Todo empezó con dos noticias
Llevaba toda la semana decaída. A la bronca con Konrad, que cumplió su amenaza y se marchó a Madrid en medio de un silencio administrativo que duraba ya cuatro días, se unía que la investigación había entrado en una fase de tediosa inactividad y que Alain estaba muy liado con unos seminarios de tarde en la universidad, de modo que apenas podíamos vernos. Como si la maldición de Konrad hubiera caído sobre mí, me había pasado la mayor parte de la semana mano sobre mano, cumpliéndose así sus malvadas profecías; le odiaba por ello y ni por asomo iba a darle la razón volviendo a Madrid. De ningún modo quería volver a Madrid con Konrad. Al menos, con el Konrad de las últimas semanas: irascible, hermético, agresivo, incluso desequilibrado en sus reacciones.
Le di mil vueltas a aquel cambio. En ocasiones, le disculpaba: achacaba su comportamiento al estrés y al exceso de trabajo. Pero en otras, prefería no disculparle. Yo también había cambiado: me sentía más fuerte y más segura de mí misma; estar a la altura de sus expectativas ya no me quitaba el sueño. Lo que me lo quitaba era el recuerdo de su expresión feroz y sus gestos violentos, tan inusualmente frecuentes en los últimos días.
En toda la semana no me quité la ropa de estar por casa, ni las gafas y me dediqué casi exclusivamente a mirar la televisión y a comer de forma compulsiva una bolsa de patatas fritas tras otra mientras me preguntaba adónde demonios se encaminaba mi relación con Konrad. Aquellos síntomas no tenían buena pinta; de ahí al Prozac había un paso.
Aunque si me hubiera imaginado lo que me esperaba antes de terminar la semana, habría tratado de disfrutar más de mi chándal, mis gafas, mi televisión y mis bolsas de patatas fritas.
Todo empezó con dos noticias que me sacaron del círculo de abandono y melancolía en el que había caído.
La primera llegó la tarde del jueves, cuando recibí una llamada de Teo.
—Ana, cari, prepárame el sofá cama, que me voy para allá este fin de semana.
Aquello fue suficiente para animarme. Sería estupendo pasar el fin de semana con Teo: salir de compras, tener largas charlas entre amigas, poner a Konrad a parir con toda libertad e irnos de bares a emborracharnos y a mirarles el culo a los franceses más estupendos de París. Saber que Teo estaría conmigo el fin de semana entero era todo lo que me hacía falta para alegrarme el día, no necesitaba más explicaciones. Claro que Teo no hubiera sido él si no me las hubiera dado, con pelos y señales.
—Verás, es que Toni se va el viernes a Bilbao. Me ha dicho que le acompañe, pero paso totalmente de hacerme los quinientos kilómetros de su puta madre. Y hablo literalmente: porque Toni se va a ver a su madre, su puta madre. Y desde ya te digo que no voy a ir a casa de ama, a hacer el teatrillo y a dormir en habitaciones separadas como si nada porque una vieja, a la que le huele el chirli a naftalina, se niega a admitir que yo no soy sólo el compañero de piso de su hijo, sino que además le doy por culo con toda la frecuencia que puedo, de lo cual, por cierto, me siento muy orgulloso. Así que le he dicho: «Mira, churri, te vas tú a ver a la bruja de tu madre, que para eso es tu madre que te ha parido y la tienes que aguantar. Que yo, querido, me voy a ver a mi reina y a darme un baño de glamour por los parises». Total, que me he pillado un billete con puntos y mañana me tienes en el Orly a las diecinueve y treinta, si no hay retrasos. Espero que tengas el detalle de venir a buscarme…
El segundo acontecimiento ocurrió la tarde del viernes, cuando estaba de camino al aeropuerto de Orly para recoger a Teo, en mitad de un monumental atasco en la Périphérique de París. Con el rabillo del ojo vi cómo se encendía la luz roja de la BlackBerry: tenía un e-mail.
Aproveché el parón y el aburrimiento para leerlo: era del Bureau de Livre Foncier du Bas-Rhin, el equivalente alsaciano al registro de la propiedad, donde habíamos hecho la consulta sobre la casa de los Bauer a las afueras de Estrasburgo, en Illkirch-Graffenstaden.
Lo abrí con expectación: después de casi una semana con la investigación parada, ¿qué sorpresa traería aquel e-mail?
El correo adjuntaba un documento: une copie immeuble, una nota simple con toda la información sobre la propiedad de los Bauer que constaba registrada en el Livre Foncier. Desgraciadamente con la BlackBerry no podía recuperarlo. Estaba impaciente por saber lo que contenía, así que llamé a Alain.
Respondió al teléfono con un susurro.
—Hola… ¿Puedes hablar ahora?
—Estoy en el seminario. ¿Es urgente?
—No… Bueno, es que me ha llegado la respuesta del Livre Foncier, pero voy en el coche y no puedo abrir el e-mail. Era por si tú podías, pero ya veo que no.
—Te llamo en cuanto acabe, ¿de acuerdo?
—Sí, vale… Hasta luego.
Decepcionada, me dejé caer sobre el volante. Mi curiosidad tendría que esperar.
