Febrero, 1943

En 1942, tras el asesinato de Reinhard Heyndrich, líder del RSHA, a manos de rebeldes checos, el jefe de la Gestapo, Heinrich Müller, autorizó someter a terroristas a «interrogatorios incisivos», aprobando métodos como la privación del sueño y el alimento, el ejercicio físico hasta la extenuación, el maltrato continuado y el confinamiento en celdas incomunicadas. Tales interrogatorios sólo podrían emplearse para obtener información de aquéllos que tuvieran «intenciones hostiles contra el Estado», pero no para obtener una declaración de culpabilidad. La realidad es que las torturas de la Gestapo fueron más allá de estos métodos y estos límites, sin embargo, la orden de Müller es el único testimonio oficial escrito encontrado por los Aliados tras la guerra.

Las últimas cuarenta y ocho horas habían sido angustiosas. Una carrera contra el tiempo y la cordura. Un viaje largo y oscuro hasta París para buscar a Jacob.

Sarah abandonó la zanja al anochecer. Apenas podía moverse a causa del pánico y el entumecimiento. Cuando entró en la casa de Marcel, el alma se le cayó a los pies: todo estaba desordenado, tirado, tratado con violencia. En el dormitorio, la ropa de Jacob había quedado esparcida por el suelo, se lo habían llevado con lo puesto. Sarah se arrodilló a recogerla y a guardarla cuidadosamente en la maleta. Se sentía muy triste, de nuevo mutilada por dentro; cada vez que se llevaban a alguien, se llevaban una parte de ella; como animales carroñeros la dejaban malherida, con las entrañas al descubierto. Lo último que dobló, como si hubiera doblado un paño sagrado, fue la chaqueta de Jacob. Contempló con ternura los codos desgastados y la metió con mimo en la maleta, cerró las correas y, con ella en la mano, bajó al primer piso. Antes de salir a primera hora de la mañana, Sarah había recogido todas sus cosas y las había escondido tras el hueco de la escalera. No lo había hecho con ningún fin, simplemente por ir ganando tiempo, ya que pocas horas después se marcharían. Sin embargo, quizá había sido lo que la había librado de que fueran en su busca, quizá no se habían percatado de que ella también estaba allí.

Lo que sí habían encontrado eran las armas. El cobertizo estaba patas arriba; no había ni rastro de la radio ni de los planos de Marcel. Los compartimentos ocultos del carro estaban abiertos y desvalijados y habían disparado al mulo, que yacía muerto sobre la paja de su establo en medio de un charco de sangre. Que la Gestapo hubiera encontrado las armas era fatal para Jacob y los demás, era la prueba que necesitaban para acusarlos de terrorismo y condenarlos a muerte. No podía perder ni un minuto en emprender el regreso a París y contactar con el resto del Grupo Alsaciano.

Aun violando el toque de queda, cargó con su maleta y la de Jacob y se echó a andar carretera adelante. No le importó lo inconsciente de su actitud, tenía que llegar a la estación de Valençay para coger el primer tren de la mañana; si se veía en la obligación de pegarle un tiro a cualquiera que se interpusiera en su camino, lo haría sin dudarlo.

Pero la suerte estuvo de su parte. En torno al mediodía, llegó a París con sus dos maletas y todas las balas en el cargador de la Luger.

—¡Esto es una puta mierda! ¡Gauloises cantará!

En su cubículo del garaje, Trotsky recibió la noticia con una explosión de ira. Sarah estaba demasiado cansada para ponerse a la altura de sus gritos, sus aspavientos y sus improperios. Sin levantarse de la silla, le replicó con calma:

—No lo hará. Él no es un traidor.

—No es traición, nena, son cojones. Hace falta tener muchos cojones para no darle a la Gestapo el nombre de tu puta madre en un interrogatorio. Y tu amiguito no los tiene. Estamos con la soga al cuello, ¿lo entiendes?

Sin esperar respuesta por parte de Sarah, Trotsky asomó por la puerta del cubículo y empezó a vociferar como un energúmeno.

—¡Vosotros! ¡Empezad a recogerlo todo! ¡Quiero esto limpio en veinte minutos! ¡Hay que largarse!

Como todos le observaban atónitos, sin mover ni un músculo, repitió la orden colérico:

—¡Vamos, coño!

Una vez que hubo comprobado que los demás empezaban a empaquetar las cosas con más desconcierto que orden, él hizo lo propio con todos sus montones de papeles y trastos.

—Yo que tú, guapa, correría a poner el culo a salvo. Es muy posible que sea tu nombre el primero que salga en su agradable conversación con los jodidos boches. A estas alturas ya te estarán buscando.

