Tengo que confiar en alguien
No recuerdo bien aquel viaje de regreso. Sólo tengo imágenes deslavazadas y sensaciones desagradables. Aún no me explico de dónde saqué las fuerzas y la determinación para conducir de vuelta a casa. Supongo que fue la desesperación por salir de aquel horrible lugar lo que me hizo sobreponerme al miedo, los nervios y el dolor, aunque sí recuerdo haber manejado el volante sólo con la mano izquierda pues la derecha no podía moverla tras la caída.
Al llegar a París, el alivio de la tensión fue devastador. Como si todas las conexiones nerviosas de mi cuerpo se hubieran apagado tras una sobrecarga, actuaba de forma automática, de igual modo que si hubiera estado bajo los efectos de un potente tranquilizante.
Refugiada al fin entre las paredes del apartamento, me quité la ropa mojada y entré en la ducha. Desnuda, pude analizar las señales de mi aventura: los arañazos, las heridas y los hematomas que salpicaban todo mi cuerpo; incluso el labio superior estaba hinchado a causa de la bofetada de aquel cabrón. En aquellas condiciones, el agua jabonosa era cómo ácido sobre mi piel y la ducha fue breve. Salí del cuarto de baño envuelta en el albornoz y me tumbé sobre la cama sin hacer. Me quedé dormida antes siquiera de pensar en vestirme y secarme el pelo.
Me desperté oyendo mi nombre, con la sensación de acabar de cerrar los párpados. Sin embargo, ya había amanecido y la luz se colaba a raudales por la ventana abierta. Volví a oír mi nombre… Al incorporarme, todo mi cuerpo pareció recolocarse con una intensa punzada de dolor, y no fue menos doloroso abandonar la cama y salir del dormitorio.
Me asomé por la puerta del salón y al primero que vi fue a Philippe, el conserje, que cohibido e incómodo se deshacía en explicaciones para justificar la intromisión.
—Disculpe que haya usado la llave para entrar, mademoiselle… No contestaba usted… ni al timbre ni al teléfono y el doctor Arnoux estaba preocupado. Yo mismo la he llamado antes de abrir… Se oyen tantas cosas ahora… Con mujeres jóvenes como usted…
¿El doctor Arnoux? En mi somnolencia no estaba segura de haber entendido bien… Entonces, desvié la vista hacia el comedor. Estaba allí, junto a la mesa, mirándome de arriba abajo con una expresión de alarma; en las manos sostenía alguno de los papeles de su portafolios, los que un día antes yo misma había dejado sobre la mesa y que todavía seguían allí.
Me cerré bien el albornoz e intenté erguir la espalda como muestra de dignidad, pero de nuevo mi cuerpo protestó y volví a apoyarme en el quicio de la puerta.
—Le ruego lo comprenda, mademoiselle… —continuaba Philippe su alegato.
—Está bien, Philippe, no hay problema. Seguro que el señor Köller le estará muy agradecido por su preocupación. Pero ya ve que va todo bien. Puede marcharse.
El conserje dudó. Supongo que se anunciaba una escena jugosa que le hubiera gustado presenciar.
—¿Está segura, mademoiselle? Ya sabe usted que para lo que necesite…
—Sí, gracias, Philippe. Pero no hace falta.
El conserje se marchó renuente. Entonces, fue como si el clac de la puerta al cerrarse activase el funcionamiento de Alain.
—¿Quieres explicarme qué es todo esto? ¡Llevas un día sin contestar a mis llamadas ni a mis mensajes, un día sin abrir la puerta, sin…!
—Coge tus cosas y márchate —le ordené con calma. Estaba demasiado cansada para discutir. Sólo quería que desapareciera de mi vista.
—¡Joder, Ana, estaba seguro de que me encontraría con tu cadáver en medio del salón! ¿Es que no te das cuenta? —reventó.
