Si me embarco, sólo me embarco contigo
Konrad era un animal social: disfrutaba entre la gente; por supuesto, la que él escogía. Para rodearse de los suyos, organizaba veladas, fiestas, exposiciones, audiciones…, cualquier tipo de acto lúdico imaginable. Konrad aunaba perfectamente la capacidad de organización, propia de los alemanes, con la inclinación permanente a la jarana, propia de los españoles.
Como solía hacer, se había involucrado personalmente en la organización de aquella fiesta: una presentación espectacular de una línea de teléfonos móviles diseñados por los artistas más reconocidos y mediáticos del momento. Arquitectos, pintores, escultores e incluso un diseñador de prototipos para Fórmula 1, se habían divertido creando los terminales a los que una de sus empresas había metido las tripas. Por si eso fuera poco, un operador de telefonía, también de su propiedad, los ofertaría en exclusiva a sus clientes VIP. Así, el círculo de Konrad permanecía cerrado.
A eso de las ocho de la tarde, cuando los museos están dormidos y sus galerías oscuras y en silencio, Konrad, como un espíritu de los que se ocultan en las entrañas de los edificios esperando a que llegue la noche para volar, había tomado la galería sur del Museo de Bellas Artes de París, la había iluminado de violeta y la había llenado de flores, música y gente.
El Museo de Bellas Artes se encuentra en el Petit Palais, un impresionante edificio de 1900, situado entre los Campos Elíseos y el Sena. Era un marco espectacular. Allí, Konrad había patrocinado una exposición temporal de fotografía titulada «Las Musas del Cine» y, en la misma sala, junto a maravillosas fotos en blanco y negro de la época dorada de Hollywood, exponía sus joyas de la telefonía. La escenografía dejó con la boca abierta a todos los invitados: la forma en que el juego de luces destacaba tanto las fotografías como los teléfonos —que dicho sea de paso tenían unos diseños alucinantes y eran en sí mismos obras de arte—, los enormes ventanales de la galería abiertos al jardín exterior tenuemente iluminado, el grupo de música lounge emplazado en el pabellón al final de la galería y su llamativa cantante negra de voz increíblemente sugerente… Hasta las mesas del catering eran todo un espectáculo para los sentidos no sólo del gusto, sino también de la vista, con sus centros de orquídeas negras sobre manteles plateados. La sensación era la de haberse trasladado a una película de los años cuarenta, a su ambiente ahumado de plata y bruno.
Al final, no me arrepentí de haber acudido por la fuerza a aquella fiesta tan original.
Cuando salía del guardarropa, alguien me abrazó por la espalda y comenzó a bailar al son de una canción de Frank Sinatra que él mismo cantaba. Fue fácil adivinar quién era, sonreír, apoyar la cabeza en su pecho y dejarme llevar.
Lovely… Never, ever change.
Keep that breathless charm.
Won’t you please arrange it?
’Cause I love you…
Just the way you look tonight.
Teo dejó de cantar y se separó un poco de mí para observarme con perspectiva.
—¡Por todos los iconos heterosexuales, cari, estás divina! ¡Absolutamente espectacular!
—Es sólo el vestido. —Sonreí con una humildad tan falsa como seductora.
La verdad es que Konrad había escogido para mí un vestido maravilloso: un crepé de seda negro que se deslizaba como un guante sobre mi cuerpo, de corte sirena y un escote vertiginoso en la espalda, muy a tono con la escenografía hollywoodiense de todo su espectáculo. Pero lo más llamativo era la gargantilla de brillantes que descansaban como estrellas sobre la noche negra de mi vestido. Nada más simple y nada más complejo a la vez.
—¡Y un cuerno, corazón! Armani es un maestro, pero no un dios; no, todavía. Puede hacer obras de arte, pero no milagros. Si fueras un feto malayo, ese vestido sólo sería un trapo, créeme. Vale que esos pedruscos ayudan…
Sin más preámbulos ni lisonjas, rodeé el torso de mi amigo, labrado en horas de gimnasio, con mis brazos.
—¿Sabes? Tú también estás guapísimo.
—Lo sé. —Claro que lo sabía. A Teo el esmoquin le sentaba de maravilla: parecía un galán publicitario. Una vez más, pensé en la terrible pérdida que suponía para las mujeres su homosexualidad.
