Nunca sería un buen momento

Me desperté sobresaltada. Ya había anochecido y seguía lloviendo, el agua tamborileaba en la cubierta del tejado. Encendí la lámpara de la mesilla. Era tarde y Konrad aún no había vuelto. En el móvil, tenía una llamada de Alain.

—Me he quedado dormida… —le confesé al devolvérsela—. Siento… lo de antes…

—No tienes por qué disculparte. Tú no tienes la culpa de lo que él diga o haga… ¿Ha vuelto ya?

—No, todavía no.

—¿Sabe que Sarah es mi abuela?

—Yo no se lo he dicho…

—Mejor así. No quiero que tenga otro motivo para querer partirme la cara.

Aquella simple insinuación me produjo un malestar físico. No estaba la cosa como para bromas.

—Por Dios, Alain, no digas eso…

—¿Por qué? Creo que es evidente que más de una vez se ha quedado con las ganas…

Su insistencia me ponía cada vez más nerviosa.

—No sé… No lo sé… Déjalo ya, por favor… —empecé a titubear, sin saber muy bien cómo zanjar aquello.

Alain debió de darse cuenta de mi agitación porque cambió radicalmente de tema.

—Voy a acercarme a Palma. Un viejo amigo de la universidad tiene un bar en el casco viejo: copas, blues en directo y exposiciones de artistas jóvenes. Lleva años invitándome y nunca pensé que acabaría aceptando la invitación. Supongo que no querrás venir conmigo…

—Sabes que en este momento no se trata de lo que yo quiera…

—Claro… —Lo malo del teléfono es que es engañoso. No fui capaz de averiguar qué había detrás de su tono, si desilusión, resentimiento o, simplemente, resignación.

—¿Volverás esta noche?

—En principio…

—Ya sé que ahora tienes abuela y no soy yo quien debería decirte esto, pero… ten mucho cuidado con el coche si bebes, ¿vale? La carretera no es buena…

—No te preocupes, lo tendré —aseguró seco.

Cuando colgué la llamada me sentía deprimida. Cogí con desgana un libro con la intención ilusa de leer. Konrad, Alain, Sarah, El Astrólogo, PosenGeist… Demasiadas cosas saltaban como pulgas entre línea y línea, revoloteaban como moscas sobre las palabras impresas, serpenteaban como gusanos de una página a otra. Cerré el libro de un golpe. Cerré los ojos. Sólo un segundo… Escuché que la puerta se abría.

Konrad entró como una exhalación, con rumbo fijo hacia la mesa donde se deshizo del contenido de sus bolsillos; ni un reojo hacia la cama donde yo estaba tumbada.

—La vieja no quiere vender… ¡Esa maldita zorra no quiere vender, coño! —El taco fue tan enérgico que sonó por encima de un no menos enérgico puñetazo a la mesa.

Sus gritos me encogieron. Hubiera deseado volatilizarme como un gas y desaparecer de allí. Especialmente cuando se volvió hacia mí hecho una furia.

—Y tú… ¡Tú me has mentido! ¡Me dijiste que no sabías si tenía el cuadro cuando ayer mismo lo viste con tus propios ojos! ¡Me has mentido! ¿Qué coño está pasando aquí?

Tragué saliva y me senté en la cama. Era entonces o nunca porque ya nunca sería un buen momento. Sin atreverme a mirarle, murmurando más que hablando, lancé mi primera ofensiva:

—Ya que hablamos de mentiras, Konrad, dime: ¿qué tienes tú que ver con PosenGeist?

De pronto, la alerta veló su rostro encendido de ira.

—¿Qué…? ¿De qué mierda estás hablando?

Por fin, le miré a los ojos y tuve la sensación de estar mirando a alguien que desconocía.

—Sarah Bauer me ha dicho que si quiero saber lo que es PosenGeist, te lo pregunte a ti…

Su ceño se frunció aún más y las cuencas de sus ojos se oscurecieron hasta que me pareció que se convertían en dos agujeros negros.

—Esa hija de puta… ¡Esa maldita hija de puta te ha llenado la cabeza de gilipolleces! ¡Eso es lo que ha hecho! ¡Te ha puesto en mi contra! ¿Cómo puedes ser tan ingenua y creer lo primero que te cuenta? ¿Cómo puedes ser tan necia y no ver que te está utilizando?

Mover la cabeza fue mi respuesta, no tanto para negar lo absurdo como para mostrar mi incredulidad ante su patética defensa.

—Aún no has respondido a mi pregunta.

Mi calma parecía enervarle aún más. Su rostro enrojecido parecía a punto de estallar.

—¡Ni pienso hacerlo! ¡No pienso dar pábulo a ese disparate! ¡Y tú te comportas como una estúpida al creerla! ¡Tu falta de lealtad es imperdonable! ¡Tú tienes que estar de mi parte, joder!

—¡No puedo, Konrad! ¡No puedo si no sé cuál es tu parte! ¡Si me mientes, me utilizas, me manipulas, no puedo estar de tu parte! —Me puse en pie, completamente indignada.

—Hasta ahora no he hecho más que oírte decir tonterías… ¡Explícate!

