A las puertas del infierno
A las ocho y media en punto atravesaba el hall del edificio L’École completamente vestida de negro, con un moño sencillo, un maquillaje discreto y un pequeño bolso con un brazalete, una insignia, una tarjeta de plástico y la BlackBerry apagada. Di las buenas noches a Philippe y me adentré en las calles de París en dirección a la rue de Lille, a tan sólo dos manzanas del apartamento.
Mis pasos eran vacilantes, los tacones parecían de goma. Armarse de valor no significa ser valiente. Y yo estaba muerta de miedo.
Según lo previsto, frente a la Galerie Parisienne había un Range Rover negro, cuya carrocería brillaba impecable a la luz de una farola. La puerta del conductor cedió sin problema y me senté frente al volante. El frío de la tapicería de cuero color arena en mi espalda no resultó el mejor recibimiento. Sin embargo, encaramada a aquel imponente todoterreno tuve una curiosa sensación de seguridad y sentí deseos de echar los pestillos y quedarme allí de por vida. Una sensación tan absurda como pasajera que se volatilizó en cuanto pulsé el botón de encendido del coche y la pantalla del navegador comenzó a trazar la ruta a seguir: autopista A6A dirección Bordeaux-Nantes. Tenía las manos heladas cuando las coloqué sobre el volante para desaparcar.
El navegador me llevó hasta Fontainebleau, donde tomé un desvió hacia Champagne-sur-Seine. Tras una sinuosa carretera plagada de curvas, que se adentraba paulatinamente en un bosque espeso, las indicaciones del navegador se detuvieron frente a la enorme puerta de forja labrada de un recinto cerrado. Unas cámaras de seguridad grababan mi llegada mientras un guardia, con pinta de escolta de alguien muy importante, se aproximaba al coche. Repasando las instrucciones de Von Bergheim, bajé la ventanilla y le mostré la tarjeta. Sin mediar palabra, anotó el número de mi identificación y el de la matrícula del coche. La verja se abrió lentamente y el guardia me dio paso con un gesto de la mano. Se me hizo un nudo en la garganta cuando, por el espejo retrovisor, vi que la verja volvía a cerrarse a mi espalda: ya no había marcha atrás. Por intuición seguí el camino recto que se prolongaba frente a mí. Atravesé una zona boscosa al final de la cual se abría un enorme jardín y se vislumbraba la silueta recortada sobre la noche negra de un château renacentista iluminado con elegancia. A medida que me aproximaba, me iba maravillando con la belleza y la grandeza del palacio, que exhibía majestuosamente los elementos clásicos del Renacimiento francés: las torres cilíndricas angulares coronadas por tejados de pizarra puntiagudos, las chimeneas abigarradas y las escaleras de doble tramo.
En la gran explanada de acceso frente al palacio estaban aparcadas varias decenas de coches, ninguno de ellos de menos de sesenta mil euros. Conduje el Range hasta la entrada principal y lo detuve al pie de la escalera, donde un aparcacoches, con el mismo aspecto de escolta que el guardia de la entrada, me abrió la puerta y me ayudó a bajar. Me quedé de pie unos segundos, firme frente a la escalera, como si hubiese llegado a las puertas del infierno, amenazada por un silencio y una soledad que no presagiaban nada bueno.
—Madame… Debe subir, por favor. —El aparcacoches me sacó de mi ensimismamiento.
Luchando por controlar el temblor de los dedos, me coloqué el brazalete y la insignia. De pronto, recordé la imagen de Tom Cruise en Eyes Wide Shut llegando a la ceremonia de la secta: todo aquello resultaba alarmantemente parecido. Exhalé con profundidad queriendo aliviar una incómoda opresión en el pecho, pero con el suspiro sólo conseguí expulsar aire. Finalmente, ascendí por la escalera.
Al final de los peldaños, un hombre me abrió una pesada puerta de madera y accedí a un hall gigantesco y oscuro, con paredes de granito y pesadas telas encarnadas. La sensación de cerco peligroso aumentó con aquella escenografía siniestra. Otro hombre me pasó un detector de metales por todo el cuerpo y me pidió la tarjeta. Justo cuando iba a deslizarla por un lector, llegó un tercero.
—Te buscan en control —le susurró—. Ya me encargo yo…
El interpelado se tocó un auricular que llevaba acoplado en el oído.
—No me han comunicado nada…
El otro se encogió de hombros, pero finalmente su compañero se marchó.