Inmune a su arranque, avancé lentamente hacia la mesa del comedor. Aunque el simple hecho de pisar con las plantas de los pies desolladas me estremecía, traté de guardar la compostura y me puse a recoger lo que él debería estar recogiendo.
—He dicho que te vayas.
Alain se mostraba nervioso, confundido por mi actitud y hostilidad. Quiso detenerme sujetándome por la muñeca. Aullé de dolor.
—¿Qué…? ¿Qué te pasa…? Lo… lo siento, sólo te he rozado… —Pero él ignoraba las consecuencias de aquel simple roce.
Me dejé caer sobre una silla, mareada. Me sentía incapaz de seguir simulando durante más tiempo una fortaleza que no tenía, como si el dolor punzante de la muñeca hubiera debilitado todo lo demás, incluida mi entereza. Protegiendo la mano dolorida con la otra, le miré conteniendo las lágrimas. No era sólo la muñeca lo que estaba herido.
Fue entonces cuando Alain se percató de mi lamentable aspecto. Se arrodilló junto a mí aunque manteniendo las distancias.
—Dios mío… ¿Qué te ha pasado?
—Por favor… Márchate…
—Esa mano tiene muy mala pinta… —me ignoró.
Lo cierto era que la tenía, estaba hinchada y amoratada. Por suerte, Alain no podía ver el resto de mi cuerpo magullado, especialmente los hematomas que el forcejeo con aquellos guardias había dejado en mis brazos, como huellas moradas.
Sin mediar palabra, se quitó el fular que llevaba alrededor del cuello y lo dobló en forma de pico. Me lo ató detrás de la nuca y, con mucho cuidado, puso la mano en el cabestrillo. Me dejé hacer, no tenía ganas de rechistar.
—¿Hay hielo en el congelador? Te pondré un poco… En cuanto te vistas, iremos a que te vea un médico…
Meneé la cabeza, sin mirarle a la cara.
—No… No… No voy a ir contigo a ningún sitio. Quiero que te marches.
Alain suspiró. Lejos de hacerme caso, se sentó en otra de las sillas del comedor.
—Es por esto, ¿verdad? —preguntó señalando los papeles del portafolios con un gesto de la cabeza.
No le contesté.
—Puedo explicarlo.
—¿De veras…? Será interesante oír por qué tienes todo un informe con fotografías nuestras. O por qué me has ocultado material relativo a la investigación. También me encantará saber por qué me mentiste asegurándome que Konrad te había llamado para participar en la investigación cuando en realidad fue al revés. ¿Por qué mientes, enredas, manipulas…? ¿Por qué me parece que no eres lo que aparentas, doctor Arnoux?
—He sido un estúpido…
—No lo creo… Creo que has sido una mala persona.
No reflexioné antes de soltar aquel veneno. Pero después me mordí la lengua y noté el sabor sulfuroso de la inquina estallarme en la boca. Quise pensar que la ansiedad había hablado por mí, que en mis cabales jamás habría dicho aquello. Sin embargo, no di marcha atrás, me sentía demasiado dolida.
—No pierdes el tiempo con sutilezas, ¿eh?
—No puedo permitirme ser sutil después de todo lo que ha pasado. —Alain se mostró tan abatido, que intenté suavizar el tono—. Ay, Alain… ¿Has tenido que ser tú? Confié en ti, creí que eras alguien en quien podría apoyarme. Sin embargo, me has traicionado, me has mentido, me has utilizado… Y quién sabe qué otras cosas peores habrás hecho.
—Un momento —saltó—. De todo lo que me acusas, sólo soy culpable de haberte mentido… Ni siquiera; únicamente te he ocultado algunas cosas. Y si lo he hecho, es porque temía que Konrad no me dejara colaborar con vosotros.
—¿Y a qué viene tanto interés en colaborar con nosotros, Alain? ¿Tanto como para mentir…? Todo el mundo parece haber perdido la cabeza con este maldito cuadro… Tú también, ¿no es cierto? Quizá la Fundación… ¿O hay alguien más detrás…? —me atreví a insinuar aun temiendo la respuesta.
