Olvídese de la Tabla Esmeralda

Ya no quedaba café en la cafetera, ni leña en la chimenea, ni dudas en la vida de Sarah. El ciclo parecía cerrado. Sin embargo, antes de abandonar aquel lugar tenía que saber algo más.

—¿Pertenece usted a PosenGeist…? Ya sé que no tiene mucho sentido, pero en este momento hay tantas cosas que no tienen sentido para mí…

—No, ni mucho menos. —Fue tan categórica que no hubo lugar a dudas.

—¿Entonces? —Señalé con la vista el dossier que resumía mi vida los últimos meses.

Sarah suspiró a la vez que asentía. Parecía estar convenciéndose a sí misma de que había llegado la hora de explicarse.

—Vayamos por partes —comenzó—. A estas alturas a usted no le es desconocido que El Astrólogo no es un cuadro cualquiera. Cuando usted comenzó a investigar temimos que su secreto se viera amenazado. Por eso quisimos alejarla de la investigación, pero también advertirla de que había otros agentes en juego, mucho más peligrosos. De este modo, a medida que íbamos borrando cualquier rastro que a usted le condujera hacia el cuadro, también tratábamos de hacerle ver que si El Astrólogo caía en manos de otros, las consecuencias podrías ser terribles. Ellos se encargaron de seguirla, de mandar los SMS, de llevarla al corazón de PosenGeist

—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos?

Creo que Sarah dudó antes de responder a mi pregunta. De hecho, se tomó su tiempo para medir las dosis justas de información que estaba a punto de facilitarme.

—Cuando terminó la guerra y recuperé el cuadro, tuve tiempo de recapacitar sobre la importancia del legado que me había tocado custodiar. Un legado milenario que se había llevado por delante muchas vidas… La carga resultaba en verdad demasiado pesada para una sola espalda. Después de todo lo que había ocurrido y lo que quedaba por ocurrir, con Europa dividida en dos, la bomba atómica, la amenaza soviética, la carrera armamentística…, me sentía incapaz de garantizar yo sola la seguridad de un cuadro que había estado a punto de caer en las manos equivocadas. Era una herencia que me desbordaba. Además, sabía que después de las complicaciones de mi parto ya no podría tener hijos. ¿Quién se encargaría de El Astrólogo cuando yo muriera? A aquellos problemas no encontré solución inmediata, pero estaban ahí, permanentemente flotando sobre mi cabeza mientras yo vivía con un cuadro bajo el brazo. A lo largo de nuestra existencia, Georg y yo tuvimos la suerte de reencontrarnos con viejos conocidos, personas con las que creamos fuertes lazos de amistad y confianza, que fueron parte importante de nuestras vidas. Poco a poco, realmente sin pretenderlo, surgió la idea de fundar una especie de sociedad que protegiera el cuadro, de modo que ya no sería responsabilidad de una sola persona, sino una tarea colectiva que ofrecía por tanto mayores garantías de éxito, mayor seguridad. A ellos, a todos, ya los conoce usted…

Aquello me sorprendió. ¿Cómo podía yo conocerlos? Sarah debió leer la sorpresa en mi rostro.

—Sí, querida. No los conoce personalmente, pero sabe quiénes son: Carole Hirsch, Bruno Lohse y Frank Poliakov.

—¿Frank Poliakov?

—Trotsky —aclaró Sarah. Y entonces comprendí—. Frank era hijo de madre francesa y padre ruso. Un comunista convencido y feroz. Después de que huyera de París cuando se deshizo el Grupo Alsaciano, estuvo luchando con los maquis y reforzó sus contactos con el partido comunista, donde entró en contacto con agentes del NKVD. Al terminar la guerra, se marcho a Moscú. Allí, se introdujo en los círculos próximos al gobierno. Llegó a ser agente ideológico de la inteligencia militar soviética, el GRU, precursor del KGB, y posteriormente ocupó un importante cargo diplomático en París. Fue miembro destacado del Ministerio de Asuntos Exteriores y uno de los hombres de confianza de Brézhnev. Cuando cayó la Unión Soviética, se convirtió, sin embargo, en un capitalista feroz —observó Sarah con ironía—. Realmente Frank era alguien muy influyente al otro lado del telón de acero y quizá también el miembro más oscuro del grupo. De hecho, todos intuíamos que no todo en él era legal, que tenía asuntos con las mafias del Este, que estaba metido en temas de tráfico de armas… En fin… Lo cierto es que a nosotros siempre nos fue leal. Y era un integrante muy conveniente para el grupo.

—¿Y los demás?

—Bueno, con Carole Hirsch me reencontré durante mi primer viaje a París tras la guerra. Acudí a ella antes que a nadie cuando buscaba indicios sobre el paradero de mi hija. Desde entonces, nos convertimos en grandes amigas. Carole fue condecorada con la Legión de Honor y la Medalla de la Resistencia por su labor durante la guerra. Se casó con uno de los asesores de De Gaulle, un gran político que posteriormente fue ministro de Cultura y un hombre muy influyente en el mundo del arte. Solíamos vernos con cierta frecuencia, en Francia, en España; celebrábamos las Navidades juntos (después de todo, yo soy la única judía), pasábamos juntos parte del verano…

Sarah permaneció unos segundos en silencio, relamiéndose de la dulzura de los recuerdos. Mas no tardó en regresar al presente.