El recién llegado me devolvió la tarjeta sin pasarla por el lector. Entonces, con un rápido movimiento deslizó algo en mi bolsillo.
—Es un teléfono móvil —susurró sin mirarme, simulando anotar algo en un registro—. Las comunicaciones están intervenidas, no podrá usarlo para hacer llamadas, pero recibirá una; esté atenta.
Me quedé de piedra, escrutando con la vista a aquel hombre para encontrar en él algún rasgo familiar. El mismo traje de chaqueta negro, las mismas gafas oscuras y la misma pinta de escolta que los demás. Nada en él parecía diferente, nada me resultaba ni remotamente conocido.
—Pero ¿quién…?
Él siguió hablando sin alzar la vista:
—Siga por este corredor hasta salir al patio de armas. Ubíquese en un asiento de la última fila… Y controle ese nerviosismo. Es vital que no llame la atención. Usted no debería estar aquí.
—Entonces me iré. —Hice ademán de darme la vuelta. Aquello era mucho más de lo que necesitaba para quebrar mi débil determinación.
—Entre. Ahora.
Desde luego que aquella conversación no me tranquilizó, pero intenté avanzar por el pasillo con paso firme y manteniendo la compostura. Un pasillo eterno y claustrofóbico, sin entradas ni salidas, tan sólo un vano al fondo por el que se colaban reflejos de luz anaranjada y temblorosa y los ecos de un discurso acalorado.
Quedé sobrecogida por el espectáculo que me aguardaba al final: un despliegue de imaginería neonazi transformaba aquel patio de armas en una escena del Berlín prebélico. Banderas, estandartes y colgaduras que vestían la piedra de rojo, blanco y negro. La única iluminación de unas antorchas repartidas por las columnas que rodeaban el patio. Hombres uniformados dispuestos en formación militar. Y, bajo una fotografía gigante de Himmler, un estrado ocupado por doce hombres cubiertos con túnicas rojas. Me llamó especialmente la atención que, en lugar de la esvástica, el emblema omnipresente era la runa sig, la runa de las SS.
No me atreví a adentrarme en aquel escenario y confundirme con una audiencia que vestía la misma indumentaria que yo, en su versión tanto masculina como femenina. Me oculté tras una columna aunque en realidad hubiera deseado que el suelo se abriese y la tierra me tragase para desaparecer de inmediato. Atónita contemplaba al orador que desde un estrado arengaba a una audiencia de no más de cien personas. La velocidad y fogosidad de su discurso en alemán, unido a mi colapso mental, me dificultaban su comprensión, pero de vez en cuando captaba palabras como guerra, poder, diablo, amenaza, islamismo, judaísmo, cristianismo. Entonces la diatriba cesó con el mismo ímpetu con el que se había desarrollado. La audiencia se puso en pie y aplaudió entusiasmada mientras empezaban a sonar los acordes de una música marcial de viento y percusión. Los aplausos cesaron y con la mano en el pecho los reunidos comenzaron a cantar un himno a viva voz que podía haber hecho estremecer los cimientos de aquel palacio.
SS marschiert in Feindesland
Und singt ein Teufelslied…[8]
En el momento de mayor estruendo noté que el móvil vibraba en mi bolsillo. Lo saqué, lo descolgué y lo acerqué a mi oreja sin atreverme a pronunciar una palabra.
—Lo que está escuchando es un himno de las SS —comenzó a explicarme una voz profunda—. Un canto a la lucha sin cuartel, hasta la muerte. Una declaración que anima a honrar la memoria de Heinrich Himmler y a llevar su doctrina a la práctica.
Apenas podía descifrar lo que me decía en mitad de aquel estruendo. Su tono grave y sus palabras confusas me producían náuseas. Sentí los latidos del corazón como martillazos en mis sienes. Todo comenzó a dar vueltas…
Wo wir sind da geht’s immer vorwärts.
Und der Teufel, der lacht nur dazu.
Ha, ha, ha, ha, ha!
Wir kämpfen für Deutschland.
Wir kämpfen für Himmler.[9]
—Esto es PosenGeist. Un nuevo orden, un nuevo mundo. No se convierta en cómplice de esta atrocidad. Hay bestias que no deben despertar. Deje que El Astrólogo siga siendo una leyenda.
—¿Quién es usted? —balbuceé.
