Abril, 1943
Colaboración o Resistencia. Tras la derrota y la Ocupación, los franceses se ven abocados a optar por una u otra actitud, ya sea activa o pasivamente. Las formas de colaboración fueron muy variadas, desde la colaboración estatal orquestada a través del gobierno títere de Vichy y que fue tanto política, como económica y militar, hasta la colaboración popular, que respondió tanto a causas ideológicas de identificación con el fascismo —habitual en las clases medias y altas y en determinados ambientes culturales e intelectuales— como a razones prácticas de mera supervivencia —más frecuente entre las clases bajas y obreras—. A medida que la guerra fue avanzando y su signo volviéndose desfavorable a Alemania, también evolucionó la tendencia entre la población francesa de la colaboración a la Resistencia.
Nada había cambiado, excepto ella. Ya no era una niña asustada, desorientada y en permanente huida. Ahora era una mujer que había tomado las riendas de su existencia para tirar de la brida y encarar la cabalgadura con su destino… No obstante, se alegró de que todavía le quedara algo de inocencia cuando se descubrió nerviosa y deseó que Jacob estuviera allí para acompañarla, como la primera vez.
Sarah se alisó la falda y se ajustó el sombrero, mientras contemplaba su reflejo en un cristal. Finalmente, pulsó el timbre de la puerta.
La recibió el criado de la condesa de Vandermonde. Su presencia no contribuyó a tranquilizarla: altivo como una estatua, vestido de impecable etiqueta, y extraño, muy extraño.
—Buenos días. Deseo ver a la condesa —anunció Sarah en un tono de voz que quería estar a la altura de su imponente interlocutor.
En silencio y sin variar el gesto, el criado le abrió el paso y la guio por el oscuro corredor hasta aquel salón no menos siniestro de lo que recordaba de la última vez. Igual que entonces, todo seguía cerrado a cal y canto. Por las ventanas, escondidas tras cortinajes de terciopelo, no entraba ni un resquicio de la claridad del día y la penumbra dibujaba a duras penas una decoración anticuada y pesada, agobiante por su profusión de muebles nobles y colores oscuros, de telas polvorientas. El aire estaba enrarecido, olía a pachuli y a humedad. Y a tenor del silencio, cualquiera hubiera dicho que la casa estaba deshabitada. Nada había cambiado desde la última vez que estuvo allí.
Sarah supo que debía aguardar. Al criado de la condesa no le hacía falta pronunciar una sola palabra ni gesticular. Era hierático e inexpresivo y una simple mirada de sus ojos rasgados y encendidos le era suficiente para hacerse entender; una mirada fija, intimidante, con la que parecía recortar la silueta de aquél a quien se dirigía.
Sarah no pudo evitar clavarle la vista mientras abandonaba la habitación. Le resultaba extrañamente repulsivo y atractivo a la vez, y le causaba una sensación incómoda, casi morbosa. Aquel personaje era como la casa, ambos la sobrecogían.
—Es un hombre curioso, ¿verdad?
Sarah se volvió sobresaltada. La condesa había entrado en la sala por otra puerta. Se había deslizado entre los cortinajes como una sombra oscura y silenciosa. Con su caftán púrpura, su turbante de seda y su bastón de ébano y marfil, tenía el aspecto de una aparición de otro tiempo.
—¿Disculpe? —dijo Sarah, aturdida.
La condesa no sonrió.
—Ánh Trang. Mi criado. Al principio resulta difícil dejar de mirarle, a todo el mundo le pasa. Es albino, un vietnamita albino. Por eso le llamaron Ánh Trang, que significa «claro de luna» en vietnamita. Su padre acuchilló a su madre cuando lo vio nada más nacer; pensó que era el bastardo de un hombre blanco. Le quitaron al bebé de las manos cuando se disponía a sacarle los ojos; ya le había cortado la lengua. Creía ahuyentar así a los malos espíritus. Por eso Ánh Trang no pronuncia una sola palabra; es incapaz. Sólo puede gemir…
La condesa atravesó penosamente la habitación, arrastrando un pie detrás del otro. Se apoyó con las dos manos en el bastón y se sentó en un sillón con toda la elegancia que le permitieron sus huesos artríticos.
—Lo recogí en un orfelinato de Saigón, donde lo habían dejado unos misioneros. La primera vez que le vi, estaba hecho un ovillo contra una esquina mientras los otros chicos le tiraban piedras y le llamaban monstruo… Es curioso, a mí siempre me ha parecido muy atractivo… Un muchacho verdaderamente atractivo. Es una lástima que apenas pueda salir a la calle para que todos contemplen su belleza… Pero la luz del sol le mataría.