Sarah se levantó pausadamente, volvió a coger las maletas y abandonó el cubículo en busca de la salida del garaje. Pero no pudo atravesarlo sin que los demás la abordaran inquietos.

—¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por qué tenemos que irnos?

Sin dejar de caminar, Sarah respondió con desgana; no quería hablar, no quería tener que dar más explicaciones.

—La Gestapo ha cogido a Gauloises.

El rumor de una exclamación corrió como un reguero de pólvora. Pero Sarah sólo miraba hacia la puerta, sólo caminaba hacia allí, sólo quería salir.

Gutenberg y Dinamo corrieron a hablar con Trotsky. Marion la agarró de un brazo para detenerla.

—¿Estás bien, cariño?

Sarah se encogió de hombros.

—¿Adónde vas? No andes por ahí sola. Espérame un minuto que me voy contigo.

Sarah miró a su amiga como si no acabara de entender muy bien lo que acababa de decir.

—No, Marion. Voy a ver a Jacob.

Sarah iba a seguir su camino, pero Marion volvió a detenerla.

—¿Tú estás loca? ¡Te cogerán a ti también! ¡Por Dios, Sarah, piensa un poco!

—Tengo que ir, Marion. Tengo que llevarle ropa, no tiene nada que ponerse.

—Pero, chiquilla, ¿qué te has pensado, que está en un hotel? Entra en razón, Sarah. ¡Vas a meterte en la boca del lobo!

—No puedo abandonarle, Marion. Él no lo haría si yo estuviera en su lugar. Él nunca me ha abandonado.

Con un suspiro, Marion se dio por vencida.

—No importa lo que te diga, ¿verdad? Estás decidida a hacerlo aunque sea una locura.

Sarah asintió. Sacó de su bolso una libreta y apuntó una dirección.

—Escúchame, Marion. Si no he vuelto en una semana, ¿le llevarás el cuadro a la condesa? Dile que vas de mi parte.

Marion tomó el papel que Sarah le daba.

—¿Ese horrible mapa?

Sarah no pudo evitar sonreír.

—Sí.

A Marion le parecía que su amiga había perdido la cabeza. Pero no había nada que hacer. Simplemente la abrazó con fuerza, sintiendo que se le hacía un nudo en la garganta.

—Ten mucho cuidado, ¿de acuerdo?

Por toda respuesta, Sarah se sacó la Luger de debajo de la falda y se la puso a Marion en la palma de la mano.

Le habían hecho pasar a una sala de espera. Una sala austera con una bandera del Tercer Reich, unas cuantas sillas y una mesa tras la cual una secretaria tecleaba incesantemente en una máquina de escribir y, de tanto en tanto, la vigilaba por encima de las gafas.

Cuando presentó los papeles en el control, el agente de la entrada llamó a un compañero.

—Dice que viene a ver a Fabrice Renard. Por lo visto es su esposa.

El segundo agente se metió en un despacho y salió al cabo de unos minutos.

—Pásala allí.

La cachearon e inspeccionaron su maleta, esparciendo sin ningún miramiento la ropa de Jacob que con tanto cuidado ella había doblado. Después le ordenaron que la guardara y la acompañaron a la sala de espera.

Sarah estaba nerviosa. Y cuanto más tiempo aguardaba en aquella sala, más aumentaba su nerviosismo. Aparentemente, todo iba bien. No entendía por qué no conseguía tranquilizarse. Tal vez fuera el continuo golpeteo de las teclas lo que la estaba sacando de quicio, o aquella maldita bandera.

—¡Pauline Renard!

Un agente gritó su nombre desde la puerta. Sarah se puso en pie como accionada por un resorte. Con las dos manos asía fuertemente la maleta mal cerrada.

—¡Venga conmigo!

Atravesó pasillos interminables, angustiosamente similares y cada vez más solitarios a medida que se adentraba en las entrañas del edificio de la rue des Saussaies. Bajó escaleras que parecían llevar al mismo infierno y cruzó puertas cada vez más gruesas y repletas de cerraduras. Cuando empezaba a tener la sensación de que aquello era un laberinto que no conducía a ninguna parte, la introdujeron en una habitación. Se trataba de un pequeño cuarto sin ventanas, prácticamente vacío; una bombilla colgaba del techo sobre una única silla atornillada al suelo y en una esquina había una mesa con un teléfono. En realidad, parecía una celda. A Sarah le entró el pánico.

—¿Qué sucede? ¿Dónde estamos…? ¿Dónde está mi marido…? ¡Quiero ver a mi marido!

—¡Cállese y siéntese!

El agente la empujó por los hombros hasta tirarla sobre la silla y se colocó tras ella, vigilante.

En ese instante, entró otro hombre que marcó un número en el teléfono.

—Todo listo —dijo a través del auricular. Colgó y se colocó junto a la puerta.