—Márchese de aquí antes de que la descubran.
—Oiga… ¡Oiga!
La llamada se había cortado.
Me quedé contemplando el teléfono, absorta, aún aturdida por todo lo que estaba sucediendo, incapaz de asumir su magnitud ni sus implicaciones, incapaz siquiera de reaccionar para darme media vuelta y escapar.
Entonces, me agarraron del brazo.
—Acompáñeme.
Me volví, aterrorizada. Uno de los hombres de seguridad tiraba de mí hacia la salida.
—No… —Mi voz sonó débil, apenas surgía de la garganta—. No… Tengo que irme, lo siento…
—No es una sugerencia —replicó el hombre con una seriedad escalofriante.
Intuitivamente bajé la vista: una pistola apuntaba a mi estómago.
—¡Vamos!
Si aquel hombre no me hubiera obligado a avanzar, probablemente me habría desmayado.
Yo no podía dejar de hablar, exigía y daba explicaciones de forma simultánea e inconexa: era una forma de ahuyentar el miedo mientras me conducían de mala manera a través de corredores oscuros y enrevesados. Finalmente, con un violento empujón que enredó mis pasos di de bruces en el suelo de una estancia tan oscura como todo lo demás. El golpe contra la piedra fue lo único que me arrancó el habla de cuajo. Desde el suelo, contemplé angustiada las ventanas cerradas a cal y canto, y los pocos muebles viejos y deslucidos; noté la pestilencia a rancio y a humedad y un frío gélido me agarró los huesos. Comencé a temblar.
El guardia me alzó en volandas y me dejó en pie para registrarme a base de manotazos por todo mi cuerpo. Me quitó el móvil y la tarjeta con la que había accedido al palacio; lo único que llevaba encima. Después, me arrojó contra una silla.
—¡Este pase es falso! ¿Cómo lo ha conseguido? —sus gritos no eran muy elevados, pero el tono resultaba igualmente intimidante.
—Yo… Me lo enviaron…
—¿Quién se lo envió?
—No… no lo sé… —tartamudeé al borde del llanto—. Mire, creo… creo que ha sido una trampa… He sido víctima de una trampa… Yo no sabía a lo que venía…
—No me importa lo que usted sepa o no. Sólo me importa que no salga de aquí para contarlo.
—¡No! ¡Por favor! ¡No sé nada, se lo juro…!
—¡Silencio!
Antes de que aquel grito pudiera sobresaltarme, recibí un bofetón en la cara que me dejó aturdida. Al poco, noté las lágrimas resbalar por unas mejillas que me escocían como si estuvieran en carne viva.
—No seas animal, Paul. Si sigues golpeándola así, conseguirás que pierda el sentido antes de que pueda largarnos una palabra. Ya te he dicho mil veces que hay métodos mucho más eficaces.
Entre las lágrimas vi la imagen borrosa de otro hombre del cuerpo de seguridad que acababa de entrar en la habitación. No encontré fuerzas para protestar ni pedir clemencia. El miedo había anulado mi capacidad de reacción.
El segundo hombre se acercó a una mesa, abrió sobre ella un maletín y comenzó a hurgar en él. Como estaba de espaldas, no podía ver qué estaba haciendo mientras hablaba con su compañero.
—Además, esto nos garantiza que lo que diga sea verdad. Si no, es muy difícil evitar que mientan… Sujétala… —Según pronunciaba aquella orden se volvió con una jeringuilla en la mano.
—No… No… Suélteme… ¡Noooooo!
Empecé a gritar y a patalear como una posesa, y mi histeria aumentó en cuanto me sentí reducida por aquel bestia mientras veía al otro acercarse hacia mí mostrando la jeringuilla. Grité hasta desgañitarme porque no podía hacer otra cosa. Y cuando estaba a punto de desgarrarme la garganta…
—¿Qué está ocurriendo aquí? —exclamaron al fondo de la estancia por encima de mis gritos.
La escena se congeló unas milésimas de segundo. Mis gritos cesaron. Los guardias se volvieron hacia la puerta. Simultáneamente sonaron dos disparos. Los guardias cayeron fulminados. Yo también quedé en el suelo, acurrucada por instinto ante el temor de un tercer disparo.
Entonces, alguien tiró de mí para levantarme.
