¿Por qué Von Bergheim buscó el cuadro en la colección Bauer?

Finalmente, fue Alain quien puso tanto la casa como la cena. Era de esperar. Yo no solía acercarme a la cocina más que a meter la cera de depilar en el microondas. En cambio, Alain resultó ser un cocinero devoto al que le gustaba cacharrear por puro entretenimiento. Fue de sentido común sustituir el huevo frito que yo proponía, y que probablemente hubiera destrozado al freír, por un plato de calabacines salteados con queso de cabra, seguido de pescado en papillotte con jengibre y lima, y frutos rojos con chocolate para postre.

Yo me limité a poner la mesa, que es lo que hacemos los que tenemos alergia a la cocina. Mientras extendía el mantel, aproveché para mirar alrededor. A primera vista, o mejor dicho, a primera sensación, concluí que Alain tenía una casa que resultaba agradable de un modo indefinido, por un motivo indefinido.

No era una habitación de adolescente elevada a la potencia de apartamento de soltero; la mayoría de ellos lo son, lo que se traduce en una convivencia extraña entre los pósters de Queen y el sofá de piel de Divatto, una acumulación sistemática de ropa sin lavar sobre las sillas de Philippe Starck, la presencia ineludible de la extrañamente atractiva para los hombres lámpara de lava y el protagonismo indiscutible de la televisión: de plasma y, por supuesto, grande, grandísima, no menor de cincuenta pulgadas (de hecho, estoy convencida de que los hombres deciden comprarse una casa con el único objeto de albergar un televisor). Por supuesto, en el apartamento de Alain no faltaba el plasma de cincuenta pulgadas —no hubiera sido un hombre de lo contrario—, pero me llamó la atención que todo estuviera limpio y ordenado, lo cual ya es mucho decir de un apartamento de soltero, incluso de soltera…

—Se nota que hoy ha estado aquí Belinda: el aire huele a Mister Proper… y ha vuelto a esconderme el rallador —farfulló Alain desde la cocina como si me hubiera leído el pensamiento.

Bueno, puede que la limpieza y el orden fuesen mérito de la asistenta angoleña que iba dos veces por semana a limpiar su casa. Aun así, aquel lugar tenía algo que lo hacía cálido y acogedor. No se trataba exactamente de una decoración cuidada y exquisita, no había velas, ni flores, ni almohadones conjuntados, ni ninguna de esas cosas que nos gusta poner a las mujeres en casa. Tal vez fueran los libros, que rebosaban de las estanterías y se apilaban en las esquinas en equilibrios imposibles. O, a lo mejor, las revistas de arte abiertas sobre la mesa. Incluso podría tratarse de las fotografías en blanco y negro de algunos rincones de París, diseminadas sobre muebles de Ikea que parecían llevarse bien con las antigüedades de los mercadillos provenzales.

Pero lo que hizo que me olvidase definitivamente de poner la mesa fueron los dibujos. Había decenas de ellos: en las esquinas, sobre el suelo, colgados de la pared, con marco o sin él, enrollados o desplegados. Dibujos de carboncillo y sanguina, preciosos bocetos del cuerpo humano, de una fachada neoclásica, de una escena en el parque; apuntes de un instante en luces y sombras. Y, abajo, en las esquinas del grueso papel verjurado, cuatro líneas que eran dos letras: AA.

—Esto ya casi está. ¿Cómo va esa mesa?

La voz de Alain se confundía con el chisporroteo de las verduras en la sartén y un aroma delicioso ya había precedido a su anuncio.

—Mal —confesé—. Me estoy dedicando a curiosear. No sabía que dibujases… tanto.

Se asomó por encima de la barra de la cocina americana. Mientras se limpiaba las manos con un trapo, me observaba revolver entre sus dibujos.

—¿Te gustan?

Me detuve en uno de ellos. Lo cogí cuidadosamente por los bordes, evitando rozar el carboncillo y manchar el papel. Era un apunte inacabado de la escultura de Antonio Cánova, Cupido y Psique: un detalle de la caricia de Cupido sobre la mejilla de Psique.

—Sí… —murmuré—. Mucho.

Alain sonrió y volvió a sus fogones.

—Llueve otra vez…

Alain, que estaba en la cocina, no habría podido oírme con el rugido cavernoso de la Nespresso.

Me cerré la chaqueta y crucé los brazos. Hacía frío junto al balcón desde el que miraba caer las gotas de agua a la luz de las farolas. La rue de Montorgueil estaba desierta, sólo el neón verde de la frutería vietnamita, que permanecía siempre abierta, brillaba sobre el pavimento mojado.

—¿Llueve? —preguntó al venir y verme asomada a la ventana.

Asentí.

