Otro robo más

A las nueve de la mañana llegué a la Biblioteca Nacional de Francia, al llamativo y vanguardista edificio de le site François Mitterrand, con sus cuatro esquinas como cuatro libros abiertos de cristal. Como a esas horas Alain tenía clase, yo me encargué de buscar las noticias sobre el falso Giorgione.

Al terminar, recogí el material que había recopilado durante las tres horas reales de trabajo, las que me habían restado después de pasar los controles y solicitar los accesos a las salas y a los documentos. La idea era encontrarnos a las dos en la cafetería de la universidad, donde tomaríamos algo rápido para comer.

Sin embargo, cuando me encontré con Alain, todo aquello había pasado a un segundo plano. Algo había sucedido durante la mañana y no podía esperar a contárselo.

Lo que yo ignoraba era que él también tenía algo importante que decirme y fue más rápido en desenfundar que yo. Según me acercaba a saludarle, me abordó:

—Acabo de hablar con Camille… Joder, estaba histérica. Por lo visto ayer, al salir de la galería, cuando estaba en el parking recogiendo el coche, unos tipos le robaron a punta de navaja.

Escuchaba a Alain con atención, sin embargo, no estaba sorprendida. Me temía que una cosa así pudiera suceder.

—Lo único que le quitaron fue la grabadora con la cinta de la entrevista al barón.

Sin mediar palabra, abrí el bolso, saqué el móvil, busqué la lista de mensajes, recuperé el último y se lo enseñé.

Alain se mostró perplejo por mi comportamiento, que parecía ajeno a lo que acababa de contarme. Desconcertado cogió el móvil y lo miró. Su expresión cambió inmediatamente.

—¿Georg von Bergheim?… La madre que lo parió… ¿Qué dice?

Le traduje la frase en alemán:

—«Se lo advertí. Ahora, yo voy a por todas. Ellos, también»… Algo así.

—¿Ellos? ¿PosenGeist?

—¿Quién si no?

Alain suspiró con la mirada perdida en la pantalla de mi móvil.

—Está claro que van a por todas: a por ti, a por Anton, a por Camille… a por cualquiera que se acerque a El Astrólogo —concluyó a la vez que me devolvía el teléfono.

—Como ya te supondrás, al recibirlo se me puso la piel de gallina… —Alain sonrió ante mi guiño de humor—. Quiero que me deje en paz —afirmé con serenidad según nos sentábamos en una de las mesas de la cafetería. Aunque me enfrentaba al miedo con otra actitud, no podía negar que seguía asustada.

—Me temo que mientras no abandones esto, no lo va a hacer.

Alain se quedó pensativo. Al cabo de unos segundos, dijo:

—Lo que debe saber es que no estás sola… Déjame ver el mensaje otra vez.

No comprendía muy bien adónde quería ir a parar, pero volví a sacar el móvil y se lo pasé. A su lado, observé cómo le daba a la tecla de responder y empezaba a teclear en francés:

«Tengo una copia del diario y otra de la grabación. Ven a por ellas, hijo de puta. Alain Arnoux».

Le miré atónita.

—No tienes por qué hacer esto. No tienes por qué exponerte para provocarle. De hecho, prefiero que no lo hagas.

—Tenemos que saber quién es, Ana. Obligarle a dar la cara. ¿Quién es este tipo que husmea a tu alrededor, que ataca a todo el que se te acerca pero que a ti ni te roza? ¿Qué clase de psicópata es, que te acosa pero sin embargo te respeta y te protege? ¿Qué pinta PosenGeist en todo esto…? No sabemos nada y eso es lo que debería asustarnos más.

—Tampoco sabemos hasta dónde es capaz de llegar. Hay que tener mucho cuidado, Alain. Él mismo lo dijo: esto no es un juego. Y a fe mía que no lo es, he tenido ocasión de comprobarlo en mis propias carnes.

—Bien, pues sea lo que sea, yo también participo, con todas sus consecuencias. No puedo consentir que tú seas la única en su punto de mira. Estamos juntos en esto, ¿recuerdas?

Finalmente, le concedí una sonrisa, aunque fuera tensa.

—Creo que estás loco… Pero gracias.

Y Alain presionó la tecla para enviar el mensaje.