Aquí empezó todo
Aquella declaración me conmocionó como un garrotazo en plena nuca. No fui capaz de manifestar reacción alguna, me quedé congelada, contemplando como si fuera otra la imagen de aquella bella anciana… la imagen de Sarah Bauer.
No sé muy bien por qué fue aquella mi primera reacción. Quizá porque quería saldar una deuda antes de entrar en el mundo de Sarah Bauer, porque quería hacerlo con la conciencia limpia y porque necesitaba justificarme, explicar por qué estaba ante su puerta. Lo cierto, es que no lo pensé. Simplemente, cogí mi portafolios y saqué dos documentos que guardaba como un preciado tesoro: la carta y la fotografía del SS-Sturmbannführer Georg von Bergheim.
—Aquí empezó todo… —le revelé junto con los documentos.
Ella los tomó con cuidado y los observó en silencio. No podía distinguir con claridad la expresión de su rostro inclinado sobre la figura y las palabras de su enemigo, sobre aquellos ojos claros que la miraban y aquella letra redondeada que le hablaba a través del tiempo. Al rato, deslizó un dedo por la fotografía… Estaba segura de haber malinterpretado aquel gesto como una caricia, y lo estuve hasta que levantó el rostro y sobre su sonrisa de emoción contenida vi temblar las lágrimas en el borde de sus párpados.
—No sabe usted bien hasta qué punto. Ciertamente, aquí empezó todo… —El tono de su voz fue por primera vez vacilante, y ella, por primera vez vulnerable.
Le llevó unos segundos recomponerse, secarse avergonzada las lágrimas que apenas si habían empezado a brotar. Fue entonces cuando me pareció verdaderamente anciana y comencé a mirarla con ternura.
—Si no tiene inconveniente —me dijo—, creo que debería quedarse a comer. Tenemos mucho de lo que hablar.
La impresión de estar ante Sarah Bauer hizo que me olvidara de todo lo demás. De pronto, ya sólo quería saber sobre ella, rellenar los huecos de su historia. Lo que no fuera Sarah Bauer había dejado de tener importancia.
Apenas pude probar bocado. Su relato me mantuvo absorta, me llevó lejos, muy lejos de aquel comedor mallorquín y me transportó al París ocupado por los nazis. No me di cuenta de que me retiraban intacto el primer plato, me traían el segundo y al poco el postre; de que mi vaso de agua y mi copa de vino permanecieron inalteradas; de que ya no entraba el sol por el balcón y de que habían encendido las luces para iluminar la oscuridad del crepúsculo y la chimenea para suavizar el frío. Lo cierto era que yo no estaba realmente allí; estaba naciendo, creciendo, huyendo, llorando, luchando, sufriendo, pariendo, sonriendo, muriendo… y enamorándome con Sarah Bauer. Enamorándome de Georg von Bergheim. Aunque, en realidad, yo ya estaba enamorada de él.
—… Por fin comprendí que la puerta no se abriría nunca. Entendí que se había llevado a mi hija, que me la había quitado. Y me dejé caer en el suelo, dispuesta a morir frente a aquella puerta cerrada…
—Pero no lo hizo… ¿Qué ocurrió después? —pregunté con ansiedad, reclinada todo cuanto podía sobre la mesa ya libre.
Sarah sonrió con melancolía. Parecía mucho más cansada y mucho más mayor que por la mañana. Su rostro ya no brillaba con tanta intensidad, los años asomaban por debajo de los restos del maquillaje, como si revivir su propia historia la hubiera envejecido en cuestión de horas.
—Vayamos al salón. Tomaremos el café junto a la chimenea. Allí estaremos más cómodas.
Me senté junto a Sarah Bauer en un mullido sofá. La madera de encina crepitaba al fuego en la chimenea y olía a café y a tarde de otoño.