Sarah asintió desconcertada. Tal vez Ánh Trang fuera un hombre de rasgos bellos, un hombre guapo de no ser por aquellos ojos rojos y aquel blanco espectral… Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Aquella vieja siniestra y su terrorífica historia la habían dejado descolocada. Tenía muy bien pensado lo que diría nada más pisar aquella casa. Lo que no esperaba era que la condesa le saliese con aquella copla que no venía a cuento.
En silencio intentaba recomponer su estrategia, pero la anciana se le adelantó.
—Me dijeron que habías muerto. —Las palabras de la condesa fueron frías.
—Cometieron un error. Es evidente. —Sarah respondió con sarcasmo.
—¡Mide tus palabras, muchacha insolente! —saltó la condesa con un golpe de bastón—. Ya que has tenido el valor de volver después de la forma tan grosera en la que te marchaste, al menos ahora compórtate con educación y respeto.
Sarah no se dejó amilanar y mantuvo una actitud desafiante ante aquella mujer desagradable.
—No estoy aquí de visita de cortesía. Lo único que quiero es recuperar mi cuadro.
—¿Tu cuadro? —La condesa soltó una risita despectiva—. Eres tan mal encarada e impulsiva como tu padre…
—Escúcheme —la interrumpió Sarah—, no he vuelto para tener que soportar de nuevo los insultos a mí y a mi familia. ¿Quién se ha creído que es usted para tratarme de este modo?
—¿Que quién soy yo…? Si aquel muchacho salvaje con el que viniste la última vez me hubiera dejado hablar, no me harías esa pregunta. —La condesa esbozó una sonrisa que a Sarah le resultó enigmática y diabólica—. Yo, señorita sabelotodo, soy tu abuela.
Sarah se quedó boquiabierta, aturdida y espantada, como si decenas de trompetas hubieran chillado a la vez en sus oídos.
—Eso sí que no te lo esperabas, ¿verdad? —pareció regodearse la condesa mientras se estiraba trabajosamente para tirar de un cordón junto a la pared—. En absoluto confiaba en que tu padre te hubiera hablado de mí, pero al menos sí creí que, en el último momento, te habría dicho a quién te enviaba. Veo que me había eliminado completamente de su vida…
La muchacha seguía sin poder reaccionar. Se limitaba a observar a aquella mujer extravagante mientras hablaba.
—Siéntate.
Ante aquella nueva orden desprovista de amabilidad y consideración, Sarah no obedeció. Continuó contemplándola con recelo.
La condesa cerró los párpados mostrando su maquillaje de pavo real. Como si hubiera contado hasta diez, suspiró y volvió a abrirlos lentamente.
—Vamos… Siéntate —repitió con el tono con el que se habla a los perros falderos.
En aquel instante se abrió la puerta y apareció Ánh Trang, que acudía a la llamada de la señora. De nuevo, Sarah sintió que la observaba detenidamente con sus ojos de fantasma. Entonces, casi sin darse cuenta, se sentó.
—Por favor, Ánh Trang, sírvenos unas copas de jerez.
El criado inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se dirigió al mueble bar donde preparó las bebidas con solemnidad. Cuando se acercó a Sarah con su copa, la muchacha hizo grandes esfuerzos por no echarse atrás, intimidada por su presencia cercana, mas no pudo evitar rehuir su mirada.
—No debes asustarte porque Ánh Trang te mire fijamente —le aconsejó la condesa cuando el criado se hubo retirado—. No ve bien y siente curiosidad por saber cómo eres, cómo es tu rostro. A veces, usa las manos para tocar lo que ve, pero contigo no se atreve.
Sarah dio gracias de que no lo hubiera hecho; le habría dado un buen susto.
Nerviosa, dejó la copa sobre la mesa. No tenía ganas de beber, ya se sentía lo suficientemente mareada. Hubiera querido decir algo, pero no sabía qué. Todavía se preguntaba cómo aquella mujer podía ser su abuela. ¿Acaso no sería un delirio senil de la anciana?
La condesa en cambio dio un buen sorbo del jerez, dejando su copa casi a la mitad. Como si el alcohol le hubiera dado fuerzas, se levantó del sillón. De uno de los aparadores escogió un pequeño marco que pasaba desapercibido entre los múltiples adornos y objetos de todo tipo que se acumulaban sin concierto en el salón, un marco de fotos insignificante en una habitación que parecía un bazar.
Se lo mostró, tentándola con el marco sujeto entre unas manos huesudas de uñas largas como las de la bruja que tentaba a Blancanieves con la manzana. Sarah lo tomó con cierto reparo.
