Debería preguntarle a Konrad Köller
A la mañana siguiente me levanté tarde y con hambre tras la noche de abstinencia. Como ya había pasado la hora del desayuno, me tomé un brunch[11] en el bar del hotel mientras hojeaba el periódico en una suerte de calma tensa: café, huevos benedictine con salmón, tortitas con nata y caramelo y yogur con muesli y fruta; unas reservas más que suficientes para llegar ilesa hasta la cena. Me levanté de la mesa sin haberme deshecho del pegajoso runrún con el que me había despertado y que ni la comida ni la prensa habían conseguido acallar.
«Si de verdad quiere saber qué es PosenGeist, debería preguntarle a Konrad Köller».
De quedarme en el hotel mascando aquello, acabaría volviéndome loca. De modo que aproveché que había dejado de llover para dar un paseo sin rumbo fijo ni destino conocido: se trataba más bien de un paseo interior.
Enfilé la cuesta que abandonaba el pueblo pensando que nunca se sabe con exactitud cuándo las cosas empiezan a fallar. Es como esa vieja radio que un día deja de sonar: con un golpe parece recuperarse, pero cada vez necesita más golpes para funcionar, y cuantos más golpes recibe peor funciona, hasta que llega un momento en el que no importa cuánto se la golpee, deja de sonar para siempre. Entonces, ya nadie recuerda cuándo iba realmente bien… Ni tampoco por qué empezó a fallar. Lo único que se sabe es que falla. ¿Desde cuándo estaba dándole golpes a la radio para que volviera a funcionar? Tal vez Konrad no se había dado cuenta, pero cada una de mis rabietas se asemejaba a un golpe y yo sabía que la radio ya no soportaría muchos más.
Creí que podría reducir todo el problema al absurdo: a los zapatos de tacón, que cada vez me hacían más daño; al Mercedes SLK, que cada vez tenía más arañazos; a mi trabajo de relaciones públicas en el museo, que paulatinamente me hacía sentir más lejos del arte. ¿Sería el hecho de tener que ir cada semana a la peluquería lo que odiaba?, ¿o quizá sentirme culpable por llevar gafas en vez de lentillas…?
No me tranquilizaba que las razones fueran tan superfluas: zapatos de tacón, Mercedes, gafas, peluquerías… No podía ser que estuviera poniendo en tela de juicio mi relación por menudencias como aquéllas. Tenía que haber algo más… Pero era incapaz de señalar con el dedo a un culpable claro entre los miles de rostros semejantes que desfilaban ante mí en aquella particular ronda de identificación. Quizá la sombra de Konrad era demasiado alargada, quizá no me dejaba ver el sol; quizá Konrad valía su peso en oro, literalmente, y su peso en oro no me dejaba respirar; quizá me había cansado de ser esa «casa con posibilidades» que Konrad se divertía reformando a su antojo… Al principio, me gustaba, lo necesitaba, me daba seguridad; le quería. Fue fácil y placentero mientras estaba enamorada de Konrad… Quizá ya no estaba enamorada de Konrad… Quizá fuera tan simple como eso…
Simplemente Konrad. Konrad había cambiado. No hubiera podido precisar cuándo exactamente había empezado a hacerlo, ni cuándo había dejado de ser el hombre al que yo admiraba y amaba, el hombre del que dependía de un modo enfermizo, para convertirse en un ser desequilibrado, irascible y oscuro… Tal vez desde que me había clavado los dedos con saña bajo el mentón y me había besado con violencia hasta hacerme sangrar… Desde entonces, sus dedos y sus labios se habían quedado impresos en mí como una marca de fuego, recordándome cuán oscuro podía ser y cuán engañada me había tenido.
«Si de verdad quiere saber lo que es PosenGeist, debería preguntarle a Konrad Köller».
Me encontré en la puerta del hotel con la misma sospecha corrosiva con la que había iniciado mi paseo. Un paseo impreciso que había durado un tiempo impreciso y había transcurrido por un recorrido impreciso. Me pregunté si sólo había estado dando vueltas sobre mi propio eje, intentando obsesivamente encontrar una salida a aquella situación… La parálisis por el análisis: era un característico defecto mío, uno muy cobarde, un rasgo de inseguridad. ¿Qué demonios importaba saber por qué? Nada, no importaba nada. Sólo era una treta, una excusa para no tener que afrontar la decisión más difícil: ¿hasta cuándo?
¿Hasta cuándo estaba dispuesta a mantenerme ciega y necia por miedo a lo que pudiera descubrir tras la sonrisa de Konrad? Esa sonrisa de la que una vez me había enamorado…
—Hola.
Me di media vuelta y me encontré con Alain que regresaba después de haber comido con su abuela.
—Hola —respondí un poco aturdida, saliendo aún del pozo negro de mis divagaciones.
Nos contemplamos durante unos segundos: la conversación parecía haber terminado donde empezó.
Noté unas primeras gotas de agua caer sobre mi cabeza; volvía a llover. Contra todo pronóstico, Alain no mostró la más mínima intención de ponerse a cubierto. Yo tampoco.
—¿Vienes o te vas? —quiso saber.
—Vengo. De dar un paseo… ¿Qué tal con Sarah?
La cara de Alain se iluminó a la sola mención de su nombre.
—Bien. A veces, resulta extraño… Pero es… bonito. Me gusta cómo me abraza; nadie me había abrazado así antes…
—Es un abrazo de abuela. Son especiales.