—¡Vamos! —Le miré conmocionada; llevaba el mismo uniforme que los demás: el traje, las gafas, el auricular. Y sin embargo…—. La ayudaré a salir de aquí. Tenemos que darnos prisa antes de que vengan refuerzos. Los disparos se habrán oído en todo el castillo.
Agarrando mi mano me condujo por los pasillos en una carrera desquiciada que apenas podía seguir. Doblamos varias esquinas hasta que atravesamos una portezuela oculta tras un tapiz, bajamos unas escaleras casi volando sobre los peldaños y llegamos hasta un túnel protegido por una gruesa reja. Aquel misterioso personaje la abrió con un estruendo de cerradura y un chirrido de goznes. Se asomó, iluminó el pasadizo con una linterna y ordenó:
—Sígame.
Tuvimos que adentrarnos en el pasadizo encorvados, pues el hueco no medía más de metro y medio. Se trataba de un túnel excavado en el subsuelo, húmedo, oscuro y angosto, que olía a raíces y a tierra mojada. Serpenteamos por él más tiempo del que yo hubiera deseado, acompañados por el único sonido de nuestros pasos sobre la tierra y nuestra respiración agitada. Apenas podía ver delante de mí otra cosa que la espalda de mi guía; por eso casi le embestí cuando se detuvo bruscamente frente a un muro de tierra sin salida aparente.
—¿Y ahora? —pregunté entre jadeos, a un palmo de sucumbir a un ataque de claustrofobia.
No me contestó. Se encaramó sobre las puntas de los pies y empujó una trampilla en el techo. Una oleada de aire fresco generó una pequeña corriente en el túnel y yo me sentí un poco mejor. A través de aquel agujero se distinguían las ramas de los árboles sobre un cielo azul oscuro sin estrellas.
—A partir de aquí, tendrá que seguir usted sola.
¿Sola? Aquella palabra solía aterrorizarme, pero en aquellas circunstancias fue devastadora.
—Pero…
—Cuando salga, estará en el bosque que rodea el château, pero aún dentro de la finca. Siga paralela al sendero pero no se le ocurra caminar por él, sería una presa fácil. A unos quinientos metros, se topará con un arroyo. Crúcelo. Avance en línea recta otros doscientos metros hasta llegar a la tapia de la linde. Tiene que saltarla. Por fortuna no estará muy lejos de una zona medio derruida, búsquela y salte por ahí…
—Un momento, un momento… ¿Que salte? No… No puedo… Eso está muy oscuro, no podré orientarme. ¿Y saltar? No, no, no. Yo no puedo saltar…
Estaba demasiado asustada y nerviosa como para hacer frente a todo aquello; incluso me entró una especie de risa floja.
—Escúcheme: no tenemos tiempo. Dentro de unos minutos toda la finca se llenará de guardias y perros. Si no sale ahora mismo por ese agujero, caerá en sus garras como un conejo. Haga lo que le digo. Detrás de la tapia, cruzando la carretera, encontrará el Range Rover oculto en el bosque. Deje de poner pegas si quiere volver con vida a París.
De la risa pasé al llanto.
—Pero… ¿no puede venir usted conmigo?
—No. —El hombre se colocó en cuclillas—. Póngase de pie sobre mis muslos, la ayudaré a salir.
Levanté la vista hacia el agujero: todo estaba oscuro ahí arriba.
—Déjeme al menos la linterna… No podré ver nada… —balbuceé.
—El haz de luz delataría su posición. Tendrá que arreglárselas sin ella. ¡Vamos!
Empecé a asumir que no había opciones: tenía que hacerlo. Temblorosa, subí los pies a sus piernas. Él me ayudó a mantener el equilibrio. Después, me sujetó por las caderas para impulsarme hacia arriba. Antes de que lo hiciera le miré.
—¿Quién es usted?
Tardó un par de segundos en contestar y, cuando lo hizo, la oscuridad me impidió apreciar su expresión. Me hubiera encantado verle la cara cuando dijo:
—Georg von Bergheim.
Inmediatamente después sentí que me empujaba con fuerza hacia arriba para encaramarme al borde del agujero. Al intentar trepar por él, me di cuenta de que tenía los brazos doloridos a causa del forcejeo con los matones. A duras penas logré salir a la superficie y, casi sin aliento, me asomé por la trampilla para echar un último vistazo a mi rescatador. Pero ya se había ido.
