La casa de Illkirch
Al principio, las pocas noches que Konrad estaba en París, cenábamos en el apartamento. Por lo general se trataba de cenas horribles a base de enlatados, precocinados, congelados y liofilizados. Terminamos por cansarnos de tanta innovación aeroespacial en nuestros platos y optamos por salir a un restaurante.
Cualquier restaurante hubiera sido mejor que lo que teníamos en casa, sin embargo, Konrad solía escoger restaurantes que eran infinitamente mejores que cualquier cosa que tuviéramos en casa.
Aquella noche, en el Guy Savoy, mientras esperábamos las ostras, Konrad me ponía al corriente de sus últimas inversiones inmobiliarias.
—Creo que finalmente compraré la casa de Córcega. Tal vez vaya el sábado a verla. Si te animas a acompañarme…
¿Escoltarlo en un paseo inmobiliario para dar mi aprobación forzosa a algo que él ya tenía decidido? La idea no me sedujo demasiado.
—No estoy segura… Tengo mucho trabajo. ¿Qué casa dices? No caigo ahora mismo…
—Sí, meine Süße, te enseñé unas fotos, ¿no recuerdas? Es más, te gustó mucho. Es ésa que estaba sobre un acantilado, con la piscina volada sobre el mar. Espera que te busco las fotos otra vez —se ofreció, sacando el iPhone.
—No, no, no, déjalo. Ya sé cuál dices —mentí. De entre las muchas fotos que Konrad me enseñaba de casas junto al mar, no recordaba cuál era, pero daba igual.
—Es un capricho, lo sé, pero es que estoy enamorado de esa casa. Dicen los abogados que hay algún problema con los propietarios, líos de lindes y esas cosas. Están pendientes de la nota del registro para comprobar que está todo en orden. Sólo espero que eso no frustre la operación…
—¡Claro! ¡Eso es! ¿Cómo he podido ser tan tonta?
Como era lógico, me miró desconcertado.
—¿Qué dices?
—¡La casa de Illkirch, Konrad! ¿Qué ocurrió con la casa de Illkirch? Todas las casas tienen historia, y esa historia es parte de la de sus propietarios.
—Te importa un comino mi casa de Córcega, ¿no es cierto?
—Oh, no, cariño —volví a mentir, agarrándole la mano en un gesto de ternura forzada—. Es sólo que me has dado una idea con lo del registro.
Afortunadamente, trajeron las ostras en ese momento y Konrad tuvo que reprimir sus críticas.
—Tengo que llamar a Alain —anuncié con la BlackBerry en la mano.
—¿Y tienes que hacerlo… ahora? —Konrad no podía ocultar su desaprobación.
—Sí, cielo, esto es muy importante.
Terminamos la noche tomándonos un cóctel con Alain en el Mandala Ray, el bar más fashion de París.
Desde el primer momento, Konrad mostró su disconformidad con aquel encuentro a su parecer tan intempestivo como inopinado. No había más que verle: repantingado en un sofá del local, con cara de aburrimiento, bebiendo un cóctel sin alcohol tras otro y ajeno totalmente a una conversación que Alain y yo manteníamos vivamente.
—La casa ya no es de los Bauer —me informó Alain—. Lo estuve mirando cuando investigué la colección. Hace por lo menos tres años que la compró el Ayuntamiento e instaló en ella una biblioteca municipal.
—Ya me suponía que no encontraríamos allí a Sarah Bauer esperándonos, pero, piénsalo, Alain, ¡alguien tuvo que vender la casa! Alguien con legitimidad para hacerlo. Y todo tiene que constar en el registro. ¿No crees que eso podría darnos alguna pista sobre el destino de los Bauer?
Alain no se anduvo con rodeos al responder:
—Eres brillante, Ana. Mañana mismo pediremos una copia del registro.
La conversación no tardó en derivar por los más variados derroteros —la de Alain y mía, porque Konrad no parecía muy dispuesto a participar en nada aquella noche—, de modo que casi eran las dos de la madrugada cuando abandonábamos el Mandala Ray.
—Empiezo a arrepentirme de haber consentido que este tipo colabore con nosotros en la investigación —afirmó hoscamente Konrad mientras conducía de regreso a casa. Así, sin venir a cuento.
¿Colaborar con nosotros?, pensé yo. ¿Ese «nosotros» le incluía a él? Por más vueltas que le daba, era incapaz de ver en qué estaba Konrad colaborando ni cuántas veces se había remangado para ponerse a trabajar en la investigación.
Me callé. No tenía ganas de discutir.
Aunque Konrad parecía que sí…
—Tengo la sensación de que aporta poco. Se aprovecha de tus conocimientos y de mi patrocinio con el cuento de querer conocer su pasado. En realidad creo que está esperando que le caiga el maldito cuadro en las manos para ganar prestigio profesional —opinó, escupiendo bilis.
Ya no pude cerrar la boca por más tiempo.
—¿Y tú no, Konrad? ¿No haces tú lo mismo?
—Confío en que no estés insinuando que yo me aprovecho de ti. —Su ceño se fruncía sobre el asfalto.
—¿Te sobra el doctor Arnoux? —pregunté al borde de la indignación—. Está bien, despídelo. Yo no lo contraté, del mismo modo que yo no he iniciado esta discusión. Así que asunto zanjado.
«Eso sí —me dije a mí misma—, si lo haces, en el mismo instante abandono el trabajo».
Konrad me hizo caso y dejó allí el tema. Sin embargo, aquella noche dormimos cada uno en una esquina de la cama, dándonos la espalda.
A la mañana siguiente, estaba tomándome un café en la barra de la cocina cuando apareció enfundado en su traje oscuro y oliendo a Eau d’Orange Verte.
—¿Piensas venir conmigo a Córcega esta tarde? —quiso saber mientras metía una cápsula de café en la Nespresso y le daba al botón de la cafetera.
—Ya te he dicho que tengo mucho trabajo —le contesté agria, ocultándome detrás de la taza.
Sin siquiera sentarse, Konrad se bebió el café de un sorbo.
—Desde allí me iré directamente a Madrid y tú deberías acompañarme. Aquí ya no haces nada que no puedas hacer desde casa.
Aquella actitud prepotente me indignó. Me subí las gafas y le miré fijamente.
—Tú no tienes ni idea de lo que yo hago aquí, Konrad. Así que déjame decidir a mí cuándo debo volver a Madrid.
Konrad tiró la taza de café contra el fregadero con tal fuerza que saltó en pedazos.
—Hasta cierto punto, mientras tus decisiones no me cuesten dinero —sentenció antes de salir de la cocina y abandonar airado la escena de la disputa sin darme tiempo a replicar.
A los pocos segundos oí un portazo.