Vais a matarle
Aparqué el coche a menos de una manzana de casa de Alain. Recogí el bolso, guardé las llaves y abrí la puerta para salir.
—Será mejor que me esperes aquí —le sugerí a Teo.
—¿En este cubículo rancio y amarillo que huele raro? Tú estás loca. Yo te acompaño. Espero que el doctor Jones me invite por lo menos a una Mirinda. —Así de contundente se mostró al rechazar la propuesta. Después, hizo ademán de bajar.
—No seas díscolo. En el maletero están mi ordenador, mis papeles de la investigación —siempre los llevaba conmigo—, y tu maleta llena de ropa de marca. ¿Qué quieres, que un quinqui le dé una patada a la puerta y se lo lleve todo? Anda, sé bueno y quédate. Además, así no nos liaremos mucho. Subo, miro el e-mail un minuto y vuelvo enseguida para empezar cuanto antes nuestro loco fin de semana.
Teo me miró a los ojos.
—Como aproveches justo ahora para tirarte al doctor Jones, ésta te la guardo, te lo juro.
No pude evitar sonreír. Le respondí con un beso en la mejilla y puse un pie en la acera.
—Ahora mismo vuelvo. Entretente con el iPod.
Me adentré en las calles estrechas y animadas del barrio de Alain: las tiendas de ropa, la librería, la farmacia, la peluquería, la pastelería (donde me detuve a contemplar los dulces del escaparate), la frutería vietnamita y, finalmente, su casa con balcones de flores. Atravesé el portal y entré en un universo que empezaba a serme familiar: el patio, las macetas, las bicis, la ropa tendida, los buzones, las escaleras…
Llegué frente a su puerta, palpé el borde del marco y, tal y como había dicho Alain, encontré la llave. La metí en la cerradura y abrí.
—¿Alain…?
No me contestó, pero había luz al fondo. Seguramente, seguiría en la ducha. Decidí entrar e ir acomodándome frente al ordenador. Iba quitándome el trench mientras recorría el corto pasillo cuando la sorpresa se materializó dramáticamente al llegar al salón.
—¡Dios mío, que…!
Antes de que pudiera terminar la frase, me inmovilizaron agarrándome por la espalda y colocando un brazo en torno a mi cuello.
—¿Quién coño es esta tía? —exclamó una voz desconocida para mí.
Intenté mirar a mi alrededor, pero el brazo me presionaba la garganta y cada vez que quería moverme me ahogaba. Antes de pensar en nada, me dejé llevar por el pánico: abrí la boca para gritar como una descosida, pero me encontré una mano sobre ella y una pistola encañonándome el cuello. Me quedé sin voz. Y sin respiración al ver el panorama espantoso que se abrió ante mí.
La habitación estaba completamente revuelta, todo tirado por el suelo. Alain, atado a una silla y amordazado, se retorcía entre las cuerdas en un vano intento por deshacerse de ellas, gimiendo tras la cinta de embalar que le cubría la boca. Observé espantada que tenía la cara cubierta de sangre. Junto a él había un tipo bajito, con la pinta de un portero de discoteca pendenciero. La misma del tipo que me encañonaba, aunque éste era más grande, un machaca de gimnasio. A ninguno de los dos los había visto en mi vida.
El tipo bajito me miraba con tanta furia como desconcierto. Los matones, la pistola, las cuerdas, la sangre en el rostro de Alain… Empezaron a hormiguearme hasta los dientes.
—¿Qué hacemos con ella? —preguntó el que me apuntaba con la pistola; noté un acento raro en su francés.
El otro pareció dudar antes de encararse conmigo.
—¿Dónde están los papeles? —me gritó tan cerca de la cara que me salpicó con su saliva.
El gorila quitó la mano para que pudiese responder. Apenas me salía la voz al hablar:
—¿Qué… qué papeles? No sé de qué me habla… ¿Qué está pasando?
—¡Los papeles, nena! —replicó como si fuera obvio—. Este hijo de puta no los tiene.
De pronto, cogió a Alain del pelo y tiró hacia atrás de su cabeza hasta hacer desaparecer su nuca.
—Díselo tú, tío —le ordenó al tiempo que le quitaba la cinta de embalar que le cubría la boca; el tirón sonó como si se hubiera llevado parte de la piel pegada a la cinta.
—¡Jodeeeer! —se quejó Alain. Arrugué la cara: a mí también me había dolido aquella depilación en seco.
—Alain… —Con los nervios arrastraba la voz.
—¡Qué papeles ni qué coño! —gritó él fuera de sí—. ¡Sólo me habéis sujetado y me habéis molido a palos, cabrones!
—¡Cállate, gallito!
Su audacia terminó en un humillante manotazo que le sacudió la cabeza.
—¡Basta ya! ¡No le pegues! —ordené, ingenua.
Es más, creo que en respuesta a mis reclamaciones, aquel salvaje descargó con saña un fuerte puñetazo en el estómago de Alain.