—No tenía ni idea de que vendrías —le confesé, aún con la mejilla apoyada en su pecho.
—Pues claro, cariño. Soy uno de los fotógrafos de la campaña. ¡Por nada del mundo me perdería este fiestón!
—Te he echado de menos… Dime, ¿cómo está mi casa? ¿Me la habéis cuidado bien?
—Mejor que bien. Toni riega todos los días las plantas de la terraza, cosa que ni siquiera haces tú, por cierto. Hasta ha conseguido que esas orquídeas esmirriadas que tienes en una esquina den flor.
—Es que Toni tiene muy buena mano para las plantas.
—Sí. No sólo para las plantas —apostilló con tanto orgullo como picardía—. Pero tú… Estás mustia como las orquídeas. Te noto tristona y desangelada.
Suavemente, me separó de ese cuerpo suyo que yo no había dejado de abrazar.
—Mírate: ¡llevas puesto un Armani y un mogollón de quilates de diamantes colgados del cuello! ¡Ninguna mujer en su sano juicio estaría triste!
Para demostrarle que yo había dejado de ser una mujer en su sano juicio, le sonreí con tristeza, rehuyendo su mirada reprobatoria.
—Esto se acabó, Teo. Mañana vuelvo a Madrid.
—Bueno, y eso es lo que querías, ¿no?
Me encogí de hombros.
—Tal vez sí… Tal vez no…
—¡Coño, qué indecisión más ridícula!
Como si su cuerpo fuera la puerta de una nevera y yo un imán de los chinos, volví a pegarme a él. Al abrazarle, no tenía que mirarle y no tener que hacerlo me facilitaba la confesión.
—No quiero dejarlo, Teo. Pero tampoco puedo hacerlo sola. ¿Sabes? Creo que en realidad me siento traicionada por el doctor Arnoux; no esperaba que él fuese el malo de la película. Y aquella escena en su apartamento fue tan… horrible —recordé sacudiendo la cabeza para alejar los malos espíritus—. Además, de pronto, me he quedado sin aliados. Tengo que admitirlo: sin él, no puedo continuar.
Aquello parecía una revelación más para mí que para Teo. Para mi propia sorpresa había conseguido sintetizar en pocas frases el maremágnum de sentimientos que hasta entonces me habían tenido confundida. Quizá lo único que necesitaba para recobrar la cordura era que alguien me abrazase después de tanto tiempo en soledad.
—Meine Süße, amor mío… No está bien que abraces a otros hombres delante de mis invitados.
Konrad se acercó a nosotros con la clara intención de separar el imán de la nevera.
—¡Uy, Konrad, qué gracioso! Si ya sabes que yo no soy un hombre…
—Yo lo sé, pero los demás no. Es una cuestión de imagen. La monopolizas injustamente, Teo. Lo siento, pero tengo que llevármela. —Konrad me tomó de la cintura—. Quiero que conozcas a alguien, meine Süße.
—Está bien, dejadme solo, no os importe —dramatizó Teo—. Me parece haber visto a Jean Paul Gaultier por ahí. Iré a presentarle mis respetos.
Y desapareció pizpireto entre la gente.
—No he invitado a Jean Paul Gaultier —me aseguró Konrad cuando mi amigo se hubo marchado.
Nos llevó un buen rato atravesar la galería; cada dos pasos, Konrad era abordado por alguien, lo que se traducía en diez minutos de aburrida conversación. Finalmente, llegamos ante un mural con un primer plano de una de las caderas de Gilda sobre la que descansaba su mano elegante sosteniendo un pitillo; el foco de atención de la foto estaba en la estela blanca y sinuosa de humo de cigarrillo recortándose sobre el fondo negro.
Konrad se acercó a un hombre que de espaldas a nosotros contemplaba absorto la fotografía. Cuando se volvió, tardé unos segundos en reconocerle. Después, me resistí a creer que le hubiera reconocido bien.
—Ana, permíteme que te presente al doctor Alain Arnoux de la Universidad de la Sorbona.