—Sí, supongo… Como los abrazos de una madre… Eso ha sonado un poco obsesivo, ¿verdad? —No esperó respuesta—. Judith me diría que tengo que madurar…
—No podrías haberlo hecho antes. Ni tu madre ni Sarah estaban allí para abrazarte. Esas cosas también son necesarias para crecer…
La lluvia arreciaba y empezaba a mojarnos la cara y la ropa. Alain se encogió de hombros.
—Dicen que nunca es tarde si la dicha es buena… ¿Y tu dolor de cabeza?
—Mejor…
—¿Y tú?
Aquello me cogió por sorpresa.
—¿Yo?
—Sí… Te noto… preocupada… A lo mejor te apetece tomar un café y hablar…
Me debatía entre aceptar la invitación de Alain o refugiarme en mi caparazón, cuando escuché a Konrad gritar mi nombre:
—¡Ana!
Desde la entrada del hotel, a cubierto de la lluvia, me hacía gestos para que me acercase. Me tomé cierto tiempo antes de decidirme a ir hacia él.
—Lo siento, no sabía que le estuvieras esperando… —se disculpó Alain.
«Y yo lo había olvidado», pensé. Sin embargo, callé y acepté sus disculpas con una sonrisa antes de encaminarme hacia el interior del hotel. Él me siguió.
Sólo al entrar en el hall cálido y seco me di cuenta de lo mojados que estábamos. Konrad nos miró con un evidente gesto de desaprobación.
—¿Ya estás aquí? —constaté lo obvio.
Konrad aprovechó para besarme fugazmente en los labios.
—¿Que si ya estoy aquí? ¡Por Dios, Ana, llevo dos horas esperándote! ¿Recuerdas que te dije que llegaría a mediodía? Y por supuesto no has respondido al móvil…
—Me lo he dejado en la habitación.
—¿Qué hay, Konrad?
Alain abrió un paréntesis con una mano tendida entre nosotros. Konrad se la estrechó y al notarla mojada, torció aún más el gesto.
—Bien, bien —contestó mientras se secaba la mano en el pantalón—. Discúlpanos… eh… Alain. Pero me gustaría que nos dejaras solos… Al menos, un momento.
Al oír aquello, me quedé de piedra.
—¡Konrad!
—No importa —me apaciguó el ofendido—. Subiré a mi habitación. Luego nos vemos.
—Sí, por supuesto. —Me pareció que había retintín en la cortesía de Konrad.
En cuanto Alain desapareció escaleras arriba, me encaré con él.
—No hacía falta ser grosero.
—¿Se puede saber qué hace ese soplagaitas aquí? ¿Es que siempre tiene que estar pegado a tus faldas?
—Por favor, Konrad, no empieces…
—Estoy bastante harto de ese tío. La investigación ya ha terminado, así que espero que mañana mismo haga las maletas y se largue.
No me molesté en replicarle que en realidad Alain podía hacer lo que le viniera en gana. Sólo serviría para encenderle aún más. También él prefirió aparcar el tema.
—Me marcho a ver a Sarah Bauer. He dejado mi equipaje en consigna, di que lo suban a tu habitación. ¿Algo que tenga que saber antes de encontrarme con ella?
—No, nada.
—Bien, entonces te veo luego.
Konrad se dio media vuelta y se marchó. Permanecí en el hall, contemplándole alejarse a través de los cristales de la puerta. De pronto, como si estuviera sufriendo una alucinación, la imagen de su espalda bajando por la calle se intercaló con la imagen de Sarah Bauer, con su rostro sereno y repleto de secretos. Y la cabeza se me llenó de frases sueltas que parecían atacarme desde todos lados como una nube de mosquitos:
«Si de verdad desea saber qué es PosenGeist, debería preguntarle a Konrad Köller».
«¿Al doctor Arnoux? Nosotros no le hemos hecho nada al doctor Arnoux».
«Llegué ayer por la noche a París y al entrar en el apartamento me encontré todo hecho un desastre».
«Hay gente a la que le gustaría ver a este tipo muerto, créeme».
«… debería preguntarle a Konrad Köller… debería preguntarle a Konrad Köller… debería preguntarle a Konrad Köller…».
Subí corriendo a mi habitación. Por las escaleras, sin esperar al ascensor, abarcando los peldaños a pares, sacudiendo la cabeza para quitarme todas aquellas frases de encima.
Abrí la puerta precipitadamente, la cerré con un portazo y revolví entre mis cosas en busca del móvil. Cuando lo encontré, lo retuve unos instantes en la mano, me di un poco de tiempo para asegurarme de que quería hacer aquello, de que estaba dispuesta a afrontar la verdad.
Finalmente, suspiré para recobrar el aliento y marqué el número de teléfono de la señora que limpiaba el apartamento de París.
Tras la conversación con aquella mujer experimenté la misma sensación de vértigo que si estuviera al borde de un precipicio, los mismos deseos de saltar al vacío… Hubiera preferido saltar al vacío antes que tener que darme media vuelta y buscar mi camino por otro lado. No sabía cómo hacerlo, no sabía cómo enfrentarme a Konrad… Le odiaba tanto como le temía y ese sentimiento me paralizaba.
Finalmente, la angustia me sobrepasó y me quedé dormida. Suelo hacerlo cuando algo me preocupa. Es como una especie de termostato: mi cerebro se desenchufa cuando empieza a recalentarse.