Me entraron ganas de llorar cuando le vi contraerse entre las cuerdas, toser desaforadamente y boquear como si le faltara el aire.
Me lo pensé dos veces antes de volver a protestar hasta que la impotencia hizo que se me saltaran las lágrimas de rabia mientras contemplaba a Alain retorcerse de dolor y a los matones regocijarse de ello con una sonrisa sádica.
Cuando Alain empezó a recuperarse, alzó la cabeza y me miró. Tenía la cara desencajada y apenas encontraba el aliento para hablar.
—Lo… siento… O… Ojalá no… no te hubiera dicho… que vinieses… —Volvió a toser.
Las lágrimas me impidieron responderle. Rodaban sin control por mis mejillas; ni siquiera me atrevía a secármelas, no con una pistola apuntándome el cuello.
—Ya está bien de tanta escenita de los cojones, me estáis poniendo nervioso.
El tipo de acercó a mí, me tiró del brazo con ganas de hacerme daño y me sentó de un empujón en una silla.
—¡Déjala, joder!
En silencio deseé que Alain no hubiera protestado. El matón no pareció muy alterado, simplemente se volvió hacia su compañero y le ordenó:
—Enséñale a ese gilipollas quién da aquí las órdenes.
Sin mediar palabra, el otro asintió y le propinó a Alain una bofetada. El restallido de la piel me estremeció, su grito de dolor me dejó mal cuerpo y tuve ganas de volatilizarme, de poder despertar como si aquello fuera una pesadilla.
—No le peguéis más, por favor… —le rogué mansamente, tragándome las lágrimas para aparentar cierta dignidad, mientras me ataba a la silla—. Vais a matarle…
Él me miró con la boca muy estirada en una desagradable sonrisa amarillenta de dientes manchados de nicotina.
—Seguro que sí… Hay gente a la que le gustaría verle muerto, créeme.
—¿Qué es lo que queréis?
No me contestó de inmediato. Terminó de apretar las cuerdas de alpinismo en torno a mis tobillos, se levantó y me sujetó con fuerza por el mentón.
—Depende de lo que estés dispuesta a ofrecer… guapa. —Su mirada lasciva culminó con un lametón en mi cuello.
Me estremecí de repugnancia. Le hubiera escupido a la cara e insultado con las palabras más malsonantes. Sin embargo, me contuve; no quería empeorar la situación.
—Los papeles. ¿Quieres los papeles…? Están en mi casa —le mentí. Mi única neurona activa en aquellos momentos me sugería que la mentira nos daba tiempo.
Me arrancó el bolso de un tirón y empezó a rebuscar en su interior. Al instante, sacó unas llaves y me las mostró:
—¿Son éstas las llaves?
Asentí.
Se las metió en el bolsillo y, sin perder la calma, me agarró por el cuello del jersey.
—Sé dónde vives, lo que comes y hasta cuando tienes la regla. Por tu bien, más te vale que esto no sea un truco.
—¡Suéltala, cabronazo!
Alain volvió a provocarle inútilmente. Como una fiera, el matón se volvió contra él y se ensañó a golpes con su cara, mientras el otro le sujetaba la cabeza.
—¡Eres muy machote!, ¿verdad, gilipollas…? ¡Pero se te va toda la fuerza por la boca! ¿Te das cuenta de que puedo mearme en tu cara si me apetece, imbécil? ¡Cierra el pico de una puta vez!
—¡Basta! ¡Basta…! ¡Basta, joder! —gritaba yo, fuera de mí.
Con la misma furia, aquel maldito se encaró conmigo:
—Y a ti, zorra, más te vale no haber mentido. Porque si estás mintiendo, volveré, y no seré tan amable para sacarte la verdad, ¿está claro?
Estar atada de pies y manos mientras un sádico armado con una pistola te escupe sus amenazas a la cara: eso es el miedo. Y el miedo me hacía jadear, sudar, temblar y decir que sí a lo que fuera. Sobre todo, porque sabía que le estaba mintiendo, que él volvería y que yo me lo haría encima confesándole que lo que buscaba estaba en el coche.
—Quédate aquí y espera a que te llame —le dijo al hombre armario antes de salir.
Cuando el que parecía su jefe se marchó, cogió una silla y se sentó frente a nosotros. No nos quitaba la vista de encima, pero por lo menos había bajado el arma. Miré a Alain y se me encogió el estómago: su cara estaba teñida de rojo, la sangre le goteaba por la barbilla hasta el pecho y apenas podía mantener la cabeza erguida.
El gorila sacó un paquete de cigarrillos, cogió uno, lo encendió, y comenzó a fumar con tranquilidad. Aquella calma tensa, aquella extraña sensación de irrealidad; la angustia, la incertidumbre y el miedo. Aquella espera iba a volverme loca.
