De papel en papel
«El martes iré a Madrid, ¿serás capaz de quedarte ahí quieta hasta entonces?». Mientras el AVE atravesaba a casi trescientos kilómetros por hora las tierras de Aragón y los árboles alineados junto a las vías pasaban frente a mi ventana como un borrón de pintura, pensaba en que en algún momento tendría que llamar a Konrad para decirle que no, que al final no sería capaz de quedarme ahí quieta hasta entonces.
En aquel momento vibró la BlackBerry: era Alain.
—Hola, doctor Arnoux.
—¿Estás todavía en el tren?
—Bueno, sólo hace diez minutos que hemos colgado nuestra última llamada. Sí, todavía estoy en el tren. ¿Y tú? ¿Sigues en el despacho de tu abuelo?
—Sí… Tengo delante una foto que creo que es de Sarah Bauer en París…
Aquello me hizo abrir los ojos de sorpresa.
—¿En serio? ¿Cómo es?
—Es de un grupo de personas: cuatro hombres y dos mujeres. Están en la parte de atrás de una camioneta. Ellos van armados y muestran sus fusiles a la cámara como si ése fuera el auténtico motivo de la foto. Es increíble cómo se parece una de las mujeres a mi hermana…
—Sarah…
—Me temo que sí… Es curioso, junto a la foto encontré un envoltorio de chocolate… Chocolat Menier, es una marca antigua. Ambos están sujetos con un clip.
Oí un crujir de papeles al otro lado del teléfono.
—Qué bonito, Alain… Imagínate la cantidad de historias y de recuerdos escondidos detrás de esa foto y de ese envoltorio.
—Es… extraño mirar a Sarah Bauer a la cara. No sé cómo explicarlo… —No hacía falta, yo había sentido algo así al ver a Georg von Bergheim, es como encontrarse con el pasado—. Me gustaría que la vieses.
—Ven a enseñármela.
—Tal vez lo haga —mintió, lo supe por el rumor de su sonrisa al teléfono.
—Te llamaré cuando termine la reunión, ¿vale?
Claramunt Abogados ocupaba una planta entera de un edificio antiguo en el Paseo de Gracia. El despacho de Roger Claramunt, amplio y extremadamente clásico, probablemente no habría sido reformado desde que Joan Carles Claramunt fundó la firma allá por 1930. Así que cuatro generaciones de abogados se habían sentado en ese mismo sillón giratorio de cuero, frente a esa misma mesa de madera noble, por no hablar de que habían consultado los mismos repertorios de jurisprudencia rojiblancos de Aranzadi que, con el paso de los años, habían ido cubriendo las paredes como la hiedra. Lo único que parecía moderno, aunque no demasiado, era la fotografía de tres niños sobre la mesa.
El señor Claramunt era un hombre de unos cuarenta años, de talante amable sin ser excesivamente expresivo y con el aspecto formal de quien carga con ochenta años de tradición familiar a la espalda, igual que su propio despacho. Pero me gustó que empezara mostrando empatía con la causa de la European Foundation for Looted Art.
—Recientemente vi un documental de la BBC sobre el expolio nazi de obras de arte. Se trata de un tema que desconocía y me pareció verdaderamente interesante. Ha de ser un trabajo muy gratificante rastrear el origen de todas esas obras dispersas por el mundo para encontrar a sus propietarios.
—Sí que lo es. Aunque, bueno, yo no pertenezco a la Fundación, sólo estoy colaborando momentáneamente con ellos… Por cierto, ¿ha recibido un e-mail del doctor Arnoux?
—Sí, sí, me llegó ayer.
—Le pedí que le escribiera porque entiendo sus reparos respecto a mi petición, y precisamente por eso no quería que tuviese dudas sobre el verdadero motivo de acudir a usted, que no es otro que localizar a algún heredero de los Bauer.
—¿No hay nadie que haya reclamado la propiedad de la colección?
—No. Aunque eso no quita que la Fundación intente restituirla. La cuestión es que, después de la guerra, la familia Bauer, como la mayoría de las familias judías que permanecieron en Francia, fue exterminada. La única posibilidad de dar con algún descendiente es a través de una de las hijas de la familia: Sarah Bauer, que pudo haber sobrevivido al Holocausto y a la guerra.
El señor Claramunt contrajo los labios en un gesto de contrariedad.
—Pues lamento decirle que nadie se apellida Bauer en este expediente —anunció, refiriéndose a la carpeta amarilla sobre la que apoyaba las manos cruzadas.