—En cuanto a Bruno Lohse, fue juzgado por su participación en el expolio y absuelto. Georg se enteró por la prensa pero nunca volvió a saber de él. Desde luego que el encuentro con Bruno años más tarde fue una increíble casualidad. Sucedió durante un viaje que hicimos Georg y yo a Múnich. Siempre que viajábamos nos encantaba curiosear por las galerías de arte y las casas de subastas en busca de obras interesantes para nuestra colección. Cuál no sería la sorpresa y la alegría de Georg cuando al entrar en una de esas galerías salió a recibirle el mismísimo Bruno Lohse, que se había convertido en un reputado marchante. Georg le apreciaba mucho, nunca olvidó que le había salvado la vida al avisarle de que la Gestapo iba tras él. A partir de ese momento, Bruno, que tampoco tuvo hijos y ni siquiera se casó, se convirtió en uno más de la familia, alguien muy querido para nosotros, y solía pasar largas temporadas aquí, en esta casa… Ahora, ellos ya no están, sólo yo he sobrevivido —constató Sarah con un gesto triste y un deje de nostalgia—. Pero todos han dejado a alguien en su lugar para perpetuar la sociedad y continuar con la tarea a la que en su día se comprometieron.

—Ese chico, el que estaba antes aquí, el que me ayudó a huir del château

—Sí, es uno de ellos. Martin es su nombre —anticipó Sarah—. Es sobrino nieto de Bruno Lohse. Un muchacho estupendo, aunque a veces se preocupa demasiado por mí. Él se ha convertido en su sombra durante estas semanas y lo cierto es que nos facilitó excelentes informes sobre usted… Por eso me animé a dejarla llegar hasta mí. Es un chico muy inteligente y una buena persona, se parece mucho a Bruno, a quien estaba muy unido desde pequeño. Lo cierto es que Martin ha asumido la custodia del cuadro como algo propio y está tremendamente comprometido con la protección del secreto de El Astrólogo.

—La Tabla Esmeralda… —insinué queriendo dar pie a hablar de ello.

—Así es: la Tabla Esmeralda.

—Pero ¿qué es en verdad la Tabla Esmeralda?

Sarah me miró fijamente. Noté cansancio en sus ojos, no sólo el cansancio de aquel día ya largo, sino el cansancio de toda una vida arrastrando una carga demasiado pesada.

—Una maldición —concluyó misteriosamente como si no se dirigiera a mí. Sin embargo, no tardó en recomponerse para luego aclarar—: Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Dicen que su poder es tal que el mismo Dios se encoge ante ella. Dicen que proviene del diablo. Dicen que no es para los hombres pues nosotros no podríamos entenderla. Pero se trata de algo que se dice desde hace cinco mil años… Son muchos años para fiarse de nada. ¿Qué hubieran dicho hace cinco mil años de la chispa que origina una corriente eléctrica, de la luz de una bombilla, de la imagen en un televisor, de un rayo láser que mata o que cura? ¿Qué hubieran dicho de una bomba que reduce a cenizas poblaciones enteras como si se tratara del aliento de Lucifer…?

—Entonces, ¿usted no sabe lo que es? ¿Nunca la ha visto?

Ante mi insistencia, ella se limitó a sonreír mientras meneaba lentamente la cabeza.

—No haga más preguntas. No quiera saber más. Olvídese de la Tabla Esmeralda. Usted puede elegir quedarse al margen. Yo no tuve opción… Escuche, Ana, hay cosas que es mejor ignorar. De cosas como esa precisamente tratábamos de protegerla, mientras que de otras, queríamos avisarla, nada más.

—Sí, es cierto. A mí no me han hecho ningún daño. Pero ¿y a los demás? Anton Egorov, Camille de Brianson…

—Sólo queríamos eliminar pruebas —me interrumpió Sarah—. Tampoco ellos sufrieron daño alguno…

—¡Por Dios, al doctor Arnoux casi lo matan a golpes!

Ante aquella afirmación Sarah se irguió y frunció el ceño.

—¿Al doctor Arnoux? Nosotros no le hemos hecho nada al doctor Arnoux —aseveró.

—Mandar a un par de malas bestias a su casa para molerle a palos yo no diría que no es nada…

Seguía mostrándose desconcertada, incluso ofendida por la acusación.

—Le aseguro que no sé de qué me está hablando. En ningún momento hubiera consentido que se hiciera a nadie el más mínimo rasguño, menos aún dar una paliza. Ése no es en absoluto nuestro modo de proceder.

Su discurso parecía sincero. En realidad, después de todo lo que me había confesado, no tenía sentido que mintiese.

—¿Entonces? —pregunté confundida.

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero ya le he dicho que hay otros agentes implicados. Organizaciones peligrosas y sin escrúpulos. Dispuestas a lo que sea por conseguir lo que quieren. Ya tratamos de avisarla en su momento.

—¿PosenGeist?

—Así es: PosenGeist. Ahora bien, no puedo asegurarle si fueron ellos o no los que atacaron al doctor Arnoux. Lo único que sé es que nosotros no lo hicimos.

—Pero ¿quién está detrás de eso? ¿Qué demonios es PosenGeist? —la interrogué desesperada, intuyendo que ella tenía la respuesta para todo.

Ante mi apremio, me devolvió calma. Me sostuvo la mirada durante un tiempo, clavando en mí sus preciosos ojos verdes algo velados por el tiempo pero todavía tremendamente expresivos. Su silencio cargado de secretos y su mirada cargada de emociones empezaban a ponerme nerviosa cuando respondió con solemnidad:

—Mi querida Ana, si de verdad quiere saber lo que es PosenGeist, debería preguntarle a Konrad Köller.