No me había equivocado. Sí que era él. Aunque pareciera otra persona desde la última vez que lo había visto en aquel estado tan lamentable. Se había afeitado y se había cortado un poco el pelo, e iba impecablemente vestido con un esmoquin sin pajarita y un toque muy personal: de entre el cuello de la camisa asomaba el cordoncillo negro con el escarabajo egipcio de la suerte que nunca se quitaba de encima.
La situación resultaba tan absurda, tan ficticia y tan incómoda que no supe cómo reaccionar. Empecé por ignorar deliberadamente la presencia de Alain.
—Konrad, sabes perfectamente que ya nos conocemos. —Mi sonrisa era forzada.
—Vamos, meine Süße, es sólo una pequeña broma. Queríamos darte una sorpresa. —Su actitud era, en cambio, alegre y distendida.
—Hola, Ana —intervino por fin Alain con solemnidad.
—Hola, Alain. —Yo fui seca.
—He estado hablando con el doctor Arnoux, estamos de acuerdo en que has llegado demasiado lejos con tu investigación y que es una lástima que abandones ahora. El doctor Arnoux ha decidido colaborar con nosotros.
Preferí callar dignamente. Tampoco sabía qué decir. A Alain parecía sucederle lo mismo.
Konrad abordó a uno de los camareros que deambulaban por toda la sala con una bandeja de bebidas y se hizo con tres copas de champán.
—Esto merece un brindis —anunció mientras las repartía. Konrad alzó la copa—. ¡Por los éxitos futuros!… Santé!
Aquel brindis fue uno de los más tensos de mi vida, sólo comparable a cuando mi padre brinda con Konrad en mis cumpleaños mientras mi madre pregunta que para cuándo es la boda.
Justo cuando nos llevábamos las copas a los labios, se acercó uno de sus asistentes y le susurró algo al oído.
—Me vais a tener que disculpar, pero es la hora de mi speech —nos explicó.
Konrad palmoteó el hombro de Alain y a mí me dio un beso en la mejilla.
—Enseguida vuelvo a estar con vosotros —prometió antes de dejarnos para encaminarse hacia la tarima.
Le seguí con la mirada mientras se alejaba: daba grandes y vigorosas zancadas mientras se iba ajustando la pajarita y se pasaba la mano por el cabello. En realidad, lo que yo no quería era mirar a Alain.
Cesó la música y poco a poco se fue haciendo el silencio entre la gente. Un foco iluminó a Konrad en el estrado. Estaba tras un atril con el logo de su compañía de telecomunicaciones. Parecía un presentador de la gala de los Oscar.
Comenzó a hablar para toda su concurrencia en un perfecto inglés. De repente, sentí la necesidad de salir de allí. Konrad transmitía confianza, seguridad, entusiasmo, pero por algún motivo me estaba poniendo muy nerviosa el hecho de verle allí, hablando en público. Y comenzó a inquietarme el hecho de tener a Alain a mi lado, como un escolta mudo, mientras veía al otro subido a la tarima.
—Si me disculpas… —me dirigí a él cortésmente—. Voy a salir un momento al jardín.
Me di media vuelta antes de que pudiera replicar, pero aun así pude escuchar cómo decía a mi espalda:
—Te acompaño.
Seguí abriéndome paso entre la gente como si no le hubiera oído. No quería que me acompañase, pero tampoco podía negarme a que lo hiciera.
El Petit Palais tiene un bonito jardín interior de forma semicircular rodeado de un peristilo de gruesas columnas de granito. En una de esas columnas me apoyé para contemplar el jardín, estratégicamente iluminado en sus rincones más bellos. Desde el interior llegaba el rumor del discurso de Konrad.
Tras unos segundos de permanecer inmóvil y en silencio, decidí dejar de ignorar a Alain, que se había colocado a mi lado.
—¿Qué haces aquí? —le dirigí la palabra aún sin mirarle.
—Acompañarte a tomar el aire.
—Sabes a lo que me refiero.
—El señor Köller vino a verme hace unos días y me pidió que colaborase con la investigación.
Solté una risita sarcástica.
—Ya ha tenido que ponerte el señor Köller mucho dinero delante de las narices para que le hayas aceptado a él lo que a mí me has negado de tan malos modos.
—En realidad, no he hablado de dinero con el señor Köller…
—Entonces, ahora sí que no entiendo lo que haces aquí… ¡Y por el amor de Dios, deja de llamarle señor Köller! Ya sabes que es mi… pareja, o como demonios se le llame a salir con un tío cuando una tiene más de treinta años.