El silencio y la inacción convertían el tiempo en eterno. A cada segundo, que apenas si parecía pasar, yo me encontraba peor: los nervios cada vez me mordían con más fuerza y de estar sentada sin poder mover ni un músculo empezaba a dolerme todo el cuerpo.
Al rato, sonó el móvil del matón. Yo estaba tan nerviosa que me sobresalté.
Descolgó y se puso a hablar. Lo hizo en una lengua del este, algo parecido al ruso. El tono de la conversación era tranquilo y amistoso. Se levantó de la silla y comenzó a pasear por el salón mientras hablaba.
En un momento de descuido, Alain giró la cabeza hacia mí y me susurró algo. Tenía la boca hinchada y hablaba con tanta dificultad que me costó entender lo que decía.
—Voy a intentar algo. Sígueme la corriente.
—¡Pero, Alain, no hay nada en mi casa! —Yo iba a lo mío.
Y Alain a lo suyo:
—Tú sígueme la corriente…
—Pero ¿qué vas a…?
El gorila se volvió. Terminó la conversación y colgó el móvil. Nos miró pero no dijo nada. Parecía que no nos había oído hablar. Volvió a su silla y siguió fumando.
De pronto, Alain empezó a moverse violentamente, con espasmos que sacudían su cuerpo de arriba abajo.
El gorila se levantó y sacó la pistola. No entendía muy bien qué pasaba, qué era aquel arrebato.
En una fuerte convulsión, Alain empujó la silla para atrás y cayó con ella al suelo.
—¡Tiene un ataque! ¡Es epiléptico! —grité yo.
El gorila me miró. Volvió a mirar a Alain. Siguió apuntándole con la pistola mientras Alain seguía convulsionándose en el suelo. Yo misma llegué a asustarme.
—¡Hay que hacer algo, por Dios!
El otro me miró desconcertado.
—¡Si no lo ponemos de lado se ahogará!
Alain gemía, giraba la cabeza de un lado a otro, se golpeaba contra el suelo.
—¡Joder! ¡Haz algo! —No tuve que actuar mucho para mirarle con la cara desencajada.
—¡Hazlo tú, coño! —reaccionó al fin. Era evidente que la situación le estaba sobrepasando.
Me desató a toda prisa. En cuanto estuve libre, me puso la pistola en la espalda.
—Espero que esto no sea un truco, porque a la primera tontería, disparo.
Me agaché junto al cuerpo convulso de Alain. No paraba de retorcerse con violencia y temblar entre espasmos; tenía los ojos casi en blanco. De no ser porque sabía que fingía, me hubiera muerto de la angustia. Con fuerza, empujé la silla para ponerle de lado. ¿Qué se suponía que debía hacer después?
—Hay que aflojarle las cuerdas, le oprimen mucho el pecho y se está ahogando —se me ocurrió decir.
El gorila se puso justo detrás de mí, la pistola siempre apuntándonos.
—Ya sabes: a la primera tontería, disparo.
Empecé a desatar a Alain. En cuanto las cuerdas estuvieron flojas, uno de sus movimientos bruscos me empujó contra las piernas del gorila, que perdió el equilibrio. No llegó a caerse, pero en el intervalo, Alain aprovechó para coger un elefante de bronce que había tirado en el suelo y lanzárselo al gorila a la cabeza. Acertó de pleno, pero como Alain estaba débil no le dio con suficiente fuerza y sólo lo atontó.
Con una rapidez y una decisión que me sorprendió a mí misma, me levanté de un saltó, recogí el elefante y lo descargué sobre la cabeza de aquel tipo. Se desplomó.
Le contemplé tendido a mis pies. No me llegaba el aire ni para hablar. Con la salida de la tensión, creí que me daría a mí el ataque, pero de nervios, y empecé a balbucear con incoherencia.
—Dios mío, Dios mío, Dios mío…
Sólo fui capaz de reaccionar al ver a Alain intentar terminar de desatarse y darme cuenta de que me necesitaba. Me arrodillé junto a él y le quité las cuerdas.
—¿Cómo estás? —le pregunté mientras le ayudaba a ponerse en pie.
—No lo sé… Vámonos de aquí…
Trató de caminar pero no pudo.
—Tendrás que echarme una mano… —admitió con apuro.
Iba a pasarle el brazo sobre mi hombro pero me detuvo.
—Espera… Coge mi portátil y el móvil de ese hijo de puta.
Le obedecí: cerré el portátil y apresuradamente lo metí en su bolsa. Con aprensión, le saqué a aquel tipo el móvil del bolsillo de la chaqueta. No se movió.
—¿Estará… muerto?
—Ni lo sé, ni me importa —replicó Alain—. Vamos.
Aún me temblaban las piernas, pero me esforcé en mantenerlas firmes para cargar con el peso de Alain, que caminaba torpemente apoyado en mis hombros. En realidad, hubiera deseado poder correr y salir de allí bajando los escalones de dos en dos.