—No es el cuadro, Ana… Es algo… personal… Algo que sólo tiene que ver conmigo…
Con la vista clavada en el suelo, Alain se mostraba incómodo y esquivo.
—¿Tan grave es que no piensas contármelo? —insinué intrigada.
—No es que sea grave… Es… íntimo. Y es… difícil… Incluso, vergonzoso. Tú quizá no lo entiendas. Y Konrad aún menos. Vuestras vidas son brillantes, llenas de éxito…
Estuve tentada de protestar: no es oro todo lo que reluce. Y, por otra parte, no me parecía que Alain no fuera un hombre brillante, al menos, su trayectoria profesional lo parecía. Sin embargo, mantuve la boca cerrada; no quería interrumpirle ahora que había soltado amarras.
—Sabéis de dónde venís y quiénes sois… En cambio, yo… Mi familia es como un enorme agujero negro que todo se lo traga, es una casa llena de puertas cerradas y de habitaciones oscuras; un álbum de fotos vacío…
Cuando nombró las fotos, recordé las del portafolios. Las busqué entre los papeles de la mesa y las cogí: fotos antiguas, fotos de familia, fotos de los Bauer… Alain las miraba conmigo.
—En mi casa no hay fotos —confesó por encima de mi hombro—. No las ha habido nunca. Ni de mis padres, ni de mis abuelos… Tampoco de mi hermana ni mías. Mi abuelo las guardaba todas al fondo de un cajón. Jamás las mostraba, mucho menos las colocaba en un marco sobre la repisa de la chimenea. Daba la impresión de que tenía algo que ocultar, algo de lo que avergonzarse… Mi familia está llena de ausencias y ausentes, pero no hay ni un solo recuerdo, ni una sola memoria… No parece existir nada que honrar ni por lo que estar orgulloso. Una vez esparcidas las cenizas de los muertos, su rastro desaparece para siempre…
Volví la cabeza hacia él: quería seguir mostrándome firme y ofendida, sin embargo, me empezaba a invadir una extraña compasión salpicada de ternura.
—¿Y qué tiene esto que ver conmigo, Alain?
Él me miró fijamente a los ojos.
—Una vez dijiste: «Creo que El Astrólogo lo tiene Sarah Bauer». Yo también lo creo, Ana. Pero a mí no me interesa El Astrólogo… A mí me interesan los Bauer…
Le di la vuelta a una de las fotografías, la del muchacho: «En la mansión Bauer, Illkirch, agosto de 1932».
—Esas fotografías son algunas de las que mi abuelo guardaba. Cuando discutí con él por el caso Bauer, me sentía tan confuso por su actitud que rebusqué a escondidas en su despacho. No sabía exactamente lo que quería encontrar, sólo quería la explicación que él no me daba. Forcé uno de los cajones de su escritorio y encontré esto.
—¿También la partida de nacimiento?
Alain asintió.
—¿Es tu abuelo?
—No creo… Mi abuelo se llamaba André. André Lefranc. Ni idea de quién es Jacob, ni qué hacía su partida de nacimiento en el escritorio de mi abuelo.
—¿Y la chica? —pregunté, mirando a la muchacha vestida de amazona—. «Mi querida Sarah»… ¿Sarah Bauer?
Alain se encogió de hombros.
—¿Te das cuenta, Ana…? No sé nada… Tan sólo que las fotografías que hay en mi casa son de hace ochenta años y que se lee «Bauer» en el reverso. Y quiero saber por qué. Tú apareciste con tu investigación en el momento oportuno, con Konrad detrás y su cheque en blanco… Tenía que aprovechar la ocasión…
—¿Entonces tú no has mandado los SMS, ni me has llamado con voz cavernosa, ni has robado el expediente Delmédigo, ni tampoco el diario…? —confirmé medio en broma medio en serio, ya más aliviada que suspicaz.
