No se fíe de nadie
—Pare aquí, por favor —le indicó Alain al taxista cuando pasamos frente a la puerta de mi apartamento.
Mientras el chico paquistaní que lo conducía se bajaba a descargar mi equipaje del maletero, aprovechamos para despedirnos.
—Ha sido un viaje fantástico. Y muy productivo —afirmé, recordando con satisfacción las copias microfilmadas del diario de Elijah Delmédigo que llevaba en mi portafolios.
—Lo ha sido… Te confieso que me da pena que se haya acabado. Voy a echar de menos tus gestos frente al espejo mientras te ponías el rímel…
Afortunadamente, a aquellas alturas ya había captado el tono habitualmente guasón de Alain.
—No te preocupes, te los repito cuando quieras.
Le di dos besos antes de marcharme.
—¿Nos vemos mañana?
—En la biblioteca de la universidad a las tres.
—Buenas noches.
—Buenas noches, Ana.
El apartamento de París se me hizo frío y solitario, a pesar de que a base de ocuparlo había llegado a resultarme hogareño. Y es que después de los días pasados en San Petersburgo, me parecía extraño no tener a Alain en la habitación de al lado. El viaje a Rusia había supuesto un antes y un después en mi trato con Alain. Habíamos pasado muchas horas juntos, compartido varias conversaciones y algunos momentos de intimidad (como el del rímel; yo sólo me aplico el rímel en la intimidad). Nos habíamos conocido un poco mejor y yo había ido aparcando dudas, recelos y sospechas porque no casaban con el Alain que iba descubriendo. Poco a poco, iba dejando de ser el intruso del que había que desconfiar y se iba convirtiendo en mi compañero.
Encendí todas las luces y la televisión para que su runrún me hiciera compañía. Pensé en llamar a Konrad para decirle que había llegado a París, pero recordé que estaba en Tokio, y allí sería de madrugada.
Me quité el abrigo y abrí la maleta para sacar el neceser. Estaba algo cansada. Los aeropuertos y los aviones siempre terminan por agotarme, y además habíamos tenido que esperar dos horas dentro del avión porque el mal tiempo nos había impedido despegar. Me daría una ducha y luego pediría algo para cenar mientras veía una película: una romántica de mucho llorar.
La ducha fue larga y placentera, de ésas que dejan el espejo empañado y el vapor flotando en el cuarto de baño. Al salir puse en el iPod Love is the End mientras me vestía, pero aquella canción me hizo sentirme aún más sola.
Antes de llamar al Telechino, encendí el portátil para ver el correo y las noticias. Recorrí con la vista los titulares del día, hasta que, de repente, la mirada se me quedó congelada en uno de ellos.
ROBAN A PUNTA DE PISTOLA UN VALIOSO MANUSCRITO DE LA BIBLIOTECA NACIONAL DE RUSIA
Automáticamente pinché para entrar en la noticia. Noté cómo se me aceleraba el pulso y se me erizaba la piel del cuerpo a medida que iba leyendo.
Según fuentes de la Rossiiskaia Natsional’naia Biblioteka, la Biblioteca Nacional de Rusia, a última hora de la tarde de ayer, fue robado un manuscrito del siglo XV cuya autoría se atribuye al filósofo judío del Renacimiento Elijah Delmédigo.
Después de la hora de cierre al público, los ladrones entraron en el edificio haciéndose pasar por operarios de la compañía eléctrica y accedieron al despacho del subdirector del Departamento de Manuscritos, Anton Egorov. Tras encañonarle, le obligaron a abrir la caja fuerte donde se encontraba. Los ladrones abandonaron las dependencias de la biblioteca con el manuscrito oculto en un maletín de herramientas.
La valiosa pieza había sido recientemente descubierta y se encontraba en proceso de estudio, restauración y preparación para su posterior exhibición al público.
La policía ha abierto una investigación sobre el caso, sin que de momento hayan trascendido más detalles…
Interrumpí la lectura y busqué el portafolios con la mirada ansiosa de un animal. Lo había dejado en la mesa del comedor. Asaltada por un presentimiento extraño, tuve la necesidad absurda de comprobar que las copias microfilmadas seguían allí. Me levanté de un salto y atravesé el salón precipitadamente. Con la misma precipitación me abalancé sobre el portafolios y me peleé con su cerradura… Entonces me di cuenta: aquél no era mi portafolios… Era el de Alain. Con él entre las manos visualicé la salida del taxi: mientras nos despedíamos Alain me lo había dado pensando que era el mío… o tal vez no. Tal vez era perfectamente consciente de que se estaba llevando mi portafolios con los microfilms dentro… Quizá todo fuera una maniobra bien orquestada con el robo del manuscrito original en San Petersburgo.