Para entonces, Sarah estaba muerta de miedo. El corazón le latía con fuerza y había comenzado a sudar aunque allí hiciera mucho frío. «Vas a meterte en la boca del lobo». Las palabras de Marion se repetían incesantemente en su cabeza.

De pronto, se abrió la puerta de la celda. Pegada a su silla por el terror y confundida por la escasa luz de aquel zulo, Sarah vio cómo dos hombres metían a empujones un cuerpo retorcido y lo colgaban de las esposas a un gancho en la pared. Sólo cuando aquel hombre levantó la cabeza para mirarla pudo reconocerlo.

Estuvo a punto de gritar su nombre, pero afortunadamente se lo tragó.

—¡Dios mío!, ¿qué te han hecho?

Quiso abalanzarse hacia él para sujetarle entre sus brazos. Los guardias se lo impidieron.

—¿Por qué la mujer no está esposada? —preguntó otro hombre, vestido con uniforme de oficial de las SS, que llegaba en ese momento—. ¡Espósenla inmediatamente!

—Sí, Kommissar.

Jacob se revolvió en su colgadero mientras que un gruñido parecido a un «no» fue todo lo que pudo emitir.

Sarah apenas se resistió mientras la esposaban a la silla; prácticamente no oyó el clic de los cierres ni sintió el frío del acero en torno a sus muñecas. No podía dejar de mirar a Jacob, su rostro hinchado, deforme y cubierto de sangre, su cuerpo herido y amoratado. Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas.

—Dime algo… Háblame, por favor… —le rogó entre sollozos un signo de vida.

—No debes estar aquí… —Jacob consiguió sacar un hilo de voz entrecortada—. Tienes que marcharte…

—Bien, bien, bien. —La voz del oficial alemán, que sonaba dolorosamente vigorosa en comparación con la de Jacob, producía un eco en aquellas cuatro paredes—. Señora Renard, aquí tiene a su marido. O… tal vez no —añadió a la vez que se agachaba para mirar a Sarah a los ojos: su mirada era negra y penetrante, pretendía intimidar.

Como la muchacha permaneció en silencio sosteniéndole la mirada, terminó por sonreír de forma diabólica y volvió a incorporarse para iniciar un paseo teatral por la estrecha celda; no menos teatral fue su declamación.

—Hace bien en no llevarme la contraria. No hay tales señor y señora Renard. O, al menos, ustedes no lo son. Sus papeles son falsos y lo sabemos. Este hombre tiene razón —afirmó señalando a Jacob—. No debió usted venir aquí… con papeles falsos. No está bien mentir a la policía. A pesar de todo, nos ha pedido ver a su esposo y nosotros hemos cumplido. Ahora, deberá usted decirnos su verdadero nombre.

El Kriminalkommissar se encaró de nuevo con Sarah.

—Dígame, ¿cuál es su nombre?

Sarah apretó los labios y se tragó las lágrimas. Le sostuvo la mirada al alemán mientras oía cómo su amigo retorcía su cuerpo y con él las cadenas, mientras creía entender, por sus palabras deformes, que no dijera nada.

—¡Hagan callar a ese hombre!

Los asistentes se apresuraron a cumplir sus órdenes y amordazaron a Jacob. Sus ininteligibles murmullos se convirtieron entonces en apenas un rumor ronco.

—Se lo diré por última vez: ¿cuál es su verdadero nombre?

Con la mirada llena de ira, Sarah contestó:

—Pauline Renard.

El Kommissar se irguió para contemplarla con dureza desde su altura.

—Es una lástima que no quiera colaborar con nosotros, fräulein. Es una lástima siendo usted tan bella.

Sin más explicaciones, se dio media vuelta.

—Pueden empezar, Huber —ordenó al Kriminalassistent encargado del interrogatorio—. Avísenme cuando hayan terminado.

El Kommissar abandonó la celda. No tenía ningún interés en presenciar el interrogatorio. En realidad, aquellas situaciones le ponían del revés. Las sesiones de tortura siempre acababan por producirle náuseas. Además, aquella mujer era verdaderamente hermosa. Sería un episodio bastante desagradable.

El Kriminalassistent Huber tomó el control de la situación.

—Quítenle la mordaza al detenido.

Cuando los agentes hubieron obedecido, se dirigió a los rebeldes en un francés casi perfecto:

—Escúchenme bien porque sólo lo diré una vez. Esto puede ser rápido y sencillo. Todo depende de ustedes. Como ya he comprobado que no están muy dispuestos a colaborar, emplearé otra estrategia.