Se hizo el silencio. Con mi frase desairada daba toda la impresión de que le estaba echando a él la culpa de que Konrad fuera mi compañero. Me sentí ridícula.
—¿Qué te ha contado?
—Me ha dicho lo que estáis buscando en realidad. Me ha hablado de El Astrólogo…
Bufé como un animal enjaulado.
—Mira, Ana, tienes todo el derecho a estar enfadada…
—No estoy enfadada.
Alain me miró. Mi mentira era tan inconsistente que no necesitó pronunciar una sola palabra para hacerme confesar.
—Sí lo estoy. Pero aún no sé muy bien si estoy más enfadada con Konrad o contigo. Yo nunca quise mentirte. Si lo hice, fue porque él me lo pidió. Y, ahora, el muy… traidor… Y tú… tú desapareces, no contestas a mis llamadas y luego… aquello… —Ni siquiera quería mencionar lo del apartamento.
—Vamos. Caminemos un poco —me propuso Alain.
Unos senderos de gravilla se adentraban entre parterres de palmeras, plataneros y yucas. También había hileras de maceteros con más palmeras y, junto a la regia entrada de la galería norte, una fuente cubierta de mosaicos borboteaba incesantemente. El sonido refrescante del agua, el rumor de las palabras de Konrad en la galería y nuestros pasos haciendo crujir la gravilla era lo único que se podía oír. Nosotros caminábamos mudos; incómodos…, al menos, yo. No me gusta andar en silencio junto a alguien con quien no tengo confianza suficiente. Para mí, el silencio es prebenda de la intimidad. Además, me dolían los pies; los zapatos de tacón me estaban matando. Yo debía de ser una especie de hereje del glamour, porque los zapatos de Manolo Blahnik, los codiciados, los traídos y llevados Manolos, me destrozaban los pies.
Por fortuna, el jardín del Petit Palais era pequeño y recogido, se podía recorrer en pocos pasos. No tardamos mucho en llegar al otro extremo, cerca de la fuente y su cantar. Sin pedir la aprobación de Alain, me aparté del sendero que pisábamos y me encaminé hacia el peristilo: de nuevo, una pareja de columnas me sirvió de asiento improvisado.
—No soporto estos zapatos ni un minuto más —le confesé mientras me los quitaba bajo su atenta mirada.
—Y además tienes frío… ¿Quieres volver adentro?
—No, no tengo frío.
No hubiera sido más descarada mi mentira si hubiera dicho que no estaba comiendo, con la boca llena. Mi escote era todo un desafío a una noche fresca de octubre que la humedad del jardín y la fuente convertían en aún más fresca. No podía permitirme chulerías con toda la piel de la espalda, los hombros y los brazos de gallina; no colaba.
—En realidad, lo que no quiero es tener que volver a ponerme estos condenados zapatos en al menos diez minutos, ni tampoco quiero pisar la gravilla con los pies descalzos; pincha. Así que aquí me quedo.
Alain sonrió. Se quitó la chaqueta y me la colocó sobre los hombros.
—Al menos, ponte esto…
Cuando iba a protestar, me lo encontré liberándome la melena atrapada entre mi espalda y su chaqueta.
—Que no se te aplasten los rizos…
—Gracias.
Mi gracias, escueto, cohibido y algo seco, quedó flotando en un nuevo espacio de silencio. Alain se había apoyado en la columna gemela a la mía y ambos simulábamos disfrutar contemplando el cielo: un vano negro y absurdo sin estrellas, pues París, con su luz, las había apagado.
Tanto mutismo empezaba a indignarme y a ponerme de los nervios. Si no tenía nada que decir, que se marchase y me dejase sola.
En el silencio, caí en la cuenta de que Konrad había terminado su discurso, porque la suave voz de la cantante lounge interpretando Blue Velvet con un ligero acento francés llegaba hasta el otro extremo del jardín.
Alain dio síntomas de vida con un suspiro. Y, por fin, habló.
—Quería llamarte, te lo aseguro. Llevo dos semanas queriendo llamarte… Pero no he tenido valor. Me siento demasiado avergonzado por lo que pasó.
