Si desea hacer un gran descubrimiento
Volví a meterme en la cama. Estaba física y mentalmente agotada. Cogí un sueño ligero que no sé cuánto duró antes de que sonara el timbre de la puerta. Demasiado cansada para sobresaltarme, con los nervios entumecidos después de tanta tensión, me di media vuelta y dejé que mis sueños succionaran el timbre y lo dejaran repiquetear como si en realidad aquello no estuviera sucediendo.
Pero estaba sucediendo.
—Mademoiselle… Soy Philippe, el conserje. Han traído un paquete para usted… ¿Mademoiselle García?
Decidí abrir. Tambaleante y con arenilla en los ojos me asomé con cautela por la puerta entreabierta. Fue un alivio comprobar que efectivamente era el conserje el que me sonreía con su cara amable surcada de arrugas.
—Disculpe, mademoiselle. Han dejado esto para usted. Me han dicho que es urgente y por eso he decidido molestarla.
Bajé la vista hacia el paquete que parecía una ofrenda en manos del solícito Philippe: era una caja rectangular de aproximadamente 50 × 60 centímetros; estaba envuelta en papel de estraza y atada con una cuerda; no tenía remitente ni destinatario, ni una letra ni un número ni un sello…
—¿Quién la ha traído?
—Un motorista, mademoiselle. No ha dicho nada, sólo que era para usted.
Por fin me decidí a coger el paquete no sin ciertas reservas.
—Gracias, Philippe.
El conserje inclinó la cabeza y se marchó cerrando la puerta tras de sí y dejándome sola con mi caja. Me dejé caer al suelo, como si el peso del paquete fuera demasiado para mis rodillas, y tras unos segundos de observarlo, empecé a desatar la cuerda. Quizá, si hubiera estado más lúcida, no hubiera abierto aquel paquete sin antes pasarlo por rayos X; quizá hubiera sentido una advertencia paternal merodear por mis oídos: «podría ser una bomba o un cargamento de ántrax…». Pero lo cierto era que todavía estaba adormecida y en mi mundo de persona normal los paquetes se abren sin pensar.
Aun así el proceso fue lento y cauto. Retiré la cuerda y el escandaloso papel de estraza y descubrí una caja de cartón corriente y anodina, tan anónima como todo lo demás. Puede que por instinto, contuve la respiración mientras levantaba la tapa. Cuando nada explotó ni voló contaminando el aire, suspiré. Aparté con más decisión un papel de seda blanco y, para mi sorpresa, apareció, perfectamente doblado, un traje de chaqueta. Lo desplegué frente a mis ojos. Era negro y extremadamente sencillo: chaqueta de cuello mao y falda corta de tubo; ni un adorno, ni una concesión a la alegría. Debajo del traje había un sobre, una bolsa de tela, un estuche de joyero y una cajita, pero lo que primero que llamó mi atención fue lo que en principio parecía un pañuelo rojo plegado y que luego resultó ser un brazalete con una runa sig negra. El único contenido del sobre era una tarjeta de plástico con una banda magnética como las de crédito, blanca y sin más distintivo que un número impreso y un chip. En la bolsa había unos zapatos de salón negros y unas medias del mismo color. En el estuche, un pin plateado con otra runa sig. Y en la cajita, un pendrive.
Con todo aquel equipo sobre el suelo del apartamento no pude evitar preguntarme qué clase de broma era aquélla, que, en realidad, no me hacía ni pizca de gracia.
Cogí el pendrive dejando todo lo demás y me fui derecha a conectarlo al ordenador. Contenía un archivo de PowerPoint que pasó sin problemas los filtros del antivirus. La presentación empezaba con una sencilla diapositiva: un fondo azul y un mensaje escrito en alemán con letras blancas tipo Arial.
Si desea hacer un gran descubrimiento, siga las instrucciones a continuación.
Vístase con la ropa y los zapatos que ha recibido, salvo el brazalete y la insignia. Recójase el pelo en un moño sencillo y maquíllese discretamente. Deberá estar preparada a las 20.30 de esta noche. Salga de casa llevando con usted la tarjeta, el brazalete y la insignia, debidamente ocultos.
En la rue de Lille, frente a la Galerie Parisienne, encontrará aparcado un Range Rover negro matrícula de París, BZ-189-PT. El automóvil estará abierto; hallará las llaves en la guantera. Suba y arránquelo con el botón de encendido. El navegador tiene programada la ruta que debe seguir. Su destino está a 77 kilómetros de París. Debe llegar allí no más tarde de las 22.30.
Una vez en su destino, muestre la identificación para acceder al recinto. Antes de dejar el automóvil a los aparcacoches, colóquese el brazalete en el brazo derecho y la insignia sobre la chaqueta, en el lado izquierdo del pecho. De nuevo deberá identificarse en el control de acceso al local.
Importante:
• Debe ir sola.
• No lleve armas con usted.
• Puede llevar su teléfono móvil, pero deberá dejarlo desconectado en el interior del vehículo.
• No lleve ningún documento de identidad o cualquier otro que pueda identificarla.
• Siga al pie de la letra estas instrucciones, su seguridad depende de ello.
GEORG VON BERGHEIM
No podía dar crédito a lo que acababa de leer, ni siquiera al conjunto de las cosas dispersas por el suelo del salón. Llegué a pensar que seguramente siguiese durmiendo y que todo aquello no era más que una pesadilla…
«Si desea hacer un gran descubrimiento…». No estaba segura de desearlo. Intuía que el precio de ese hallazgo podría ser demasiado alto. Y sólo estaba yo para pagarlo… Alain había resultado ser un traidor y Konrad me daba instrucciones desde la otra punta del globo… Estaba definitivamente sola. Sola para tomar mis propias decisiones, para asumir sus consecuencias. Sola para ser yo misma y no el instrumento de otros. Sola para hacer ese gran descubrimiento.
—Dices que no me fíe de nadie, Georg von Bergheim. ¿Por qué habría de fiarme de ti?
«Haz caso al Georg von Bergheim ése, que parece el único sensato en todo esto».
Recogí el traje del suelo y me lo puse por encima del camisón. Me calcé los zapatos.
Georg von Bergheim había adivinado mi talla con una precisión inquietante.