Huber se volvió hacia Sarah:

—Empezaré por usted. Me dirá su nombre cuando yo se lo pregunte. Mire bien a su esposo… o quien sea. Si no responde a mis preguntas, el agente Schwarz verterá ácido sobre sus heridas, y el agente Backe le golpeará con una vara allí donde más dolor le pueda causar…

—¡No! ¡No digas nada! ¡No me mires! —Jacob prorrumpió en exclamaciones que querían ser gritos pero sus fuerzas daban para poco.

—¡Silencio o volveremos a amordazarle!

—¡No me mires! ¡No lo hagas! ¡No…!

Los policías volvieron a acallarle con la mordaza.

Huber miró a Sarah.

—¿Cómo se llama?

Por toda respuesta, Sarah cerró los párpados fuertemente y volvió la cara. Pero el policía que la custodiaba se la sujetó entre las manos y le enderezó el cuello.

El Kriminalassistent sacó un encendedor, prendió la mecha y se la acercó a los ojos cerrados.

—Si no abre los ojos, me veré obligado a quemarle los párpados —amenazó con una calma sádica.

Sarah abrió los ojos y la llama junto a ellos la cegó momentáneamente, hasta que Huber apartó el mechero. Frente a ella recuperó la imagen desoladora de Jacob.

—¿Cómo se llama?

Sarah temblaba y sudaba, se mordía los labios con intensidad. Jacob movía la cabeza. Le había dicho que no dijera nada.

Huber hizo una señal. Un policía acercó la bombilla a Jacob hasta que la luz dibujó cada una de sus heridas. A Sarah se le contrajo el estómago. Lo siguiente que vio fue cómo una vara de metal le golpeaba en la entrepierna. El golpe retumbó en la habitación. Jacob pareció quedarse sin respiración, pero no emitió el más leve sonido. Entonces, el agente Schwarz le vertió unas gotas de ácido sobre las heridas de la cara. La sangre pareció hervir al contacto con el ácido y el siseo del hervor fue lo único que se oyó porque Jacob continuó mudo.

Sarah gritó que parasen hasta dejarse la garganta. Luchó contra sus esposas hasta clavárselas en las muñecas y forcejeó con la silla que la retenía hasta hacerse daño en las rodillas. Cuando ya no hubo remedio, cayó abatida entre lágrimas de rabia y desesperación. Su guardián volvió a levantarle la cabeza tirándole del pelo.

—Quizá ahora se lo haya pensado mejor y quiera decirme de una vez por todas su verdadero nombre.

Sarah miró a Jacob: con un movimiento constante de cabeza negaba reiteradamente. Después, dirigió la vista a Huber. Se lo quedó mirando muy fijamente durante algunos segundos y, entonces, le escupió.

Huber no estaba lo suficientemente cerca como para que la saliva le salpicase. No obstante, la inconsciente osadía de la mujer azuzó su sadismo.

—¡Backe! ¡La gasolina!

A Sarah le entró el pánico.

—¡No! ¡No! ¿Qué van a hacer?

Huber ni siquiera la miraba, ni mucho menos pensaba en responderle. Se regodeaba en contemplar cómo Backe rociaba con gasolina el torso de Jacob. El olor a combustible saturó el lugar. Cuando Sarah vio a Backe acercar una llama al cuerpo del muchacho, comenzó a gritar como una posesa.

Los gritos desgarrados de Sarah, el fragor de las llamas quemando su propio cuerpo y el dolor insoportable: no podía haber nada más parecido al infierno. Jacob sólo deseaba morir o, al menos, desmayarse. Creyó que podría soportarlo, creyó que sería capaz de resistir el dolor en silencio para ayudar a Sarah, pero cuando las llamas comenzaron a quemar su cuello, un grito salió desde el fondo mismo de sus entrañas, un aullido que pareció resquebrajar las paredes de aquel nicho.

Sarah no pudo contenerse por más tiempo y tras el grito de Jacob ella también gritó:

—¡Sarah! ¡Sarah Bauer!

Huber sonrió satisfecho. Tomó una manguera del suelo y disparó un chorro de agua contra el cuerpo incandescente del detenido. No podía consentir que muriese, pero a la vez que sofocaba las llamas, aprovechó para levantar con el chorro la piel reblandecida de aquel francés asqueroso: el muy cabrón era duro de pelar.

Cuando el sonido del agua cesó, dio paso a los gemidos de dolor de Jacob y al llanto de Sarah, y por debajo sólo dejó el rumor de unas gotas chorreando desde el cuerpo del muchacho hasta el suelo de hormigón, como el repiqueteo de la lluvia sobre la acera.

—Me satisface comprobar que podemos ir avanzando —se congratuló Huber al tiempo que volvía a quitar la mordaza al detenido.

