Abril, 1944
Bruno Lohse trabajó para el Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg de París entre febrero de 1941 y agosto de 1944. Al finalizar la guerra, fue detenido en Alemania e interrogado por su participación en el expolio de obras de arte pertenecientes a familias judías de Francia. Debido a su buena disposición para colaborar con los investigadores norteamericanos —llegó incluso a testificar en los juicios de Núremberg— fue liberado y puesto a disposición de las autoridades francesas. En 1950, durante el juicio contra los responsables del ERR en Francia, es absuelto por el Tribunal Militar de París. A partir de entonces, trabaja como marchante en Múnich y se convierte en un reputado coleccionista de arte del Siglo de Oro holandés y expresionista. Bruno Lohse murió en marzo de 2007 a los noventa y cinco años de edad.
Bruno Lohse terminó de dar el visto bueno a un inventario y sin perder un segundo se dedicó a la siguiente tarea.
Por suerte, cuando el trabajo no le dejaba ni un minuto para respirar no se detenía a pensar demasiado en lo tedioso que se había vuelto todo aquello. Las colecciones de arte seguían entrando y se seguían acumulando de mala manera en las salas del Jeu de Paume. Los conflictos entre los directivos del ERR, probablemente tan hastiados y desencantados como él, eran cada vez más frecuentes y variados: desde envidias y luchas de poder, hasta líos de faldas y, en menor medida, problemas profesionales. Por otro lado, la mayor parte del personal cualificado había sido llamado a filas y trasladado al frente. Mientras, desde Berlín instaban a que se acelerasen los envíos de las colecciones a Alemania y se pusiese orden en el caos documental y administrativo del Einsatzstab, para lo cual Lohse sólo contaba con un puñado de trabajadores franceses del museo que desempeñaban su labor con una desgana comprensible. Lohse estaba verdaderamente harto. En el momento en que se olió que Robert Scholz, su superior, quería deponerle de su cargo por haber defendido a una puñetera secretaria que luego resultó ser una asquerosa traidora que iba por ahí difamándole, pidió reincorporarse al servicio activo; la petición le había sido concedida, pero un desgraciado accidente de esquí que había sufrido pocas semanas antes, le había obligado a quedarse en París con un tobillo fracturado. Lohse juraba que en cuanto pudiera caminar sin las jodidas muletas se largaría de aquel apestoso lugar.
—¿Doctor Bruno Lohse?
Lohse se volvió. Un par de tipos sin uniforme le miraban aviesamente bajo el ala de sus respectivos sombreros.
—Depende…
—Gestapo de París —se identificaron—. Tenemos que hacerle unas preguntas. Si es tan amable de acompañarnos, herr Doktor.
Georg esperó a que hubiera anochecido para cruzar al Jeu de Paume. Una vez allí, bajó a los sótanos. Al fondo del pasillo, había un pequeño cuarto que se utilizaba para archivar documentación. Normalmente estaba cerrado, pues los archivos que contenían no eran de uso frecuente. Sin embargo, en la oscuridad del pasillo, Georg pudo ver la luz colarse por la rendija de debajo de la puerta. Presionó la manilla, que cedió fácilmente, y la empujó.
—Estaba a punto de marcharme. No tenía claro que hubieras recibido mi mensaje…
Lohse le miraba desde el fondo de la habitación con su habitual gesto burlón, que desdramatizaba hasta las situaciones más tensas. Fumaba sentado sobre unas cajas para documentos, con la pierna enyesada estirada y las muletas a un lado.
—Me pasé a última hora de la tarde por el despacho y vi tu nota.
—Últimamente no es fácil dar contigo…
—Ando aquí y allí. Con mis líos, ya sabes… Ahora trabajo sólo para Himmler… o eso creo. Me han quitado el automóvil oficial, la habitación en el Commodore, la secretaria… y tengo la sensación de que ese cuartucho sin ventanas que uso de despacho no me durará mucho tiempo.
Por un momento, Lohse dejó de sonreír. Aplastó la colilla contra el suelo y miró a Georg con el gesto sombrío.
—Me he enterado de lo de tu hijo… Y no sé qué puedo decir que tenga algo de sentido.
—Lo sé. —Georg apretó los labios en una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Gracias… —Y prefirió cambiar de tema—. ¿Y tú? ¿Qué clase de culo has pateado esta vez, que te ha dejado secuelas tan visibles?
—¿Esto? Un accidente de esquí. Lo otro solamente deja secuelas en mi expediente. Ya sabes que yo procuro no mancharme las manos de sangre… Eso sí, en cuanto me quiten esta puñetera escayola me largo de París. Esto se va al carajo, amigo. El muro se resquebraja y yo no pienso estar debajo cuando caiga, te lo puedo asegurar.
