Sola no podía conseguirlo
Konrad no solía perder los papeles, era demasiado elegante para eso. Además, su arma más temible era su frialdad, una frialdad que rozaba el punto de congelación y con la que podía paralizar a sus víctimas. Por eso no montó en cólera cuando le conté lo que me había sucedido en el apartamento de Alain. Simplemente, entornó sus ojos de hielo y exhaló con un aliento no menos helado: «Más vale que ni siquiera vuelva a acercarse a ti».
—Quédate conmigo en París —le rogué—. Ayúdame tú a investigar. Eres un hombre brillante y entre los dos lo conseguiremos. No me dejes sola…
Konrad me devolvió una mirada cargada a partes iguales de amor y condescendencia.
—Sabes que no puedo, meine Süße. Pero estoy seguro de que, a pesar de todas estas contrariedades, no me defraudarás.
No quería hacerlo. De verdad que no quería. Especialmente cuando había conseguido acercarme un poco más a El Astrólogo. Pero me hallaba ante un muro impenetrable: el muro de mi propia desidia.
Me harté de mandar e-mails y de llamar por teléfono a decenas de archivos en media Europa y en Estados Unidos. No conseguía dar con el dossier Delmédigo.
Desde luego que estaba haciendo algo mal, pero no sabía qué. Probablemente, haberme lanzado a lo loco a buscar una aguja en un pajar, un documento cuya autoría, procedencia y contenido desconocía en un mar de archivos dispersos por el planeta desde Washington hasta Moscú.
Yo creía que intentaba demostrarme a mí misma, y al resto del mundo, que no necesitaba a nadie para resolver el misterio y me había puesto a actuar, pero sólo a actuar, como una de esas centralitas automáticas que lanza llamadas sin ton ni son esperando a que alguna conteste. En mi actuación de centralita automática faltaba el análisis, el método y el sentido común, los pilares básicos de cualquier investigación. Nunca hubiera llegado a buen puerto así, podría haber muerto enviando correos sin mesura.
Un psicoanalista hubiera dicho que, muy al contrario, lo que pretendía era demostrarme a mí misma y al resto del mundo que sola no podía conseguirlo. Y hubiera tenido razón.
Desayunaba, comía y cenaba sola. Me acostaba y me levantaba sola. Incluso hablaba sola, salvo el par de veces que llamaba a Konrad y la docenas que llamaba a Teo. En París me sentía sola, más sola de lo que nunca antes me había sentido. Y eso me asustaba más que miles de SMS amenazantes.
Tardé dos semanas en darme cuenta de ello. En desear desesperadamente marcharme de allí. Echaba de menos Madrid, mi casa, mi trabajo en el museo, los mimos de Teo, la comida de Toni y salir a cenar los viernes con Konrad al Arome; incluso echaba de menos discutir con mi madre todos los domingos. Echaba de menos mi vida y quería recuperarla.
Por eso, el primer día que sonó el despertador y la simple idea de abandonar la cama para enfrentarme a otro día más de soledad en París se me hizo insoportable, ese mismo día que, a pesar de no estar cansada, me lo pasé dormitando entre las sábanas hasta el anochecer, decidí que había llegado el momento de terminar con todo aquello antes de que cayera en una depresión, si es que ya no estaba inmersa en una de ellas.
—Konrad, necesito volver a Madrid. Ya no puedo seguir aquí ni un minuto más. No lo soporto… —le confesé por el teléfono, intentando tragarme las lágrimas porque sabía que no las toleraba, y conteniendo la respiración ante el temor de que me reprochara mi debilidad y decidiera abandonarme por ello.
—De acuerdo, meine Süße. Pero sólo te pido que esperes un par de días más. El viernes me reuniré contigo allí en París, estamos organizando una fiesta para presentar la nueva línea de móviles y quiero que me acompañes.
—Si es lo que tú quieres…
—Vete de compras. Date una sesión de belleza en un spa; le diré a mi secretaria que te pida cita en el Dior Institut del Plaza Athénée. Quiero que estés radiante. Te prometo que el domingo nos volveremos juntos a Madrid si eso es lo que deseas.
Colgué el teléfono descorazonada. A veces, Konrad sólo escuchaba mis palabras, no me escuchaba a mí. Pero no se lo tuve demasiado en cuenta porque lo cierto era que se había mostrado muy benévolo con mi deserción.