Sarah contempló desolada a Jacob. Su ropa estaba casi completamente carbonizada y su piel en carne viva, aún humeante. A duras penas, su amigo alzó la cara para devolverle la mirada. Libre de la mordaza, hubiera querido hablarle, pero el pecho le quemaba y el humo parecía haberle obstruido los pulmones. Apenas le llegaba el aire. El mero esfuerzo de toser le sacudió el cuerpo como un latigazo. Jacob se afanaba en articular palabras pero de su garganta sólo se escapaban estertores.

Al ver que no podía hablar, Huber ordenó que lo bajaran de la pared y lo sentaran en una silla. Como apenas si podía sostenerse, lo ataron al respaldo. Las cuerdas se le antojaron como cuchillas en su piel abrasada. Le dieron un poco de agua, pero la vomitó.

—Por favor —sollozaba Sarah—, déjenme ir junto a él. Tienen que tumbarle y curarle las heridas o morirá. Por favor… Por favor…

Huber se volvió y la abofeteó con el dorso de la mano. La bofetada dejó a Sarah aturdida. Apenas notó el hilo de sangre que bajaba desde la comisura de sus labios; el anillo de Huber se los había cortado, pero lo que en realidad le dolía era el golpe. Por un momento, creyó que le había partido la cara.

—¡Cállate, zorra! ¡Mira lo que has conseguido! ¡Ahora este cabrón no nos sirve para nada!

Huber era consciente de que se le había ido la mano. El detenido se hallaba en un estado en el que era imposible continuar con el interrogatorio. Aunque torturaran a la chica, él no podía hablar y si seguían torturándole a él, probablemente moriría.

—¡Avisa al Kriminalkommissar! —le gritó a uno de los policías.

El oficial de las SS no tardó en volver a la celda. Un tufo asqueroso a pelo y carne quemada le golpeó la nariz nada más entrar. Miró de reojo al detenido y no pudo evitar un gesto de desagrado. Sin embargo, comprobó complacido que la chica estaba prácticamente intacta: no tenía ganas de más visiones nauseabundas, bastante tenía con aquel hedor que le estaba revolviendo las tripas. Deseando acabar con aquello cuanto antes abordó a Huber:

—¿Qué es lo que tiene?

—Poco, Kommissar. La chica es dura, casi hemos tenido que matarle a él para que nos dijera simplemente su nombre.

—¿Y para esto me hace venir? —El Kommissar empezaba a impacientarse—. ¿Cómo demonios se llama, Huber? No tengo todo el día…

—Sarah Bauer, Kommissar.

El gesto del Kommissar mudó de repente. Del hastío pasó al interés.

—En realidad, Kommissar, necesito que me dé instrucciones sobre si debo seguir o no con el interrogatorio —continuó Huber con su perorata—. Ese hombre no puede hablar…

Pero el Kommissar, ignorando a su subordinado, se acercó a la muchacha y buscó de nuevo sus ojos felinos.

—Sarah Bauer, ¿eh? ¿De verdad eres tú Sarah Bauer?

Sarah levantó lentamente la cabeza y le devolvió un rostro cubierto de lágrimas pero feroz.

—No me harán decir una sola palabra más. Pueden torturarme hasta matarme como han hecho con él, pero moriré sin decir ninguna otra palabra más. Se lo juro por Dios —blasfemó Sarah presa del odio y del pánico.

El Kommissar sintió cómo se excitaba con la rabia que aquella mujer destilaba entre los dientes. Si por él fuera, no la torturaría; se la follaría y punto.

Haciendo un gran esfuerzo de contención, volvió a dar su enésima orden del día:

—Avisen al Kriminalkommissar Hauser. Creo que le gustará saber a quién hemos encontrado.

—¿Qué hacemos con él, Kommissar? —quiso saber Huber refiriéndose a Jacob.

—Sáquenlo de aquí y métanlo en su celda. Si no lo han matado, tendrán que esperar a que se recupere para poder continuar con el interrogatorio.

—¡Cállate, perra judía! ¡Bastante tengo con estar en este agujero como para encima tener que escuchar tus alaridos de hiena! —bramó su celador al otro lado de la puerta.

Pero Sarah siguió gritando. No había dejado de hacerlo desde que se habían llevado a Jacob; aullaba como si estuviera privada de razón. Sólo cuando el agotamiento la venció, cesaron sus alaridos y cayó en una especie de letargo.

En la absoluta oscuridad y el silencio de la celda, perdió la noción del tiempo. Podían haber pasado horas o días antes de que entraran esos hombres a buscarla, no lo sabía. Como tampoco hubiera podido reconocer el camino que la obligaron a seguir a empujones por el laberinto de escaleras y pasillos de aquel edificio. La luz la cegaba, los sonidos la confundían; se sentía aturdida y fuera de sí.

