, ir de voluntaria a algún país subdesarrollado y a ser posible en guerra, darse de alta en Meetic, ponerse tetas o comprarse un perro. «¿Y para qué tanto jaleo, reina? Ya sea de mochilera, de voluntaria o de colgada en el Meetic, conocerás a un tío y todo te dará miedito. Lo mejor es que te compres un perro. Claro que lo de las tetas tampoco es mala idea…». Finalmente, se acobardó y no acabó de decidirse por nada.
A principios de abril se enteró de que tenía una conferencia en París. Aquello ya le pareció suficiente aventura emocional…
Ana cerró el turno de preguntas tras la charla. Recibió la felicitación del comisario de la exposición, a la sazón su jefe, y de su colega francés. Los asistentes empezaron a levantarse de sus asientos y a elevar el tono de voz, a arrastrar sus pasos hacia la salida, llenando el salón de actos con el rumor de un zumbido de colmena.
—Tengo que salir a ver si encuentro un sitio donde pueda fumar antes de que me dé algo —le susurró su jefe.
—Vale. Luego te veo. Voy a quedarme recogiendo mis cosas.
Aún tenía que guardar algunos papeles, cerrar el PowerPoint, apagar el ordenador, desconectar el proyector… No miraba la sala, pero intuía que se estaba quedando vacía porque el rumor de voces y roces era cada vez menor, hasta que prácticamente desapareció y volvió a percibir con claridad el ventilador del portátil.
—Disculpe, doctora García-Brest, pero tengo una pregunta para usted. —Ana alzó la cabeza, sobresaltada; había creído que estaba sola—. Se rumorea que existe un enigmático cuadro atribuido a Giorgione, llamado por algunos El Astrólogo, ¿es eso cierto?
Le llevó unos segundo creerse que era él quien avanzaba desde el fondo de la sala, dando grandes pasos con sus piernas largas. Incluso entornó un poco los ojos pensando que era una ilusión de su vista miope; no podía serlo, llevaba puestas las lentillas. Empezó a ponerse nerviosa, alterada como una quinceañera en plena revolución hormonal. Se irguió y trató de mantener la compostura para responderle con voz firme y académica:
—No es aconsejable hacer caso de los rumores, no hay pruebas de que ese cuadro exista… Aunque yo también he oído que ha sido ambicionado por muchos y, sin embargo, despreciado… por otros.
Alain llegó al final del pasillo, subió a la tarima y pasó al otro lado de la mesa para estar cerca de ella.
—¿Es por eso por lo que estás enfadada conmigo? ¿Por haber despreciado El Astrólogo?
—No estoy enfadada contigo. —Alain sintió alivio al comprobar que lo decía con una sonrisa—. Es más, quizá hiciste lo mejor. Creo que algo oscuro protege a ese cuadro; es mejor mantenerse alejado de él.
—Eso mismo pensaba yo: creí que estaba maldito porque sólo con tenerlo delante me quitó lo que apenas me había dejado rozar con la punta de los dedos. Sin embargo, ya no estoy tan seguro de eso… Ahora, creo que cada uno forja su destino… Ahora, pienso que debo asumir mi responsabilidad y volver a buscar El Astrólogo, pero no quiero hacerlo solo…
Después de su discurso grandilocuente, Alain se medio sentó en la mesa, un poco más cerca de ella, y la contempló con la satisfacción con que se contempla el amanecer después de toda una noche ascendiendo a lo más alto de la montaña.
—Hola —murmuró sin atreverse a decir nada más.
—Hola… —A Ana apenas le llegaba el aire a la garganta. Empezó a girar nerviosamente las sortijas alrededor de los dedos.
—No creas que he venido aquí sólo para escuchar una conferencia excelente y hacerte una pregunta después.
—Ah, ¿no? —Sus latidos se aceleraron.
—Ah, ah —negó además con la cabeza—. En realidad, he venido a invitarte a cenar. Y después, si te apetece, podemos apagar los móviles, subirnos a un dos caballos amarillo y conducir hasta Provenza: había pensado comprarme una casita en mitad de un campo de lavandas. Un sitio tranquilo en el que podamos tumbarnos al sol, contemplar las estrellas, escuchar viejos discos de vinilo y hablar de arte. Un sitio desde donde volvamos a buscar juntos El Astrólogo… Solos tú y yo.
—¿El Astrólogo…? —Ana alzó las pupilas para observarle como si mirara por encima de unas gafas que no llevaba puestas. A Alain se le dispararon los niveles de adrenalina—. Yo sé dónde está. Sarah Bauer lo insinuó: El Astrólogo lo tienen «ellos»…
La tensión arterial de Alain continuaba aumentando, también su respiración y su ritmo cardíaco.
—¿Eso es un sí? —consiguió articular.
—No… —Ana dio un paso al frente, lo acorraló contra la mesa y se puso de puntillas—. Esto es un sí…
Y no tuvo ninguna duda de que aquél era el momento ideal para dejarse llevar por sus ganas de besarle.