—Cuando aquellos tipos nos retuvieron en casa de Alain, me dijiste que habías estado en París y que habías visto nuestro apartamento revuelto. He hablado con la señora que lo limpia: ni el apartamento estuvo nunca revuelto ni tú estuviste nunca allí para verlo. De algún modo sabías que uno de aquellos matones había dicho que iría a casa a buscar los papeles de la investigación, aunque luego no lo hiciera… Y yo no te lo dije…

Curiosamente, aquello no pareció ni cogerle por sorpresa ni tampoco incomodarle.

—¿Y bien? —Casi parecía intrigado por lo que yo tenía que decir.

—Lo sabías porque tú los contrataste. Tú querías que le dieran una paliza a Alain y les pagaste para ello. Por eso no me tocaron a mí, ni fueron a casa a por los papeles… no era eso lo que querían. —Mi discurso se fue acelerando y complicando y mi tono, elevando a medida que mi nerviosismo se acrecentaba—. ¡Casi lo matan, Konrad!

Atónita, contemplé cómo su reacción fue sonreír de satisfacción. Sorteó un sillón y la esquina de la cama para acercarse a mí. Instintivamente me eché hacia atrás, pero no tenía recorrido para huir. Konrad me acarició la mejilla, su sonrisa se tornaba lasciva según avanzaba con la mano por mi cara, mi nuca, mi cuello, mi escote…

—Casi lo matan… —paladeó como si aquellas palabras fueran dulces y sabrosas—. ¿De verdad? Es una lástima que no lo hicieran… Ese tío es sólo un cabrón traidor que quiere quitarme lo que es mío.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Cómo puedes…?

Yo no daba crédito a su regocijo mientras trataba de zafarme de sus manos sudorosas y de sus labios húmedos, de su aliento caliente sobre mi piel. Me invadió una oleada de repugnancia.

—No me toques…, Konrad, déjame. —Me retorcí como una lombriz fuera de la tierra, pero él parecía tener cientos de manos para sujetarme y toquetearme—. Déjame… ¡Que me sueltes! —Me sacudí sus manos con violencia.

Él me miró. Su expresión era perversa; estaba llena de furia y de odio. Me arrojó sobre la cama de un empujón, se sentó sobre mí y me sujetó fuertemente por las muñecas.

—¿Qué haces…? ¿Qué estás haciendo? Konrad, por favor, me haces mucho daño en la mano, aún no está curada… Konrad…

—Así que te duele, ¿eh…? —Se regodeó presionando con más fuerza aún—. Es un justo castigo a tu imprudencia. El dolor te enseñará a no volver a meter las narices donde no te llaman. Ni a intimar con quien no te conviene… Sólo yo sé lo que es bueno para ti, meine Süße… No deberías cuestionarme…

Konrad hundió la cara entre mis pechos y comenzó a frotar su cuerpo contra el mío.

—Konrad… Konrad, ahora no…

Ignorando mis protestas, me levantó precipitadamente el vestido de punto, me bajó las medias y me metió la mano dentro de las bragas.

—¿Qué te pasa, meine Süße…? Si lo estás deseando… Esto te gusta…

—Ahora no… por favor… —murmuré acongojada, pero sin el valor suficiente para mostrar mayor resistencia.

Él se desabrochó el cinturón y los pantalones.

—¿Ahora no…? ¿Por qué ahora no…? Yo decido cuándo… Porque eres mía… De nadie más… —jadeó mientras dejaba un rastro viscoso de sudor y saliva en mi vientre.

Al notar su aliento entre los muslos apoyé las manos en su cabeza para empujarle, pero fue imposible detenerle. Al contrario, de un fuerte tirón me rompió las medias, me abrió las piernas y se arrodilló entre ellas. Mirándome con un gesto amenazante, intentó hablar con la respiración entrecortada.

—Sólo yo puedo follarte… Y sé que te gusta… Te gusta estar debajo de mí y gritar como una auténtica puta… Siempre lo haces, no te resistas ahora…

Konrad se metió la mano en los calzoncillos, se sacó el pene y lo sujetó entre las manos.

—Quiero oírte gritar, meine Süße —dijo antes de ensartármelo.

Una vez que estuvo dentro, dejó caer todo su peso sobre mí y me embistió repetidamente contra el colchón. Con cada una de sus sacudidas, un latigazo me recorría la columna.

—Grita de placer… Grita, meine Süße… Grita… Grita… ¡Gritaaaaaa!

Cuando Konrad se corrió dentro de mí, grité, pero de dolor.

Durante unos segundos permaneció inmóvil; su peso apenas me dejaba respirar. Al fin se levantó. En pie al final de la cama me observaba mientras yo permanecía inerte sobre el colchón. No me quitó los ojos de encima durante todo el tiempo que tardó en volver a abrocharse los pantalones, a remeterse la camisa, a arreglarse el pelo y a enderezarse la corbata. Finalmente, concluyó:

—Así me gusta, meine Süße, que llores de placer… Has estado fantástica… Vales exactamente lo que me cuestas.

Recogió su chaqueta y salió de la habitación.

Una vez que estuve sola, me enrosqué sobre mí misma en un ovillo, y dejé que las lágrimas fluyeran sin contención mientras notaba el semen de Konrad resbalar por la cara interna de mis muslos.

No había conseguido pegar ojo, por eso le oí llegar. A las cuatro de la madrugada y completamente borracho. Se tiró en la cama sin desvestir e inmediatamente se quedó dormido, llenando toda la habitación de un desagradable olor a alcohol rancio.

Abandoné la cama asqueada simplemente de su presencia, me senté en un sillón y esperé a que amaneciera.