En la oscuridad de la habitación no se distinguía la fotografía con precisión. Sarah la acercó a la luz de la pequeña lámpara de mesa que iluminaba toda la estancia. Era antigua y estaba algo estropeada, con varios pliegues marcados y manchas blancas como quemaduras. Frente a un trampantojo de un bosque, que hacía las veces de escenario, había una familia: el padre, con una niña a su lado, y la madre, con un niño en el regazo. Su forma de vestir atestiguaba los muchos años que tenía la fotografía: el padre llevaba un traje sobre una camisa de cuellos almidonados y un canotier; la madre lucía con elegancia un vestido largo de estilo victoriano y un elaborado moño; la niña vestía con encajes y un enorme lazo coronaba su cabeza, en tanto que el pequeño iba de marinerito. Miraban muy serios a la cámara, como si hacerse una fotografía fuera un momento que requiriese de gran solemnidad.
—Ésta era mi familia. Está tomada en Baden-Baden, en el verano de 1887… Antes de que todo se desmoronase poco a poco… —La voz rota por la edad de la condesa sonó aún más rota—. Desde que muriera mi pequeña Katrina, ya nada volvió a ser igual…
La anciana se dejó caer en el sillón, abatida más por los recuerdos que por la edad. Por primera vez, Sarah la miró con compasión.
—Sí, muchacha insolente… —Suspiró—. Hay muchas cosas que tú no sabes, muchas cosas que tu padre no te contó.
—Este niño… —se atrevió a insinuar Sarah.
La condesa asintió.
—Es tu padre, sí. Aquí tendría unos dos años. Siempre fue un niño precioso, tan rubio y tan rollizo, con unos ojos enormes que miraban todo con atención.
Sarah deslizó un dedo suavemente por la fotografía, justo allí donde estaba el pequeño, y sintió que la emoción se le agarraba a la garganta.
—Tal vez la culpa fuera mía… —siguió recordando la condesa—. Yo era muy joven y no estaba preparada para ser madre. Cuando la difteria se llevó a Katrina, ya no soportaba permanecer en casa, me volvía loca encerrada entre aquellas paredes que olían a muerte. Empecé a salir, a viajar, a conocer gente… Dejé de ser una buena madre y una buena esposa. Hasta que llegó el día que Rolf se cansó y me pidió el divorcio. Claro que se lo concedí… Yo también lo deseaba: era mi carta de libertad. Así que cuando tu padre tenía diez años, lo dejé en Göttingen, donde los Bauer habían vivido durante generaciones, y regresé a París. Aunque en realidad no he dejado de moverme: siempre he sido un espíritu inquieto —sonrió con amargura—. Cuando Alfred se graduó en el instituto, estaba en Nueva York; cuando dio su primer concierto de piano, en Turquía, y cuando Rolf murió, a los once años de habernos divorciado, me encontraba en Singapur, tomando un Singapore sling con Rudyard Kipling en el porche del Hotel Raffles. Es sorprendente la cantidad de detalles absurdos que una recuerda después de tantos años…
La condesa detuvo su relato, volvió a sonreír para sí misma y miró a Sarah.
—Ya ves que no fui lo que se dice una madre convencional… Ni siquiera fui una madre para Alfred, que se pasaba el invierno en un internado y el verano con su padre, salvo aquél en que me lo llevé a Egipto y casi se me muere de disentería. Cuando estalló la Gran Guerra, tu padre se alistó en el bando alemán y, al terminar, vino a verme aquí, a mi casa, para anunciarme que iba a casarse y que se marchaba a vivir a Estrasburgo… Nada fuera de lo corriente si no hubiera sido porque la chica era judía y estaba dispuesto a convertirse al judaísmo para casarse con ella. —Los rasgos de la condesa se tensaron y sus manos comenzaron a temblar sobre los brazos del sillón—. Me enfadé muchísimo con él. Le grité que no podía hacer eso, que estaba traicionando el buen nombre de los Bauer y la responsabilidad que él mismo había aceptado de custodiar el cuadro. El cuadro no podía caer en manos judías; eso era algo por lo que siempre habían luchado los Bauer y antes de ellos los Médicis. Los judíos son una maldita sombra negra. Todo lo que tocan está condenado a la desgracia… Lamento que tengas que oír esto. Después de todo tú eres ahora la hija judía de un hombre judío… Pero ésas fueron ni más ni menos las palabras que le dije a tu padre, las palabras que nos separaron para siempre… Alfred se marchó. Al poco tiempo le escribí una carta en la que me disculpaba por lo que había dicho y en la que me mostraba dispuesta a aceptar el matrimonio siempre y cuando él no se convirtiera al judaísmo. Nunca me respondió. Nunca volví a saber de él hasta que tú entraste por mi puerta…
La condesa alargó el brazo para coger la fotografía de las manos de Sarah. Con una extraña expresión de su rostro arrugado, perdió la vista en ella durante unos segundos.