—No estoy enfadada por eso… No tienes ningún tipo de deuda conmigo. Lo que me molesta es que Konrad te traiga de la mano, diciendo que vas a participar en la investigación, porque se ha acabado, Alain. Me marcho mañana a Madrid… aunque él no quiera asumirlo. Eso, o Konrad me ha buscado un sustituto.
Alain meneó la cabeza.
—Cuando hablé con Konrad Köller yo no tenía ni idea de que ibas a dejarlo. No estoy aquí para sustituirte, Ana, ni tampoco para convencerte de que no lo dejes. Pero si me embarco, sólo me embarco contigo. Si no, es cierto que esto se habrá acabado. Tú te vuelves a Madrid y yo a mi despacho de la universidad.
Aquello era un sucio, maldito y vil chantaje. Era otra de las jugarretas de Konrad, ésas que se le daba tan bien utilizar en sus negocios y que, de vez en cuando, no tenía escrúpulos para replicar en su vida privada. Con razón se había mostrado tan comprensivo conmigo…
—De verdad, Alain, yo todo lo que quiero es volver a casa y recuperar mi vida —admití desesperada—. Quiero olvidar todo este asunto de una vez y para siempre.
—Y si eso es lo que quieres, no seré yo quien te lo impida. Ya te he dicho que no he venido aquí para eso. He venido a darte la explicación que tenía que haberte dado hace días.
—No quiero hablar de eso. —Y la verdad era que no quería. El episodio del apartamento había resultado vergonzoso para ambos, no convenía removerlo—. Cometí un error presentándome en tu casa sin avisar. Tú tienes derecho a tu intimidad y yo debí respetarla, eso es todo.
Alain se dejó caer hacia delante con los brazos apoyados sobre las rodillas. Era una forma de que su rostro quedara fuera de mi vista. No creo que le resultara fácil hablarme de lo que me habló.
—Un par de días después de que te marcharas a Alemania me llamó mi hermana…
Aquella forma de empezar lo que pensé que sería una disculpa, pero más bien parecía un relato, me desconcertó.
—… Me dijo que mi abuelo acababa de morir.
—Lo siento… —El formalismo sonó tan vacío que hubiera sido mejor permanecer callada. Pero me salió de forma automática, como dar las gracias a un camarero.
—Bueno, tenía noventa años. En algún momento tenía que pasar… Nada fuera de lo normal, salvo que yo llevaba meses sin querer saber nada de él… Precisamente a raíz del caso Bauer.
Su declaración cayó como una losa y la sola mención del caso Bauer me hizo sentirme culpable: de repente, algo que parecía ajeno a mí apuntaba en mi dirección.
—Mi abuelo era un hombre particular… No era especialmente cariñoso, tampoco un tipo alegre o dicharachero. Era serio y reservado… Pero me enseñó a pescar y a cazar saltamontes, a buscar en el cielo la Osa Mayor. Con él fui por primera vez a visitar el Louvre y con él volví decenas de veces más; y al de Orsay y al Rodin y al Centro Pompidou y aquí, al Petit Palais, también… Hasta que un día le dije que quería saber todo lo que él sabía sobre arte. Quería ser capaz de entender las pinturas como él las entendía y sentirlas como él las sentía. Mi abuelo, entonces, me regaló la Historia del Arte de Gombrich… A su manera me ha guiado y me ha apoyado durante toda mi carrera y toda mi vida. Creo que lo hizo lo mejor que supo y pudo con un par de críos pequeños…
Me estaba viendo venir que la cosa iba a adquirir tintes dramáticos. No porque Alain dramatizase, sino porque se mostraba cada vez más nervioso: la postura en tensión, las manos inquietas, los dedos a punto de anudarse unos con otros.
—Cuando mis padres murieron, él se hizo cargo de mi hermana y de mí.
—No… no lo sabía… —Sé que tartamudeé al hablar porque no encontraba las palabras adecuadas.
—No tenías por qué saberlo. No suelo acudir a la triste historia del pobre niño huérfano para inspirar compasión —argumentó con ironía—. Mis padres murieron en un accidente de tráfico, yo tenía poco más de dos años. Puede sonar horrible, pero no me acuerdo de nada, no tengo ningún recuerdo de ellos. Mi familia siempre han sido mi hermana y mi abuelo, y con ellos he tenido una vida totalmente normal.