Por un momento, me quedé paralizada, tumbada en el suelo, inmóvil en medio del silencio y la oscuridad. Un silencio y una oscuridad que se fueron diluyendo segundos después. Los contornos empezaron a dibujarse a la tenue luz de la luna: los árboles, los matorrales, las lomas, las piedras… Y el aire se llenó de sonidos extraños: crujidos, rumores, trinos, aullidos…
Noté un cosquilleo en la mano y al mirar vi que una araña de patas largas trepaba por mis dedos. Me agité como si sufriera un terrible calambre para quitarme aquel bicho de encima y me puse en pie de un salto, asqueada. Me sentía fatal. Todo resultaba amenazador y me sobrepasaba. Sin embargo, aún conservaba algo de sensatez para saber que quedarme allí parada era lo peor que podía hacer.
Había suficiente claridad como para guiar mis torpes pasos por aquella maraña de sombras, así que busqué el sendero. No tardé en encontrarlo y lo seguí en paralelo, oculta entre la maleza. Me movía con lentitud entre unos arbustos tupidos que se alzaban más arriba de mi cintura y cuyas ramas me arañaban todo el cuerpo. Trataba de no pensar en los cientos de especies de bichos y alimañas que podían estar allí escondidos y concentrarme en calcular los metros que iba ganando.
No había avanzado mucho cuando escuché el primer ladrido. Me detuve en seco para cerciorarme y la confirmación no se hizo esperar en forma de otro ladrido y luego otro y otro, hasta que se repitieron cada vez con mayor frecuencia. Eché la vista atrás, pero no vi nada. Sin embargo, la sensación de cerco se hizo tan palpable que casi me estrangulaba. Traté de correr: era difícil y doloroso en aquel bosque denso; además, los zapatos de tacón no resultaban de mucha ayuda. Me los quité y aceleré el paso todo lo que pude, haciendo caso omiso de los pinchos y las piedras que se me clavaban en las plantas de los pies. Los ladridos me parecieron más cercanos y al echar de nuevo la vista atrás vi elevarse al cielo los haces de luz de unas potentes linternas. Enloquecida por el terror, huí rompiendo la maleza con el cuerpo. Varias veces tropecé y caí y otras tantas estuve a punto de sacarme un ojo con una rama. Debía de tener la cara llena de arañazos porque las lágrimas me escocían al deslizarse por la piel.
Por más que corría, el arroyo no aparecía por ningún lado. Empecé a sospechar que en la huida me había desorientado y había confundido la dirección. No podía seguir. Estaba agotada, casi sin respiración y un dolor agudo me punzaba el abdomen y me impedía caminar. Estaba segura de que los guardias estarían a punto de echárseme encima. Avancé unos pasos más como un juguete al que se le va agotando la pila mientras pensaba en darme por vencida y atrapada, incapaz de huir por más tiempo.
Entonces apareció de pronto, tan de golpe que a punto estuve de meter los pies en él sin darme cuenta. Allí estaba el arroyo, fluyendo plácidamente, ajeno a mi drama particular. No tuve tiempo de alegrarme por ello, simplemente me adentré en sus aguas heladas sin pensarlo. Por fortuna no era muy ancho ni muy profundo, tan sólo me cubrió las piernas hasta el borde de la falda en su parte más honda y tardé apenas un minuto en cruzarlo. Llegar a la otra orilla me infundió un poco de ánimo. De nuevo me creí capaz de escapar de aquella pesadilla.
Mojada, magullada, exhausta y doblada sobre el abdomen para sofocar el dolor de flato, recorrí los últimos metros hasta llegar a la tapia. Se me volvieron a saltar las lágrimas en cuanto la vi. Era más alta de lo que esperaba, pero habiendo llegado hasta ese punto, una tapia no era suficiente obstáculo para detenerme. Incluso pensé que prefería morir saltándola antes que en manos de aquellos fanáticos salvajes.
Encontré la parte a medio derruir. Algunas piedras habían caído hacia el interior y me ayudaron a encaramarme a lo alto del borde. Aun así, la caída desde allí era de más de tres metros. Miré unos instantes hacia abajo. Nunca antes había saltado desde una altura semejante. Aunque, para entonces, había hecho ya muchas cosas que nunca antes me había visto obligada a hacer… Dudé. Sólo unos instantes. Los ladridos de los perros me ayudaron a no pensar demasiado antes de cerrar los ojos y saltar.
No caí bien y me torcí una muñeca, pero no importaba: estaba al otro lado. Casi lo había conseguido.