La introdujeron en lo que le pareció un despacho. Era más funcional que elegante, pero estaba bien amueblado, con mesas y sillas de madera noble. Había maceteros con plantas, estanterías llenas de libros, una fotografía de Hitler y un sofá bajo la ventana. Sarah se fijó en que era de día y llovía copiosamente. Volvieron a sentarla esposada a la silla, pero no se trataba de una de barras de hierro como la de la celda, esta otra era amplia y cómoda, con un gran respaldo, un mullido asiento de piel y reposabrazos. De pronto se sintió mejor. La habitación, además, estaba seca y caldeada, y el calor acarició sus miembros entumecidos. Hubiera podido dormirse, descansar durante horas y quizá no despertar nunca más…

El sonido de la puerta a su espalda la sobresaltó. Sarah giró la cabeza para echar un vistazo por encima de los hombros.

—Hola, Sarah.

Fue entonces cuando se quedó estupefacta. Llegó a pensar que al final sí que se había dormido y que estaba soñando. Pero la imagen del comandante Von Bergheim cruzando el despacho con su característica cojera parecía demasiado real.

Georg también se quedó impresionado de verla en aquel estado: demacrada, famélica y con una herida que aún le sangraba en la boca. Aquella mujer no tenía nada que ver con la muchacha alegre y despreocupada que había conocido en Estrasburgo.

—Pero ¿qué te han hecho, chiquilla? —preguntó con dulzura, intentando enmascarar la cólera que le producía verla así. Tendría que hablar muy seriamente con el cretino de Hauser.

Sarah permaneció en silencio. Le miraba como un animal enjaulado, con una mezcla de temor y furia en los ojos. Georg llevó la mano a la barbilla de la chica para alzarle el rostro y poder ver mejor la herida de su boca. Pero ella apartó la cara con un brusco movimiento. Al hacerlo, notó que se le iba la cabeza, que todo le daba vueltas alrededor.

—¿Cuánto tiempo llevas sin comer?

Sarah cerró los ojos. Continuó muda. Sin mirar, creyó sentir que Georg se dirigía a la puerta y la abría. Aún tenía los ojos cerrados mientras le escuchaba hablar con alguien de fuera.

—Hagan el favor de traerme un botiquín y comida.

—¿Comida, Sturmbannführer?

—Sí, comida y bebida. Traigan algo de sopa y carne… Algo caliente… Y pan… No sé, búsquese la vida, que no le estoy pidiendo tomar las islas del Canal. Quiero aquí una bandeja con lo mismo que vaya a comer usted hoy. ¡Y rápido!

—Sí, Sturmbannführer.

Antes de que Georg cerrara la puerta, llegó otro agente con lo que por lo visto parecía la petición más sencilla de satisfacer: el botiquín.

De nuevo a solas, Georg inició su conversación unidireccional con la muchacha.

—Tienes que dejarme que te cure esa herida, Sarah. Si vuelves a girar la cabeza te desmayarás, ¿entiendes? Confía en mí, yo no te haré daño.

Le habló como le hablaba a su pequeña Astrid cuando la niña se ponía rebelde y él quería ganársela. Mientras, empapó un algodón en agua y alcohol.

—Esto te va a escocer un poco. No te muevas.

Sarah apenas encogió los labios mientras Georg pasaba suavemente el algodón por su herida hasta que estuvo limpia. Como no parecía un corte muy profundo, sólo le aplicó un poco de yodo. Después, le abrochó los primeros botones de la blusa y la chaqueta.

—Ya está, Sarah. Ahora, escúchame bien: voy a quitarte las esposas, pero tienes que prometerme que no harás ninguna tontería.

Ella seguía mirándole con los ojos muy abiertos. Todavía tenía el aspecto de un animal, ahora más asustado que fiero, más receloso que amenazador.

—Haremos una cosa —le propuso mientras abría la funda de la pistola que colgaba de su cinturón—, dejaré mi arma sobre la mesa.

El acero de la Sauer 35 golpeó suavemente contra la madera.

—Si tú confías en mí, yo confío en ti —aseguró mientras le abría las esposas.

Al verse libre, Sarah notó que apenas podía mover las muñecas. Le hubiera gustado masajeárselas, pero las tenía en carne viva. Georg también se las curó y se las vendó. Terminaba de asegurar el último vendaje con esparadrapo cuando llamaron a la puerta: traían la comida.

Estaba decidida a no probar bocado, pero cuando el comandante Von Bergheim le puso la bandeja delante, el simple aroma de los platos calientes le hizo sentirse mareada y comenzar a salivar. Había sopa de pollo con fideos, ternera en salsa con puré de patatas y compota de pera. El estómago se le retorció y crujió escandalosamente. Si no comía, con toda esa comida delante, seguro que se desmayaría.