—No suena horrible, suena razonable.
—La noche que fuiste a mi apartamento, acababa de llegar de Provenza, allí vivía mi abuelo. Esa misma mañana le habíamos enterrado. Cuando entré por la puerta de casa, me sentía triste, vacío, pero, sobre todo, me sentía mal conmigo mismo, estaba tremendamente cabreado porque mi abuelo se había ido y yo llevaba meses sin haberle visto, sin haberle dirigido la palabra. Todo por culpa de una pelea estúpida por unos cuadros estúpidos. Todo por culpa de su puñetero orgullo y de mi puñetero orgullo. Por toda esa mierda, ni siquiera había podido darle las gracias o decirle que, a mi modo, yo también le quería… Empecé a beber. Una cerveza y luego otra, las que hicieran falta para llegar al coma etílico, a un terapéutico y sedante coma etílico. Entonces… apareciste tú.
Me entraron los sudores sólo con recordar aquel instante funesto. Para aliviar el bochorno traté de frivolizar.
—Y adiós al coma etílico.
—No exactamente. Digamos que se quedó en un desmayo etílico. Cuando te marchaste, la tome con el salón hasta que el agotamiento pudo con mi ira. Entonces, me propuse acabar con lo que quedara de vino. Todo lo que recuerdo después es despertarme al día siguiente tirado en medio del salón. Afortunadamente mis reservas de vino no eran muy cuantiosas. Aun así, no pude moverme de la cama en todo el día. Jamás en la vida he tenido semejante resaca.
—Menuda locura, Alain —concluí con un meneo de cabeza aleccionador.
Él se encogió de hombros.
—La estupidez también es humana.
—Sí… Ya lo sé.
En un instante de nuestro silencio escuché los primeros acordes y las primeras frases de Love is the End de Keane. No es una canción muy conocida, aunque es una de mis favoritas. Pensé que había sido cosa de Konrad pedirle al grupo lounge que la interpretara con su particular estilo.
Nothing can touch us
and nothing can harm us.
No, nothing goes wrong anymore.
Sin darme cuenta había empezado a tararearla en un susurro.
—Vaya, veo que los de la música han hecho caso de mi petición. No suelen hacerlo. —Alain parecía gratamente sorprendido.
Aunque no tanto como yo.
—¿Te gusta esta canción?
Alain sonrió enigmático.
—Sé que te gusta a ti. La cantabas el otro día en el archivo…
Me alegré de que las sombras de la noche me protegieran; me había puesto como un tomate.
—Lo siento mucho, Ana. Nunca había sido así de desagradable con nadie, te lo aseguro. Estoy muy, muy avergonzado. Espero que no me tengas en cuenta nada de lo que dije o hice.
I took off my clothes and I ran to the ocean.
Looking for somewhere to start anew.
And when I was drowning in that holy water.
All I could think of was you.
Con aquella música acariciando mis sentidos, hubiera perdonado hasta la más grave de las ofensas. Con aquella música acariciando mis sentidos, mi resentimiento se amansó y dóciles y dulces fueron mis palabras.
—No te lo tengo en cuenta, no sería justo. Yo también hice mal presentándome en tu casa sin avisar… Fue todo un cúmulo de despropósitos que será mejor que olvidemos.
—Varias veces al día he cogido el teléfono, buscaba tu nombre en la agenda y, cuando aparecías en la pantalla, no me atrevía a darle a la tecla de llamar. No me malinterpretes, pero llevo dos semanas pensando en ti a todas horas.
Era una lástima, porque aquella frase, sacada de contexto, era de las más bonitas que me habían dicho nunca. Claro que Alain no tardó en poner las cosas en su sitio y las frases en sus contextos.
—Quiero decir que no he hecho más que darle vueltas a tu comandante nazi y a los Bauer. No puedo dejar de preguntarme qué relación tienen…
—¿Por qué dejaste de investigar la colección Bauer?
—Porque mi abuelo me lo pidió.
Aquella razón tan contundente como ilógica me dejó perpleja.