Alain apoyó la bandeja con los cafés sobre la mesa, apagó los focos del techo y encendió unas lamparitas. El ambiente se volvió cálido e íntimo como el aroma del café. Me acurruqué en la esquina del sofá mientras Alain ponía un disco en un viejo tocadiscos. Oír la aguja recorrer los surcos del vinilo antes que la voz de Tony Bennett me hizo retroceder en el tiempo, me dio calorcito y me acarició el espíritu con un guante de terciopelo.

Jamás, en aquel estado de ingravidez y deleite en el que me hallaba, se me hubiera ocurrido hablar de la investigación… de no ser porque Alain sacó el tema repentinamente mientras me extendía una taza de café.

—¿Y si hubieran destruido el cuadro?

Tardé un poco en descender al mundo de los mortales.

—¿Cómo?

—Sí. Según el diario de Delmédigo, Pico della Mirandola debía convencer a Ficino y a Giorgione de que había que destruir El Astrólogo. ¿Y si lo logró? Von Bergheim habría perdido el tiempo y nosotros también.

—No lo creo. Ten en cuenta que nosotros nos estamos basando en este pequeño fragmento de un diario, pero los nazis tenían una carta, la carta entre el conde Pico y Delmédigo que ha desaparecido, quizá con mayor información… —Acerqué los labios al borde de la taza y me quedé un segundo pensativa antes de beber—. Déjame tu iPad, ¿quieres? —le pedí, olvidándome finalmente del café.

Alain entró en su dormitorio y volvió con el iPad. Lo encendí, me metí en Google y, en la casilla de búsquedas, tecleé: Pico della Mirandola y Angelo Ambrogini.

—¿Quién es Angelo Ambrogini? —quiso saber Alain, que observaba toda la operación con interés.

Mientras ojeaba los resultados de la búsqueda, satisfice su curiosidad.

—Otro de los miembros de la Academia Neoplatónica. Tal vez te suene más como Poliziano, que era como le apodaban por haber nacido en Montepulciano. —Alain lo negó—. Fue tutor de los hijos de Lorenzo de Médicis y su secretario personal, formaba parte de su círculo más íntimo. Es muy probable que fuera homosexual y amante del conde Pico… Aquí está —señalé al reconocer la noticia que estaba buscando. La leí rápidamente—. Algo de esto me sonaba pero no estaba segura. En 2007 un grupo de investigadores italianos exhumó los cadáveres de ambos. Los historiadores siempre han tenido sospechas sobre las circunstancias de sus muertes: ambos fallecieron con un par de meses de diferencia y de forma repentina. Según esto —añadí señalando una noticia de la BBC—, tras estudiar los cuerpos, se ha demostrado que fueron envenenados con arsénico y todo apunta a… Piero de Médicis, el hijo de Lorenzo —concluí arqueando las cejas.

—¿Por el cuadro?

—Bueno, eso aquí no lo dice, claro. Nadie sabe que existe. Pero nosotros sí, y podría ser perfectamente un motivo. Suponte que Piero hubiera llegado a enterarse de que el conde Pico conspiraba para destruir el cuadro y, sobre todo, pulverizar un gran secreto que legítimamente pertenecía a los Médicis y en especial a él como heredero directo de Lorenzo. Tal y como se la jugaban entonces, no hubiera dudado en quitárselo de en medio, tanto a él como a Poliziano quien, siendo su amante, con probabilidad estuviera al tanto de la conspiración.

—Tiene sentido… Pero una cosa está clara: El Astrólogo no está en la colección Bauer, al menos, en la que inventariaron los nazis. —Aquélla era la cantinela favorita de Alain.

Apagué el iPad y lo dejé sobre la mesa. También la taza con el último culín de café, que ya se había enfriado.

—¿Por qué Von Bergheim buscaría el cuadro en la colección Bauer? —se preguntó Alain—. Porque si él se equivocó, nosotros también estamos buscando en el lado equivocado.

—No lo sé… Es muy probable que esa información estuviera en el expediente del ERR, el que han robado del TsDAVO.

—¿Sabes lo que te digo? —El tono de Alain cambió súbitamente—. Que Von Bergheim no estaba equivocado. —Le miré tan sorprendida de que de repente se mostrase así de convencido, que se vio en la necesidad de aclarar—: Si estuviéramos siguiendo el camino incorrecto, nadie se hubiera tomado tantas molestias en hacer desaparecer las pistas.

—¡Cómo me gustaría tener el maldito expediente completo! ¿Recuerdas que incluía una entrevista con el barón Thyssen? Quizá el barón dijo algo que puso a Von Bergheim sobre la pista de los Bauer… Pero ¿qué?

Alain acababa de apurar el café. Como si la bebida estuviera envenenada, sus ojos se tornaron vacíos, perdidos en algún punto del suelo, de color verde oscuro como si contemplaran un bosque tenebroso.

—Creo que sé de alguien que puede ayudarnos —pronunció lentamente como si más que una buena noticia, aquello fuera una tragedia.