No me decepcioné. Después de tantos meses, estaba curtida en decepciones y sabía que aquella visita no sería la solución a todas mis dudas.
—Pero quien vendió esa propiedad de Estrasburgo tenía que estar legitimado para vender y, por tanto, ser su dueño. Aunque la venta se llevara a cabo a través de una sociedad, de algún modo la sociedad debería tener potestad para hacerlo.
—En principio, sí… Verá, doctora, este asunto tiene más de treinta años, fue mi abuelo quien lo llevó. A simple vista, el expediente no expone nada singular: únicamente se trata de la constitución de una sociedad anónima, entre cuyos activos figura la mencionada propiedad de Estrasburgo. También incluye los poderes que se otorgaron a favor de Claramunt Abogados para llevar a cabo la compraventa. El contrato de compraventa propiamente dicho y toda la documentación aneja: notario, registro, etc. Se puede decir que la sociedad se constituyó con el único fin de realizar esta operación, porque al poco, se disolvió.
—Y entre los socios…
—No hay nadie que se apellide Bauer —concluyó él, leyéndome el pensamiento.
—Ni tampoco hay forma de averiguar cómo y de quién adquiere la sociedad esa propiedad…
—Con lo que hay aquí, me temo que no.
Entonces sí que empecé a sucumbir a la desilusión: ¿es que no me llevaría de aquel encuentro ni siquiera un nombre o un dato del que seguir tirando? Sin embargo, antes de que me diera tiempo a mostrar mi desengaño, el señor Claramunt continuó:
—Pero, como le decía, este asunto lo llevó mi abuelo, que todavía vive. Tiene noventa y cinco años, una salud de hierro y, lo que es mejor, una memoria prodigiosa. Como siento curiosidad por este tema, anoche hablé con él. Se acordaba de este asunto a la perfección porque, casualmente, mantenía cierta amistad con quien se lo encargó. Aunque lamento comunicarle que esa persona ha muerto recientemente.
—Oh, vaya… —Ya nada pudo evitar que manifestase sin reparos que aquella reunión se estaba convirtiendo en una enojosa sucesión de jarros de agua fría.
—No se desanime. Lo que puede ser una mala noticia para usted, a mí me permite levantar la mano en cuanto al cumplimiento del deber del secreto profesional se refiere…
—¿Qué quiere decir? —pregunté con cautela, no quería hacerme ilusiones.
—Quiero decir que si esa persona ya ha fallecido, no hay ningún inconveniente en que yo le revele su identidad y sus datos. Quizá con ellos pueda localizar a algún familiar que le facilite más información.
Sé que la cara me debió de brillar como la de un niño frente a un caramelo. Quizá por eso Roger Claramunt sonreía con satisfacción.
—¿Sería eso posible? Le estaría muy agradecida. Ya no me quedan muchas puertas a las que llamar antes de darme por vencida.
Su respuesta se materializó abriendo el expediente, cogiendo papel y bolígrafo Montblanc y comenzando a apuntar. Hizo todo ello sin perder la sonrisa.
—Aquí tiene…
—Gracias.
Deslicé la vista por el papel:
Stéphane Debousse
L’Ametller, Camí de Cala Blau, s/n
Deià, Mallorca
—Stéphane Debousse —leí en voz alta—. ¿Francés?
—Suizo.
Volví a mirar mi último trofeo. De papel en papel, como en una búsqueda del tesoro para niños. Stéphane Debousse, suizo… Una vez más, a cada paso que daba hacia El Astrólogo parecía alejarme más de él.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé, Alain —confesé desanimada—. El rastro se vuelve cada vez más confuso, si es que alguna vez fue claro. ¿Qué pinta ahora un suizo (por cierto, muerto) en todo esto?
—Sólo hay una forma de averiguarlo…
—Lo sé. Pero me da miedo que esta vez acabe definitivamente en un callejón sin salida. Me da miedo que esta vez simplemente acabe…
—No todo se habrá acabado, créeme. Siempre hay un después…
—¿Y estás segura de que eso te llevará a El Astrólogo?
—Claro que no, Konrad —confesé enojada—. No puedo estar segura de nada. Pero es lo único que tengo…
—¿Lo único que tienes después de tres meses de investigación?
—No empecemos, por favor. Si me vas a tratar como a uno de tus contables, te aseguro que cuelgo el teléfono.
—Está bien, meine Süße, no te pongas melodramática. Agota lo que tienes. Luego, ya veremos.