Por suerte el avión de Teo llegó sin retraso y estaba esperando puntualmente en la salida de la zona de embarque.
Nos dimos un abrazo. Hacía tanto tiempo que no me abrazaban que el abrazo musculoso y recio de mi amigo me supo a gloria y deseé poder quedarme allí sólo un minutito más. Sin embargo, Teo tenía prisa por quemar el fin de semana.
—Llegas tarde, pendón.
—Díselo a todos los franceses que tienen la fea manía de echar la tarde del viernes en la Périphérique… Vamos, he dejado el coche en el parking.
Teo tiró de su trolley y me siguió.
—Uy, si vienes con coche y todo. Te veo plenamente afincada.
—Es de Alain. Se lo he pedido prestado para hacerte de chófer —repliqué con retintín.
—Una razón más que de peso. Ya sabes que tengo una incapacidad absoluta para manejarme en el transporte público. Siempre me pierdo en el metro de Madrid, que está en cristiano, ¡imagínate aquí! Me hubiera tirado el fin de semana bajo tierra, como un topo sin GPS. ¡La madre que te parió! —exclamó Teo sin solución de continuidad en cuanto llegamos al parking—. Júrame por todas las liposucciones que no me he hecho y me hacen falta que ése no es el coche en el que has venido.
Sí lo era. Y para demostrárselo, saqué las llaves y abrí el maletero.
—¿Qué le pasa? Es un coche vintage: un dos caballos, ni más ni menos.
—Amarillo, reina. Un dos caballos amarillo pollito. Es lo más hortera que he visto en mi vida. ¿Y con esto pretendes que vayamos a ligar? ¡Nos tomarán por hippies!
—Pues ya sabes. —Le mostré el maletero abierto para que metiese la maleta—. Haz el amor y no la guerra.
Teo me dedicó una mueca burlona, acopló el trolley en el maletero y yo lo cerré, no sin cierta dificultad porque la puerta no encajaba bien. Nos sentamos dentro, donde todo crujía y chirriaba.
—Ahora sé exactamente cómo se sienten las pepitas de un limón. —Teo husmeó el aire—. Huele… raro.
—Es la solera.
—Sí, ¡y la guarrera!
—Bueno, es que Alain no lo usa casi nada… —En aquel instante, sonó mi teléfono—. Mira, hablando del rey de Roma… Voy a contestar… Hola…
—¡Hola! ¿Dónde estás?
—Saliendo del aeropuerto con Teo. Por cierto, está enamorado de tu coche…
Las facciones de Teo se contorsionaron en silencio.
—¿Por qué hablas en español?
—Hablaba con Teo.
—Oye, te llamo luego si estás conduciendo.
—No, no, estamos en el parking. Cuéntame…
—Acabo de salir del seminario. Iba a pasar por el despacho, pero ya estoy bastante harto y tengo ganas de irme a casa. ¿Por qué no te acercas por allí y lo miramos juntos?
—No lo sé. Espera… Pregunta Alain que si puedo ir a su casa a ver una cosa de la investigación.
—Pues dile que no, por supuesto. Que este fin de semana es sólo para divertirse y para chicas —replicó muy digno.
—No seas borde, Teo. Sólo será un minuto. Es importante, algo que llevamos esperando toda la semana. Te prometo que el resto del tiempo será por completo para ti, sin interrupciones. —Le seduje con una sonrisa irresistible.
Finalmente, claudicó.
—Está bien. Pero después tu francés que se busque la vida. Si lo tenemos todo el rato en la chepa nos cortará el rollo.
Sonreí a Teo y volví al teléfono con Alain.
—Voy para allá ahora mismo. Lo que tarde en llegar desde aquí, hay mucho tráfico.
—Sí, viernes por la tarde… Seguramente aproveche para darme una ducha mientras vienes. Por si no he terminado cuando llegues, te voy a dejar la llave sobre la puerta, apoyada en el borde del marco. Entra sin llamar.
—De acuerdo. Ahora nos vemos.
—Ok. Hasta ahora…
Colgué.
—Bueno, ¿qué? ¿Te lo has tirado ya o no?
—Eres idiota, Teo —repliqué sin alterarme. Conociendo a Teo, no había motivo para alterarse.
—¿Pero te lo has tirado? Lo digo porque noto cierta… electricidad en el ambiente.
—No. —Encendí el motor del coche a ver si así le hacía callar.
—Pues no será porque no has tenido tiempo, guapa.
Suspiré desalentada a la vez que intentaba desaparcar sin perder los nervios.
—No tengo ninguna intención de tirármelo, eso es todo. Puede que tú no lo entiendas, pero no tengo por qué tirarme a todos los hombres que conozco.
—A todos no. Sólo a los que están buenos.
—Está bien, Teo, no pienso pasarme así todo el fin de semana. No me he tirado a Alain ni me lo voy a tirar. Cambiemos de tema.
Teo hizo un gesto muy suyo que consistía en bajar la barbilla hasta tocarse con ella el cuello y que llevaba implícito un irónico «lo que tú digas, cari», y, a Dios gracias, cambió de tema. Habló de muchos otros asuntos durante el trayecto, porque era capaz de explayarse sobre cualquier cosa, incluso sobre lo que desconocía; lo suyo era hablar por hablar.