—¿No comes? ¿Es que no puedes manejar los cubiertos?

Sarah dio los primeros síntomas de un ser humano al asentir. Cogió lentamente los cubiertos y comenzó a devorar. Intentó ser comedida, comer despacio, como su madre le había enseñado, pero no pudo: a cada bocado que daba, su cuerpo parecía pedirle el siguiente sin demora, sin dejarle tiempo de masticar o de saborear. Su cuerpo, en aquel instante, no entendía de educación o de deleite, sólo necesitaba alimentarse. Ignoró que el comandante Von Bergheim la estuviera contemplando atentamente y engulló cada plato en pocos minutos como un pavo hambriento. Al terminar, el comandante retiró la bandeja.

Apoyado en la mesa, casi sentado en su borde, siempre un poco por encima de ella, Georg la miró con cierto aire paternalista.

—¿Querrás hablar ahora conmigo, Sarah Bauer?

Bajar los párpados para rehuir su mirada fue la respuesta de ella. Georg nunca pensó que sería fácil, podía entender la actitud de la chica.

—¿Qué ha pasado, Sarah? ¿Por qué te han hecho eso?

Ella alzó lentamente la cabeza y sonrió, sonrió todo lo que las heridas de su boca y de su alma le permitieron. En su sonrisa hubo tanto desprecio y tanta amargura que Georg se alarmó: con la sombra de aquella mueca oscura, su rostro parecía haberse transformado en el de otra persona.

—¿Por qué? —repitió ella. Al hacerlo, su voz sonó ronca y desgastada después de tanto tiempo de aullar en aquella celda—. ¿Me pregunta a mí por qué, comandante Von Bergheim? ¿Es que hay un motivo para toda esta locura? ¿Existe alguna razón para que los suyos me hayan torturado? ¿Hubo algún motivo para que usted hiciera trizas mi vida? En realidad, creo que yo debería preguntárselo, comandante: ¿por qué me han hecho ustedes todo esto?

Georg sabía que no sería fácil, pero nunca pensó que el encuentro fuera a escocerle en sus propias heridas aún abiertas. Las palabras de Sarah entraron en ellas como un ácido, pero él intentó mantener la compostura.

—Sólo quiero ayudarte, Sarah. Debes creerme.

—Entonces, devuélvame a mi padre y a mi madre, a mi hermana y a mi hermano. Devuélvame mi vida, la que yo tenía antes de que usted entrara en nuestra casa.

—Yo no quiero hacerte daño. Nunca quise hacértelo, ni a ti ni a tu familia. Algo que debía haber sido muy sencillo se complicó de forma inexplicable. Ahora, ni yo mismo sé qué hacer para dar marcha atrás… Algunas cosas ya no pueden cambiarse.

Georg suspiró. ¿Qué estaba haciendo? ¿Se estaba justificando…? Quería llevar aquel asunto con más razón que corazón. Quería ser un buen alemán, que sirviera a su patria y a su Führer hasta la muerte, como rezaba su juramento de Leibstandarte. Meine Ehre heißt Treue, la lealtad es mi honor. Quería dejar a un lado sus angustias personales y sus sentimientos de culpabilidad, quería ser fiel a su cometido. Un oficial de las SS jamás se justificaba ante el enemigo… Pero ¿acaso era aquella muchacha su enemigo? ¿Qué clase de enemigo era aquél?

Sarah estaba desconcertada. Aquel hombre la desconcertaba. Parecía un nazi, un nazi hijo de puta como todos los demás: vestía como ellos, hablaba como ellos, usaba sus mismos símbolos y sus mismos gestos. Sin embargo, había algo diferente en él, alguna cosa que no estaba a la vista, pero que de cuando en cuando asomaba como el sol entre las nubes: en la forma en la que se comportaba, en la comprensión que había en sus ojos o en cómo le había curado las heridas; en aquel «Es reicht!» con el que cada noche despertaba de su pesadilla. Había muchas cosas en el comandante Von Bergheim que Sarah no entendía.

Ella también suspiró como si se hubiera dado por vencida. Estaba cansada, demasiado cansada.

—¿Qué es lo que quiere de mí, comandante?

Se mostró tan triste y abatida, tan deshecha, que a Georg le hubiera gustado acariciarle las mejillas para reconfortarla y asegurarle que todo iba a salir bien, que él podía hacer que todo saliera bien. Pero mentirle le pareció ruin y acariciarla… audaz. La verdad, tanto como la distancia, le venían impuestas, por muy desagradables que a él pudieran parecerle.

—Quiero saber dónde está El Astrólogo. Dímelo y dejaré de molestarte.

Sarah movió la cabeza apesadumbrada.