—Dios se equivocó al darme una familia tan hermosa… —concluyó mientras volvía a ponerse en pie para dejar cuidadosamente, como si fuera algo sagrado, la foto sobre el aparador.
—Mi padre ha muerto… —anunció Sarah con dificultad.
—Lo sé —respondió la condesa al cabo de un rato. No tenía nada más que agregar.
En medio de un silencio incómodo, la anciana arrastró sus pasos por la habitación hasta un rincón oscuro, donde accionó el interruptor de la luz.
—Aquí tienes tu cuadro, Sarah Bauer —anunció—. Puedes llevártelo cuando quieras.
Sarah se estremeció. Hacía mucho tiempo que no contemplaba El Astrólogo en todo su esplendor: altivo en su marco, delicado sobre la pared, protagonista bajo la luz suave. Era una visión extraordinaria y Sarah experimentó una fugaz liberación espiritual, un efímero momento de paz, como si el tiempo se hubiera detenido y sólo quedaran en el mundo aquel cuadro y ella, aquella maldita maravilla que había trastocado su vida y la había convertido en un infierno.
Sintió el impulso de levantarse y marcharse de allí tranquilamente, en calma y con una sonrisa. Pero no lo hizo. Pensó en Jacob y no lo hizo.
Mientras Sarah contemplaba el cuadro, la condesa la contemplaba a ella. Era verdaderamente preciosa, observó, una cara de ángel con una suerte de fuerza diabólica que provenía directamente de sus ojos, verdes como almendras aún prendidas del árbol, intensos como el brillo de las brasas al fuego.
—Puedes llevártelo… —concedió lentamente la condesa— y volver a esconderlo tras otro cuadro barato, volver a dejarlo a merced del frío y la humedad, del polvo y del roce… De los alemanes.
La mirada profunda y teatral de la condesa, enmascarada de maquillaje, cayó directamente sobre Sarah con una acusación. Entonces se sintió desnuda; ¿qué sabía aquella mujer que decía ser su abuela?, ¿qué sabía que ella no supiera?
Madame de Vandermonde volvió a moverse por el salón sin apenas levantar los pies del suelo. Apuró la copa de jerez con un nuevo sorbo y se sentó frente a su nieta.
—Tengo la sospecha de que no eres consciente de la gran responsabilidad que conlleva la custodia de este cuadro. Incluso de que tu padre no te contó todo lo que debes saber sobre él.
—Sé lo suficiente. Lo suficiente para estar segura de que ningún cuadro de este mundo es más valioso que la vida de una persona.
—No es el cuadro, Sarah. Es su secreto. Un secreto que desde tiempos inmemoriales le ha costado la vida a muchos de sus custodios. Pero es sin duda ahora cuando el terrible secreto que guarda este cuadro se ve más amenazado que nunca. No puedo llegar a imaginarme lo que ocurriría si El Astrólogo llegara a manos de Hitler. Simpatizo con los nazis, no lo voy a negar, pero hay armas que determinadas personas no deben poseer jamás. Y tú, como judía, como integrante de una comunidad ya amenazada y atacada, deberías ser aún más consciente de los peligros. Tu padre lo supo y por eso prefirió entregarse él mismo a la Gestapo antes que entregar el cuadro, ¿has pensado fríamente en eso?
La condesa había metido el dedo en la llaga. Sarah la miró angustiada. No, no había pensado en eso; ni en eso ni en nada. Se había encontrado con aquello una noche, descendiendo apresuradamente por un agujero, entre frases entrecortadas y ninguna explicación.
—No creo que a tu padre le gustase escuchar que este cuadro no es más valioso que la vida de una sola persona. No, cuando él ha antepuesto este cuadro a su propia vida.
Sarah sintió una punzada de dolor en ese lugar indeterminado en el que se encuentra el alma. Se encogió sobre sí misma y enterró el rostro entre las manos: se sentía totalmente sobrepasada por la situación. Nadie la había preparado para aquello, nadie le había advertido de que tendría que sacrificar a su familia y a Jacob. Nadie le había preguntado si estaba dispuesta a hacerlo… Presa de la rabia y la impotencia, maldijo a su padre por haberla puesto en aquella tesitura, por haberla obligado a elegir entre un cuadro y lo que más quería en el mundo.
La condesa de Vandermonde se le acercó. No era una mujer dada a las muestras de cariño, pero posó suavemente una mano sobre la cabeza de su nieta en un amago de caricia.
—Está bien, Sarah Bauer. Ahora ya sabemos por qué tu padre te envió a mí.