—Muchas veces me pregunto si hice bien al marcharme de allí; tarde o temprano, ella habría vuelto con mi hija… —cavilaba Sarah con la mirada perdida en el fuego danzarín—. Pero yo tenía los papeles de Georg, sin ellos no llegaría muy lejos en su huida. Estaba aturdida, apenas podía pensar… Todo había sucedido tan rápido, todo se había complicado de una forma tan absurda y cruel al mismo tiempo. Miré el reloj: el tren estaba a punto de partir y Georg tenía que marcharse en él o lo atraparían. Salí a la calle sin otro pensamiento que el de llegar a la estación y entregarle sus papeles. Vi una bicicleta junto a una farola y simplemente la cogí. Con probabilidad alguien gritaría: «¡al ladrón!…», pero no lo recuerdo. Me concentré en pedalear con todas mis fuerzas hasta que me quemaron las rodillas. La furia y la angustia me sostenían mientras cruzaba las calles de París: el boulevard Bourdon, el Quai de la Rapée, el Pont d’Austerlitz… Divisé la estación alzándose como un gigante cíclope cuyo ojo me alertaba de que llegaba tarde. Me bajé cuando aún giraban las ruedas con mis últimos pedaleos y la bicicleta cayó abandonada allí donde la dejé. Atravesé las puertas y pregunté entre jadeos por el tren de Toulouse. Me abrí paso a codazos entre la multitud compacta y ensordecedora, busqué ansiosamente su rostro entre miles de ellos… Los trenes pitaban y bufaban vapor igual que mi corazón desbocado… Entonces, le vi. Pero antes de que pudiera correr hacia él, me di cuenta de que algo no iba bien: dos hombres parecían cortarle el paso y el semblante de Georg no era precisamente amigable. Me camuflé entre la gente para acercarme; o mucho me equivocaba o el bulto bajo la gabardina de uno de ellos era una pistola que le apuntaba. El tren gritó y escupió vapor, estaba listo para partir… No lo pensé, no pude haberme detenido a considerarlo porque era una locura… Simplemente, lo hice. Me lancé hacia el hombre que sujetaba la pistola y caí sobre él, ambos dimos con nuestros cuerpos en el suelo. Todo ocurrió en segundos… No puedo fraccionar los recuerdos en aquellos breves segundos… Sé que oí un disparo y gritos, las ruedas del tren chirriando cerca de mí. Intenté ponerme en pie pero no encontraba apoyo con el cuerpo de aquel hombre retorciéndose debajo de mí; él se revolvió e intentó sujetarme. Entonces, oí otro disparo y se desplomó. Alguien agarró mi brazo y me puso en pie. Recuerdo el rostro de Georg en ese preciso instante, se ha grabado en mi memoria: miles de expresiones y sentimientos lo distorsionaban como si fuera una pintura emborronada… El tren pasó a nuestro lado. De un fuerte tirón, Georg me levantó por los aires y me encontré encaramada al último vagón de un tren que se alejaba, que dejaba atrás un tumulto en el andén y dos cuerpos junto a las vías… Me abracé a Georg y empecé a llorar mientras París se me escapaba por ambos lados…
Sarah Bauer detuvo su relato y yo aproveché para tranquilizarme: tanta tensión me tenía en vilo. Cogí su taza de café vacía y fui a dejarla junto a la mía en la mesa.
—No quería hacerlo, no quería dejar París sin mi hija. No quería subirme a aquel tren porque tenía que encontrarla, porque estaba dispuesta a levantar cada piedra del maldito pavimento de cada una de las malditas calles de aquella maldita ciudad hasta dar con ella… Pero Georg me abrazaba…
Las manos me temblaron y la porcelana tintineó escandalosamente antes de llegar a la mesa. Dios mío… ¡yo sabía dónde estaba entonces su hija! ¡Yo sabía esa parte de la historia que Sarah se perdió!
—«¿Dónde está Marie?, —me preguntó Georg… No pude explicárselo hasta que las lágrimas dejaron de ahogarme—. Te juro, Sarah, que volveremos a por ella y que la encontraremos. Pero no ahora. Ya es demasiado tarde». Georg impidió que mirara atrás, me sujetó la vista al frente hasta que llegamos a la frontera… No le culpo; jamás la hubiera encontrado…, aunque eso no sirva de pretexto a una madre.
Me mordí los labios y traté de volver a encauzar la conversación.
—Entonces, ¿llegaron a la frontera? ¿Los dos?