—Una vez acudimos a la sombra de ese muro en busca de cobijo… —reflexionó Georg—. Ahora ya es tarde para escapar.
El semblante de Lohse se tornó tan serio de repente que Georg empezó a sospechar de la gravedad del asunto por el que le había citado.
Bruno Lohse cogió una de sus muletas y señaló una caja frente a él.
—Siéntate, Von Bergheim, y fúmate un cigarrillo conmigo: tenemos mucho de que hablar. Hoy he tenido una agradable conversación con un viejo conocido tuyo, el Kriminalkommissar Hauser.
A Georg no le gustó nada la mención de aquel nombre. Tenía la impresión de que la tormenta, que no veía pero que podía presagiar por los truenos que resonaban en el cielo y el olor a ozono y a tierra mojada, estaba a punto de estallar sobre su cabeza. El comandante se sentó sobre aquel asiento improvisado que Lohse le ofrecía, sacó su pitillera, le pasó un cigarrillo y se quedó otro para él, los encendió y se preparó para escuchar lo que Lohse tuviera que decirle.
—No me voy a andar con rodeos, Georg: quítate cuanto antes ese uniforme y desaparece de París. Van a por ti, amigo, y no tardarán en encontrarte —sentenció al tiempo que lanzaba la primera bocanada de humo contra la desangelada bombilla que colgaba del techo.
—Hauser siempre ha ido a por mí. Desde que puse los huevos sobre su mesa el primer día, me gané su leal e incondicional aversión.
—Ya, pero ahora tiene pruebas más que suficientes para empapelarte. Lleva meses reuniéndolas como una rata. Te has comprometido demasiado ayudando a esa chica judía y les has tocado en donde más les jode. Ahora, el cabronazo planea servirse la venganza en frío.
—¿Qué es lo que sabe?
—Tiene testigos que te han visto con la chica: unos soldados que aseguran que la ayudaste cuando querían detenerla, entre otros. Pero también tiene conductores, camareros, unas enfermeras de la Pitié… Incluso va más allá y pretende acusarte de traición y cooperación con la Resistencia; cree que podrías haber colaborado en la fuga del hospital Rothschild de un preso de Drancy acusado de terrorismo.
De momento, lo que Lohse le contaba no le sorprendía en absoluto. Era fácil adivinar que tarde o temprano Hauser utilizaría todo aquello contra él.
—No habrá intentado salpicarte a ti con todo esto, ¿no? Me refiero al asunto del cuadro falso.
—No, no aludió al tema, y apuesto a que si tuviera algo, no le importaría nada implicarme a mí también. En realidad, sólo me quería por si le podía facilitar más información sobre ti: parece que en los últimos días te ha perdido la pista. Sabe que viajaste a Múnich por lo de tu hijo, pero no está seguro de que hayas regresado a París. También me preguntó por la chica y si os había visto juntos, cuando le dije que no, el muy gilipollas me amenazó con toda clase de estupideces. Creo que intuye que no estoy muy dispuesto a colaborar…
—Está crecido el cabrón…
—No sabes cuánto. Y ahí es donde está el problema, Von Bergheim. Me dijo que ya no podrías esconderte en las faldas del Reichsführer porque el mismo Himmler había ordenado a la Gestapo de París abrir una investigación.
Todos los músculos de Georg se pusieron inmediatamente en tensión.
—¿Himmler?
Lohse asintió.
—Sospecha que has amañado no sé qué coño de informes médicos…
Entonces, Georg comprendió. Comprendió que se hallaba en el fondo de un agujero y que había caído en la trampa caminando hacia ella como un imbécil. Himmler le había dejado hacer hasta tenerlo contra las cuerdas y luego le había mandado a París para acorralarlo en su propio terreno. Con razón no le había concedido la petición de reincorporarse al frente… Ahora, todo encajaba. Había sido un estúpido al creer que sus trucos habían funcionado y un ingenuo al subestimar la astucia del Reichsführer.
—Mira, yo no sé de qué va este lío, Georg. Si es verdad que has hecho todo lo que Hauser dice, estás más chalado de lo que pensaba. Y si no es verdad, Hauser tiene una imaginación de cojones. Pero sea como sea te van a cargar con el muerto. No es broma, Georg, tienes que largarte cuanto antes y cuanto más lejos, mejor. Te acusan de cosas muy serias y no se contentarán con ponerte la cara colorada. Si hay algo que estos tipos no perdonan, es la traición.
Georg escuchaba las palabras de Lohse como un eco lejano en la cavidad de su cerebro. Sí, sí, él tenía que largarse, pero ¿y Sarah? Sarah volvía a estar al descubierto…