La cabeza me daba vueltas. Toda la sangre parecía haber abandonado el corazón para concentrarse allí. Me dejé caer sobre una silla con el portafolios en mi regazo. Lo miré. Puse la mano en el cierre. El portafolios de Alain. Pensé en abrirlo… Y como si un chasquido de dedos me hubiera despertado de una hipnosis, recobré el sentido común. Aquello era ridículo: sólo se trataba de una confusión. Alain había intercambiado los portafolios por error. Sólo tenía que llamarle para ponerle al tanto y aclarar el enredo.
Cogí el móvil y marqué su número: una locución me informó de que el teléfono al que llamaba estaba apagado o fuera de cobertura. Lo intenté varias veces más; sin soltar el portafolios y sin quitar la vista de la pantalla del ordenador con la noticia del robo. Cada vez que el teléfono me devolvía aquella voz impersonal y leía la noticia del robo se me hacía un nudo en el estómago y las dudas volvían a morderme las orejas.
La BlackBerry pitó de pronto en mi mano y me sobresalté. Miré el teléfono con aprensión y me crispé aún más al ver otro maldito mensaje. «No quiero abrirlo, no quiero verlo, no quiero nada…», pensaba mientras pulsaba las teclas.
Vertrauen Sie niemanden! Das ist ein gefährliches Spiel. Gib’s auf! Georg von Bergheim
Solté el teléfono sobre la mesa como si me quemara.
—Mierda, mierda, mierda… —murmuré para desahogarme, para aliviar el miedo y la tensión. Pero el mensaje resonaba en mi cabeza.
«¡No se fíe de nadie! Esto es un juego peligroso. ¡Abandónelo!».
Trataba de pensar, de reaccionar, de hacer algo… pero no era capaz casi ni de moverme. Enterré la cara entre las manos y permanecí inmóvil, con el sonido de fondo del locutor de la CNN hablando del pronóstico del tiempo en la región de los Grandes Lagos… Maldije a Georg von Bergheim. Maldije a quien estaba haciéndome aquello.
El móvil sonó y su pitido estridente me arrancó un grito desesperado:
—¡Joder! ¡Basta ya!
Lo miré con desprecio y sin ganas de tocarlo siquiera: el nombre de Alain brillaba sobre la pantalla de luz azul. Siguió sonando mientras yo lo miraba angustiada, al borde del llanto, a punto de reventar de la tensión. Dejó de sonar. Sólo unos segundos. De nuevo, volvieron sus timbrazos penetrantes a desquiciar mis nervios. Lo cogí y lo observé sobre la palma de la mano temblorosa. Alain, Alain, Alain… «No se fíe de nadie…».
Pulsé el botón rojo para colgar la llamada. Aquel horrible timbre cesó. Y, entonces, apagué el teléfono.
Me sentía trastornada cuando volví a dejarlo con recelo sobre la mesa. Perturbada por el miedo y la angustia, por cada mensaje, cada llamada, cada robo, cada noticia en el ordenador; confundida por el cerco que se cerraba en torno a mí y amenazaba con estrangularme. Era consciente de que aunque podía apagar el móvil y el ordenador y encerrarme tras siete cerrojos, sería en vano, porque el fantasma que me acechaba se colaría por cualquier rendija, pues parecía estar vigilándome, flotando encima de mi cabeza con su cuerpo etéreo.
Mis ojos se toparon con el portafolios de Alain… Tal vez no fuera un fantasma quien me vigilaba… Lentamente lo levanté y abrí el cierre. Empecé a vaciar su contenido: un folleto del Hermitage, la entrada al museo, unos caramelos, un paquete de pañuelos de papel, una carpeta de plástico, un fajo de papeles cogidos con un clip, un bolígrafo del hotel, más papeles… Todo quedó esparcido sobre la mesa. Con dedos temblorosos fui pasando las hojas de papel: fotocopias de documentos, apuntes, información de internet… Todos relativos a la investigación. Examiné la carpeta de plástico: dentro había un sobre amarillento y desgastado por los bordes, sin ningún rótulo que identificase su contenido. Lo abrí y el papel crujió con un quejido de vejez. Con cuidado, saqué dos fotografías y un documento estampado con sellos oficiales. Todo era tan antiguo como el sobre, descolorido y deslucido.
