Ahora que ha llegado hasta aquí

Abrí los ojos. La luz me obligó a parpadear. Me dolía la cabeza. En realidad, no quería abrir los ojos. Quería volver a dormir…

Entonces recordé. Una sucesión de fotogramas explotó en mi mente: la casa, el jardinero, el porche, la anciana, el zumo de naranja, las fotos… mis fotos. PosenGeist. ¡PosenGeist!

Levanté los párpados de golpe, hasta el límite de sus músculos, y quise incorporarme. Noté una punzada en la nuca.

—Tranquila… No se levante tan rápido o volverá a desmayarse —oí decir en francés con acento alemán.

Miré a mi alrededor, de nuevo invadida por el pánico. Seguía en el despacho de la señora Debousse, tumbada en el sofá. Sin embargo, no había rastro de ella. En su lugar, dos hombres me rodeaban: el jardinero y… ¡Georg von Bergheim!

—Usted… —murmuré; no tenía voz para más—. ¿Qué significa esto?

—Se ha desmayado y al caer se ha golpeado en la cabeza. ¿Cómo se encuentra? —me preguntó.

No estaba dispuesta a responder nada. Sólo tenía una idea en mente: salir de allí.

—Tengo que marcharme. —Me incorporé olvidándome entonces del dolor.

—No creo que quiera marcharse ahora que ha llegado hasta aquí.

No necesitó ponerme una mano encima para detenerme. Su voz y su gesto resultaban amables. Y su frase despertó mi curiosidad. Le observé detenidamente. Era joven, puede que incluso más que yo. Desde luego, aquel hombre no era Georg von Bergheim.

—¿Quién es usted? —acerté a preguntar con voz temblorosa. No había tenido tiempo de sacar ninguna conclusión, pero me sentía asustada y nerviosa.

Antes de que me pudiera responder, se abrió la puerta del despacho y apareció la señora Debousse.

—Ah, ya se ha despertado —pareció congratularse. En cambio a mí tanta tranquilidad, tanta amabilidad y tanta sonrisa me estaban sacando de quicio. El cuadro se tornaba surrealista; la calma, tensa y artificial—. Me ha dado un buen susto… Ramiro —se dirigió al jardinero—, dígale a la doncella que traiga té y una aspirina. Seguro que la necesita…

—¡No! —exploté, saqué toda la tensión en un grito desaforado—. ¡Usted me ha drogado!

La señora Debousse se mostró desconcertada.

—¿Drogarla? ¿Qué quiere decir?

—¡El zumo! ¡Me ha drogado con el zumo!

Ella sonrió como si hubiera dicho tal disparate que hasta le resultaba gracioso.

—Pero, por Dios, ¿qué le hace pensar eso? No he hecho nada semejante…

Hizo ademán de acercarse a mí. Aquello me aterrorizó.

Como un animal acorralado, me eché hacia atrás hasta topar con la mesa de trabajo. Ella siguió acercándose, escoltada por los dos hombres.

—¿Por qué no escucha lo que tengo que decirle?

Me di media vuelta y de un rápido movimiento cogí un abrecartas que había sobre la mesa. Me encaré con ellos blandiendo mi improvisada arma.

—¡No se acerquen! —grité histérica—. ¡No den ni un paso más!

El jardinero quiso adelantarse pero la señora Debousse le detuvo con un gesto. Los tres se quedaron quietos frente a mí, probablemente calibrando hasta dónde estaba dispuesta a llegar. Ni yo misma lo sabía. Sólo estaba asustada. El abrecartas se agitaba visiblemente en mi mano temblorosa.

—Déjenme que me vaya —conseguí decir.

—Por supuesto que puede irse —replicó ella—. Nadie la retiene…

Aquella paradoja surrealista de anciana entrañable y capo de la mafia me estaba desquiciando los nervios. Gritar era lo único que se me ocurría hacer.

—¿Ah, no? ¿Ni nadie me ha amenazado, perseguido, acosado, golpeado? ¿Está esperando a que salga por la puerta para pegarme un tiro en la espalda? ¿Qué clase de locura es ésta?

—Por favor, cálmese, está usted histérica…

La señora Debousse se me antojó una anciana psicópata, una suerte de madre de Norman en Psicosis. En cuanto adiviné que intentaba aproximárseme poco a poco, perdí los nervios y, sin pensarlo, quise detenerla usando el abrecartas. Al verla en peligro, el jardinero y el otro chico se abalanzaron rápidamente sobre mí y me sujetaron hasta que consiguieron reducirme y quitarme el arma. Apenas pude resistirme, mi fuerza resultaba ridícula comparada con la de aquellos dos hombres. Entonces, me sentí definitivamente perdida y los nervios dieron paso a la desesperación. Me rendí en brazos de mis captores y rompí a llorar.

—Soltadla —les ordenó la señora.

Ellos dudaron antes de obedecer.

—Hacedlo… Y dejadnos a solas, por favor.

—Pero… —intentó objetar el que decía ser Von Bergheim.

Ella le interrumpió.

—No me ocurrirá nada. Si te necesito, te avisaré. Dejad la puerta abierta al salir.

Finalmente los dos hombres accedieron a marcharse, aunque sin dejar de mirar atrás.

Yo no intenté nada. Ya no tenía ganas de nada. Estaba dispuesta a aceptar lo que fuera que me aguardase.

—Márchese si lo desea —concedió la señora Debousse señalando la puerta abierta—. A pesar de lo que usted cree, nadie la retiene aquí. Ha venido por su voluntad y por su voluntad podrá salir. Pero quizá quiera escuchar antes lo que tengo que decirle…

La miré con los ojos muy abiertos, con cierto aire sumiso, como un niño en un aula de castigo.

—¿Por qué no se sienta y se seca esas lágrimas?

La obedecí con recelo, tomando asiento lentamente en el sofá, y con los dorsos de las manos me froté los ojos hasta que ella me ofreció un pañuelo. Lo tomé en silencio, sin siquiera mirarla. La señora Debousse se sentó a mi lado.

—Créame que no deseo hacerle daño, nunca lo he pretendido… —habló con su voz suave—. Nuestra única intención era protegerlo. Tal vez nos hayamos excedido un poco, no digo que no…

Por fin, alcé la vista.

—¿Proteger qué?

—Lo que usted está buscando —me respondió como si fuera obvio.

Fuera hada buena o bruja mala, las palabras de aquella anciana me provocaron un escalofrío, como si acabara de pronunciar un conjuro que se hubiera colado como un viento helado por la ventana.

El Astrólogo… —exhalé, me era difícil tomar en serio mis propias palabras—. ¿Usted lo tiene?

Ella asintió lentamente.

Suspiré y el suspiro me desinfló como un globo sobre la silla. Aquella exhalación se llevó consigo miles de búsquedas en internet, cientos de horas encerrada en archivos y bibliotecas, incontables documentos revisados, decenas de pistas falsas, varias frustraciones, unas cuantas desilusiones, abundantes dudas, no menos tensiones y numerosos desvelos… Puede que un trocito de mí misma se fuera con aquel suspiro.

—Dios mío…

—Lo sé. Pero tiene que creerlo, doctora García-Brest: lo ha encontrado.

—¿Cómo es posible?

Había formulado aquella pregunta para mí misma, pero ella la respondió:

—Es sencillo, querida. Mi verdadero nombre es Sarah Bauer.