La estaba esperando
Cuando la mente intenta pensar en varias cosas a la vez, suele perder el hilo de todos los pensamientos y no llega a concluir ninguno. Eso fue más o menos lo que a mí me pasó mientras seguía el paso anciano de la señora Debousse hasta el interior de la casa. Ni siquiera fui capaz de concluir algo tan sencillo como decidir si me gustaba la decoración del salón que atravesamos o el aspecto del recibidor al que llegamos, no fui capaz de reparar en nada al mismo tiempo en que intentaba fijarme en todo.
La señora Debousse abrió unas puertas correderas que daban al recibidor y me invitó a entrar en lo que parecía un despacho. El sol bañaba los muebles de roble, las tapicerías de colores suaves, los libros y los jarrones de flores malvas y amarillas. Las paredes lisas y desnudas no exhibían más que un par de espejos y una colección de aguafuertes de paisajes africanos. La chimenea, apagada, conservaba las cenizas de un fuego reciente. Era un lugar agradable para trabajar, incluso para aguardar impaciente algún tipo de revelación.
Hubiera preferido permanecer de pie, pero la señora Debousse me invitó a sentarme mientras ella rebuscaba en uno de los cajones del escritorio. Bajo mi mirada atenta e intranquila, sacó una carpeta.
—Aquí está…
Me la tendió y la recibí desconcertada. Aparentemente debía inspeccionar su contenido, pero aquello resultaba tan extraño…
—Adelante, ábrala —me animó ante mi indecisión.
De modo que lo hice, y mis manos empezaron a temblar al sujetar la primera hoja, donde identifiqué mi nombre completo. Continué pasando papeles con ansiedad, una ansiedad que iba en aumento: mi nombre no sólo estaba en la primera hoja, sino por todas partes, también el de Konrad e, incluso, el de Alain. Había direcciones, itinerarios, números de vuelo, matrículas de coche… Los últimos tres meses de mi vida aparecían allí resumidos. Pero lo peor me aguardaba al final. Los nervios me apretujaron el estómago, empecé a sentir calor, un sofoco que me picaba en el cuerpo y me mareaba. Me alegré de estar sentada mientras iba observando, una tras otra, fotografías robadas a mis movimientos: al salir del apartamento de París, en el Archivo Nacional, hablando con Alain en el pub irlandés, en el Bundesarchiv, entrando en la Sorbona, llegando a San Petersburgo, en la Rossiiskaia Natsional’naia Biblioteka… Llegué al último grupo de fotos, separadas en una carpeta especial clasificada como PosenGeist. Reconocer aquel nombre me produjo una oleada de náuseas que se incrementaron a medida que ojeaba las fotografías: entrando en el Range Rover, ascendiendo las escaleras del château, escuchando el discurso neonazi… Me quité el chal de alrededor del cuello, empezaba a sentirme asfixiada.
—Como puede ver, la estaba esperando…
No fui capaz de hablar. Se trataba de eso: me estaban esperando. Aquello era una encerrona, una trampa hacia la que había caminado voluntariamente. Yo sola me había metido en la boca del lobo, creyendo, ingenua, que me acercaba al final de la investigación. Y sí, se trataba del final: en una casa aislada de la que no había escapatoria. Ése sería mi final.
Empecé a encontrarme mal, tremendamente mareada, a punto de perder el sentido. Recordé el zumo de naranja y comprendí: me habían drogado.
El pánico se apoderó de mí. Un sudor frío me empapó la cara. La habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor. La imagen de la señora Debousse se tornó borrosa y aunque veía que movía la boca para hablar, no fui capaz de escucharla. Se acercaba a mí. Quise decirle que no me tocara, pero no me salió la voz… Estaba tan mareada…
No recuerdo nada más.