—Apenas puedo creer lo que me está pidiendo. Apenas puedo creer nada de lo que está ocurriendo. Ser francés, judío o un maldito cuadro son motivos suficientes para destruir la vida de las personas. ¿Qué locura es ésta? —Como no pretendía obtener respuesta a su pregunta, continuó hablando—. Yo no tengo ese cuadro, ni sé dónde se encuentra. No sé dónde se encuentra nada ni nadie de lo que tenía antes de conocerle a usted…

Unos golpes en la puerta la interrumpieron. Ambos se sobresaltaron.

—¡Pase! —gritó Georg desabridamente.

El Kriminalkommissar Hauser abrió la puerta y permaneció en el umbral sin adentrarse en la habitación.

Sturmbannführer Von Bergheim, me gustaría hablar con usted a solas.

Georg se incorporó con pereza, recogió la pistola de la mesa y se la guardó en la funda.

—Ahora vuelvo —le dijo a Sarah—. Sólo serán unos minutos.

Cuando salió por la puerta, Hauser ordenó a dos guardias que permanecieran en el despacho mientras se preguntaba si el comandante era tan insensato como para haber tenido la intención de dejar a la detenida sola y sin esposar.

Una vez en el pasillo, Georg se acercó a la ventana y sacó su pitillera.

—Lo siento, Sturmbannführer, aquí no se puede fumar —le advirtió Hauser para después añadir con una sonrisa taimada—: La prohibición afecta a todas las instalaciones del RSHA…

Georg no formaba parte del Reichssicherheitshauptamt, la Oficina Central de Seguridad del Estado. Pensó que si le salía de los cojones fumar, lo hacía, y Hauser no era quién para impedírselo. Sin embargo, se mordió la lengua y guardó la pitillera sin dignarse replicarle.

—¿Qué es lo que quiere, Hauser?

—Parece ser que hemos encontrado a la mujer, ¿no es así?

Georg ya sabía que Hauser no acostumbraba a tomar el camino más corto: todo en él era retorcido y sibilino. Quería colgarse la medalla y que él se lo reconociera.

—Ustedes los de la Gestapo siempre hacen su trabajo, de eso no hay duda —fue todo lo que Georg le concedió—. Incluso cuando se les pide expresamente que se abstengan de hacerlo. Creo que dejé bien claro que no quería que tocasen a la chica.

Hauser se encogió de hombros sonriente, estaba disfrutando con aquello.

—Por lo visto se presentó aquí con papeles falsos y se negaba a dar su verdadero nombre. En cualquier caso, tendrá que reclamar a los de la D1, ellos la detuvieron —señaló refiriéndose al departamento de la Gestapo encargado de los oponentes al régimen en los territorios ocupados.

Antes de continuar hablando, Hauser se quitó las gafas y las limpió cuidadosamente.

—Precisamente de esto quería hablarle. Verá, Sturmbannführer, me hallo en una situación comprometida con los de la D1. Acusan a la mujer de colaborar con terroristas. Parecer ser que es la esposa de uno de ellos…

Georg no pudo evitar mostrarse sorprendido.

—¿Esposa?

—Eso dice ella. Aunque con esta gentuza nunca se sabe: mienten más que hablan. La cuestión es que no les ha hecho ninguna gracia tener que ceder a un detenido. Quieren saber qué piensa usted hacer con ella y continuar lo antes posible con su… procedimiento.

—Es muy sencillo, Hauptsturmführer: terminaré de hablar con ella y la pondré en libertad.

Hauser enarcó exageradamente las cejas: se mostró teatral a la hora de mostrar su asombro.

—¡No hablará en serio, Sturmbannführer! Hay decenas de razones para mantenerla en prisión: terrorismo, oposición al Reich, falsificación de documentos… Eso sin contar con que es judía. —El Kommissar movió la mano en señal de absoluta desaprobación—. Permítame que dude de su forma de actuar, Sturmbannführer Von Bergheim. No sé qué es lo que pretende de esa mujer, pero no lo conseguirá invitándola a comer, se lo aseguro. A esta gente hay que tratarla con mano dura.

—Francamente, Hauptsturmführer Hauser, no tengo ninguna intención de discutir mis métodos con usted. La Gestapo ya ha hecho su trabajo, lo que se haga con la detenida no es asunto suyo, ni siquiera mío, es asunto del Reichsführer Himmler, y que se libere a Sarah Bauer es su deseo y su mandato.

Hauser entornó los ojos hasta casi hacerlos desaparecer tras el reflejo de los cristales de sus gafas. No era del tipo de personas que se dejaban embaucar. Con una calma que parecía afilar cada una de las sílabas que pronunciaba, miró fijamente a Georg y sentenció:

—En ese caso, necesito ver una orden directa y explícita del Reichsführer al respecto. La mujer no saldrá de aquí sin ella.