Contemplé detenidamente una de las fotografías. Era de un muchacho frente a lo que parecían unas caballerizas. Moreno y fuerte, encaraba la cámara sin reparo y su boca se abría en una amplia sonrisa; sus mejillas se fruncían en dos hoyuelos y sus ojos se entornaban cegados por el sol. Con la gorra ladeada, las botas desgastadas y aquella ropa de faena parecía un pilluelo de barrio. En el reverso de la foto alguien había garabateado con una caligrafía trasnochada: «En la mansión Bauer, Illkirch, agosto de 1932».
La otra fotografía era de una jovencita que sujetaba las riendas de un caballo junto a un cercado. Iba vestida de amazona. Al contrario que el muchacho, parecía rehuir la cámara y su rostro quedaba casi oculto bajo el casco de montar. En el reverso, con la misma caligrafía, sólo había escrita una escueta referencia sin fecha: «Mi querida Sarah».
Puse a un lado las fotografías y me concentré en el último papel del sobre. Lo desdoblé y de una primera lectura vi que se trataba de un documento oficial, un certificado de nacimiento de un niño llamado Jacob, anotado en Illkirch, el 16 de mayo de 1917. Enseguida llamó mi atención que tanto el espacio reservado al nombre del padre como al de la madre estaban en blanco y que, posteriormente, se había asignado al niño un apellido de uso común. Se trataba de un niño huérfano de filiación desconocida.
Miré desconcertada aquellos tres documentos. Estaban relacionados de un modo u otro con los Bauer y con Illkirch. Y, sin embargo, Alain me los había ocultado… No parecían especialmente relevantes, pero me los había ocultado. Y si me había ocultado eso… Terminé de vaciar la carpeta. El trago amargo llegó con el siguiente fajo de papeles: éstos eran nuevos, con letras de impresora, fotocopias y fotografías a todo color. Se me hizo un nudo en la garganta cuando vi recortes de prensa sobre Konrad, fotos nuestras fotocopiadas de las revistas del corazón, un informe sobre los negocios y las actividades de mi pareja y otro con mi trayectoria profesional. Se me aceleró la respiración y las lágrimas me emborronaron la vista, fueron rodando lentamente por mis mejillas mientras permanecía con la cabeza inclinada sobre aquellos papeles infames que atestiguaban la traición de Alain, que lo delataban como un lobo vestido de cordero.
Unos golpes enérgicos e impertinentes en la puerta pusieron mi corazón al límite de sus pulsaciones. Alcé la cabeza aterrorizada, como un animal que quiere husmear el aire, escuchar el acecho de un depredador…, pero el locutor de la CNN no me dejaba oír nada; me abalancé sobre el mando para apagar la televisión. El silencio resultó espeluznante. Pero no tanto como los golpes que de nuevo hicieron retumbar la puerta. Me encogí sobre mí misma.
—¿Ana?… Ana, soy Alain…
Aquello no me tranquilizó. Muerta de miedo me asomé a la puerta y comprobé que se me había olvidado cerrarla por dentro. Pensé en marcar el número de emergencias, esconderme debajo de la cama…
—Ana, sé que estás ahí. He visto luz en tu ventana… Ábreme.
Aunque la puerta hubiera sido de papel, yo no me hubiera sentido más vulnerable. Me retiré a la última esquina de mi habitación con la luz apagada. Las lágrimas se habían vuelto incontrolables y a pesar de que hacía todo lo posible por silenciar los sollozos, incluso la respiración, todo parecía delatarme.
La voz de Alain llegaba amortiguada a mis oídos:
—Ana… Vamos, Ana… Sólo quiero saber si estás bien…
Otro golpe en la puerta, todavía más violento.
—Ana. ¡Ana…! ¿Me oyes…? ¡Déjame entrar! Ana… ¡Sé que estás ahí!
Más golpes.
—¡Anaaaaaa…!
Silencio. Ruido en la cerradura. El corazón a punto de salírseme por la boca.
—¡Mierda!
Un golpe. Más silencio. Y, por fin, la puerta del ascensor.