—Sí… Aunque conseguirlo resultó más difícil de lo previsto. Georg sabía que la Gestapo habría dado aviso de detener el tren en la próxima estación para cogernos allí, y que, en todo caso, la policía de todas las estaciones estaría alerta para capturarnos en cuanto nos identificaran. Así que no tuvimos más remedio que saltar del tren en marcha y adentrarnos por caminos poco transitados para llegar, a pie, hasta Toulouse. Son unos setecientos kilómetros que recorrimos en poco menos de dos semanas. Yo estaba muy preocupada por la pierna de Georg. Él no se quejaba, pero sabía que no podía forzarla y que cuanto más caminábamos más le dolía; al final del día empezaba a aminorar la marcha y a cojear cada vez más, todas las noches terminaba con la rodilla hinchada hasta que un día empezó a amoratarse y ya nunca se deshinchó. A veces, alguien nos llevaba unos kilómetros en carreta o, con mucha suerte, en automóvil, pero a la luz del día procurábamos alejarnos de las carreteras y los pueblos para no llamar la atención. Fueron dos semanas penosas e interminables hasta que alcanzamos Toulouse. Allí nos acogió el párroco del que me había hablado Carole, permanecimos con él una semana más para que la pierna de Georg se recuperara, pues también nos enfrentábamos a cruzar la frontera a pie por caminos de montaña difíciles y escarpados…
—Pero lo consiguieron —atajé yo más sufrimientos innecesarios.
—Lo conseguimos —sonrió—. Llegamos a España… sin una idea clara sobre nuestras vidas. Podríamos haber pasado a Portugal o a Inglaterra, viajar incluso a Estados Unidos, Sudamérica… Pero yo no quería alejarme de Francia ni de Marie, Georg me había jurado volver a buscarla. Conseguimos el estatus de refugiados y hasta que terminó la guerra vivimos en balnearios y hoteles de Barcelona que desde el consulado británico se habían habilitado específicamente para alojar a los que huían de la Europa en guerra. Georg llegó a trabajar para los ingleses como traductor de alemán y también a través del consulado yo conseguí trabajo en una fábrica de tejidos del Vallés… Poco a poco, nos fuimos asentando hasta legalizar nuestra situación. Cuando terminó la guerra, regresamos a París: yo tenía un pasado que reconstruir y muchas piezas perdidas por el camino. Lo primero que hice fue ir a la plaza de los Vosgos, a ver a la condesa…
—¿Y la encontró?
—Oh, sí… La encontré: moribunda… Dicen que mala hierba nunca muere, pero incluso a ella le había llegado su hora después de más de ochenta años intentando meter el mundo en un molde, su molde… En el lecho de muerte empezaron a pesarle los pecados y tuvo la inmensa fortuna de que yo llegara justo a tiempo para poder aliviar alguno de ellos: me confesó que había entregado a la niña a su padre porque no quería ningún judío en la familia y que después los había delatado a la Gestapo. ¡En aquel momento, me dio tal ataque de ira e impotencia, que le hubiera puesto un almohadón sobre la cara y hubiera apretado hasta sentir que aquella vieja zorra dejaba de respirar…! No lo hice, porque Georg me lo impidió. Realmente tengo que agradecerle que me detuviese con el almohadón en alto porque yo tenía mucha vida por delante como para cargar con aquello. En cambio, ella iba a morir, al día siguiente como mucho, y ya le tocaría dar cuentas ante quien correspondiese o, en cualquier caso, pudrirse bajo tierra con su conciencia negra.
—Pero se llevó El Astrólogo…
—Lo cierto es que no. Salí de aquella casa asfixiante en estado de shock. Había llegado a aceptar que me quitasen a mi hija, pero no que hubiera acabado en manos de los nazis. En aquellos días, buscar a un familiar desaparecido era una tarea no sólo angustiosa y dolorosa, también tediosa y larga, y plagada de trámites burocráticos. Con la guerra recién terminada, todo el mundo quería encontrar a algún familiar desaparecido en el frente, o hecho prisionero, o deportado. Todo era un completo caos informativo: las noticias sobre los horrores con los que los Aliados se topaban en Alemania y Europa del Este llegaban con cuentagotas, la realidad de que los campos de concentración, de prisioneros o de trabajo no eran más que campos de exterminio sólo se supo con certeza después de la guerra. Había más de diez millones de judíos desaparecidos… Y entre ellos, yo buscaba a mi madre, mis hermanos, mi hija. Fue desesperante… Acudí a todas las instituciones: la Cruz Roja, el Central Tracing