—Un día, hablando de todo un poco, le comenté que había encontrado una colección por casualidad. Él me escuchaba con el mismo aire distraído de siempre hasta que pronuncié el nombre Bauer. Entonces, le cambió la cara. Se puso serio como no lo había visto nunca y simplemente me dijo: déjalo. Olvida esa colección.
—Pero… ¿por qué?
—Eso mismo le pregunté yo: ¿por qué? No creo que quisiera contestarme. Empezó diciendo que esa colección no la había reclamado nadie, que no tenía derecho a entrar en ella, que no era asunto mío… Pero ¡era absurdo! Por esa regla de tres no intervendríamos en muchas colecciones. Nosotros no somos los propietarios, así que, estrictamente, ninguna es asunto nuestro, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que en su día fueron sustraídas ilegítimamente y que nuestro deber es encontrarlas y localizar a sus propietarios o a los herederos de éstos. Cuando intenté argumentárselo de este modo, perdió totalmente los nervios, se puso hecho una fiera. No recordaba que en toda mi vida le hubiera dicho o hecho algo que le hiciera reaccionar así. Empezó a gritar, a blasfemar, a maldecir… No había forma de razonar con él, de modo que cogí la puerta y me marché.
—Pero al final accediste a lo que te pedía: dejaste el caso.
—En un primer momento, no. No entendía sus razones, aquello no tenía ni pies ni cabeza, era ridículo. Así que, de vuelta a París, seguí adelante con la investigación. Localicé un par de tablas flamencas en Frankfurt, en el Museo Staedel e, incluso, un Marcoussis en el MoMA. No sé, estaba totalmente enganchado con esa colección, tenía que saber cada vez más sobre ella. Entonces, un día, me llamó mi hermana. Ella vive en Provenza, con el abuelo. Me dijo que el viejo estaba obsesionado con el tema de los Bauer, que no paraba de repetir que tenía que dejarlo. Me aseguró que estaba al borde de volverse loco o de caer en una depresión. Me rogó que abandonara, que si no lo hacía por el abuelo, que lo hiciese por ella…
—Y lo hiciste. Abandonaste.
Alain asintió con pesadumbre.
—Abandoné. Pero estaba tan cabreado con todo, con mi abuelo, con mi hermana, conmigo mismo, que inicié una guerra fría contra ellos: no volví a aparecer por su casa, ni siquiera a llamarles. No cogí el maldito teléfono para decirle al viejo que él había ganado, pero que yo me merecía una explicación. No hice nada… Lo peor es que una noche me llamó, vi su nombre en la pantalla y dejé que el teléfono sonara y sonara sin contestar. Ya no hubo más llamadas. Ahora… bueno, ya no hay marcha atrás.
El rumor del agua y las agujas de las palmeras agitadas por la brisa, la noche fresca de otoño y un sensual Love is the End escapando por las ventanas de la galería… El instante hubiera podido ser perfecto. Pero mezclada con cada una de las notas de la canción, prendida en cada soplo de brisa, yo seguía escuchando una vocecita tenebrosa que se empeñaba en dudar de los motivos de Alain: no entendía el empeño personal que parecía tener con mi investigación.
—No tienes por qué hacer esto, Alain… No sé qué te habrá dicho Konrad (me consta que puede llegar a ser muy persuasivo), pero no tienes ninguna obligación, ni con él, ni conmigo. Esta investigación es un sinsentido, uno de sus caprichos que no hay por dónde agarrar, algo que nunca tuvo que haber empezado.
—¿Sabes, Ana? No podría negarme a participar, pero no tiene nada que ver con Konrad Köller. Estoy ante una de las… cosas más bonitas con las que me he topado en toda mi vida.
Alain hizo una pausa. Tal vez esperaba algún tipo de reacción por mi parte, pero yo aún no sabía qué decir. Aprovechó que me había quedado muda para mirarme a la cara, como buscando algún modo de comprenderme, incluso de catalogarme.
Finalmente, se pronunció:
—Tal vez tengas razón, tal vez sea un capricho, o un disparate… Pero mira hasta dónde has llegado tú sola e imagínate lo que podríamos conseguir juntos… Aunque ya te lo he dicho: si me embarco, sólo me embarco contigo. Es lo único que tengo claro ahora mismo.
«En verdad que hay declaraciones de amor que no son tan hermosas», me dije tras el alegato de Alain.