Bureau (que era una organización que los Aliados habían creado para investigar el paradero de todas esas personas desaparecidas durante la guerra), cada una de las mairies de París… No recuerdo cuánto tardaron, ni siquiera en qué orden llegaron aquellas notificaciones; al final, eso da igual… Lo importante es que llegaron y, parece mentira, pero el simple hecho de salir de dudas resulta un alivio. Mi madre y mi hermana murieron en Auschwitz, en la cámara de gas. Mi hermano enfermó de tifus y murió en Treblinka, unas semanas antes de que los rusos liberaran el campo. Creo que en cierto modo estaba preparada para esa clase de noticias. Nunca pierdes la esperanza, por supuesto, pero no sabía nada de ellos desde 1942; y son muchos años… Realmente, para mí habían muerto desde el día en que se los llevaron. Sin embargo, Marie… mi pequeña… Cuando me enteré de que ella y su padre habían muerto… ¡Sólo tenía ocho meses…! No pude evitar sentirme culpable, nunca he dejado de sentirme culpable…
Ante los ojos vidriosos de Sarah, sentí un desprecio repentino por el abuelo de Alain y su rencor. Haber hecho aquello me parecía una crueldad tan retorcida como cualquiera de las torturas nazis, una crueldad aún más rastrera si cabe porque venía de su mismo bando, de alguien en quien ella confiaba. Ahora, ya era demasiado tarde para enmendar lo ocurrido: Irène, o Marie, estaba muerta de todos modos; habría muerto dos veces para su madre si Sarah llegaba a conocer la verdad. Una verdad que me quemaba dentro, pero no me sentía ni con la legitimidad ni con el valor suficiente como para revelarla.
—¿Qué ocurrió con Georg? —le pregunté, queriendo acumular todas las desgracias en el mismo momento y ventilarlas de un golpe en lugar de prolongar el sufrimiento con una larga Pasión.
—¿Con Georg? —me devolvió ella la pregunta, extrañada.
—Sí… Yo… Yo vi su declaración de fallecimiento… En 1946…
Atónita observé cómo lo que creí que sería doloroso para Sarah le arrancaba por el contrario una sonrisa pícara y divertida.
—¡Pero Georg no murió, querida!
—¿De verdad? —repuse con alivio.
—¡Claro! La declaración de defunción se hizo a instancias de su familia, que no había vuelto a saber de él desde 1944. Aunque sí que puede decirse que Georg von Bergheim había muerto o, como poco, desaparecido en una pensión de mala muerte en París. Se quedó allí, junto con su uniforme de las SS. Quien atravesó conmigo los Pirineos, según dicen los papeles, fue Stéphane Debousse…
Abrí los ojos de par en par, emocionada como si me acabaran de dar noticias sobre un familiar.
—Entonces…
—Sí, él era mi marido… Mi marido durante sesenta y cinco felices años. Hasta el año pasado: una noche se quedó dormido y ya no volvió a despertar.
—Oh, Dios mío…
Se me había puesto la piel de gallina, claro. ¡Aquello era tan bonito! Significaba que Sarah Bauer y Georg von Bergheim habían obtenido su recompensa pese a todo pronóstico; que aun a costa de un alto precio y de haberlo perdido todo, siempre se habían tenido el uno al otro. Significaba que, pase lo que pase, no hay que perder la esperanza y hay que confiar en que lo bello y lo bueno del mundo siempre prevalecen. Significaba el triunfo del amor por encima de todas las cosas, sobre la guerra, sobre la persecución, sobre la venganza y la envidia, sobre los convencionalismos, sobre el miedo… Aquello significaba tantas cosas bonitas que no pude evitar emocionarme.
—Pensará que soy una estúpida, pero me disgusté muchísimo cuando creí que había muerto en 1946. No le conocía, no sabía nada de él. ¡Era un nazi y todo el mundo quiere que los nazis mueran al final de la película! Pero desde el primer momento en que vi su foto, la primera vez que lo tuve delante… No sé cómo explicarlo…
—La entiendo, querida. La entiendo perfectamente —aseguró Sarah Bauer, alargando la mano para coger el retrato de Georg von Bergheim—. A mí me sucedió exactamente lo mismo…
Las dos le contemplamos a través del tiempo y de nuevo nos devolvió su porte altivo y su mirada afable, la mirada de alguien en quien se puede confiar.
—El destino nos había programado para odiarnos —dijo Sarah a modo de reflexión— y, sin embargo, nunca pude hacerlo. Con el tiempo me he ido dando cuenta de que la guerra hizo de todos nosotros lo que no éramos, para bien y para mal. Georg, en cambio, fue siempre el mismo, la misma persona, aunque con el uniforme equivocado; en esencia, un hombre bueno.