Alain sonrió por primera vez en aquella conversación.
—No, Ana. Yo no he hecho nada de eso… Te aseguro que no soy una mala persona, sólo soy un estúpido.
Noté que el calor me subía a la cara.
—Lo siento… No quería decir eso. Sólo estaba enfadada… ¿Me perdonas?
—Claro que sí… En realidad, me lo merezco.
—Bueno…, un poco estúpido sí que has sido. A Konrad sólo le importa el cuadro, le hubiera dado igual lo que tú quisieras saber de los Bauer. Pero ahora la has fastidiado: ya no se fiará de ti.
Alain cogió los informes sobre Konrad.
—Reconozco que esto no dice mucho en mi favor… Pero no hay ninguna intención retorcida en ello. La Fundación tiene la costumbre de investigar a aquéllos con quienes trabaja. En este mundo hay mucho oportunista, mucha gente metida en asuntos raros y vernos mezclados con ellos puede dañar nuestro buen nombre y acabar con nuestra reputación. Hay que andarse con pies de plomo…
—Tiene sentido… Al menos, yo creo que lo tiene.
—Me basta con eso. Me basta con que tú vuelvas a confiar en mí. —Alain me miró con ansiedad, como esperando una respuesta por mi parte.
Suspiré. La muñeca me dolía a reventar y estaba muy, muy cansada. Todo aquello me había hecho bajar la guardia. Me sentía sensible y vulnerable; deseaba confiar.
—¿Sabes? La noche que volvimos de San Petersburgo —me parecía que había pasado una eternidad— recibí otro SMS: «Vertrauen Sie Niemanden!». No se fíe de nadie… Pero no puedo. Tengo que confiar en alguien o me volveré loca… No vuelvas a hacerme esto, Alain. No quiero más mentiras —le advertí.
—Te lo juro. Yo tampoco las quiero. Me alegro de que te llevaras mi portafolios por error y de que todo esto se haya destapado. Ahora que lo he soltado, me siento mucho mejor.
Y yo. Yo también me sentía mejor.
Alain se empeñó en llevarme al hospital. Supongo que le sirvió de penitencia. Hoy en día, cualquier hombre que aparezca por un centro médico con una mujer magullada se convierte inmediatamente en sospechoso de violencia de género. Y Alain tuvo que soportar muchas miradas suspicaces.
La doctora que me examinó no dudó en preguntar mientras me inyectaba un calmante y me colocaba una venda elástica en la mano:
—¿Cómo se ha hecho esto?
—Fue ayer por la noche. Quisieron robarme el bolso. Me negué a dárselo y me dieron una paliza —improvisé evitando los detalles.
—¿Es su pareja el hombre que la acompaña?
—No… Un compañero de trabajo.
Al salir del hospital tenía tanta hambre que sentía debilidad. Los aromas de comida caliente que serpenteaban por las esquinas al mediodía hicieron que mi estómago gritara y se retorciera.
Entramos en un pequeño restaurante de barrio frecuentado por trabajadores de la zona: mesas con salvamanteles de papel y una cocina sencilla y rápida basada en lo que los franceses llaman formule, una entrada más un plato principal o un plato principal más un postre por 12 euros.
—¿Vas a contarme qué es lo que te ha pasado? —se decidió por fin Alain a preguntar mientras yo me peleaba con la costra de queso fundido de una sopa de cebolla.
Le dediqué media sonrisa triste —todo lo que daban de sí mis labios hinchados— por encima de la cuchara.
—He conocido a Georg von Bergheim —respondí. Fue para darme tiempo; no sabía por dónde empezar, no sabía si quería empezar.
Alain arqueó las cejas por toda reacción. Y después pareció captar el mensaje…
—No tienes por qué contarme nada. Sólo si quieres… Pensé que te gustaría hablar de ello…
Su expresión se me antojaba un refugio de montaña en mitad de una tormenta de nieve, con su chimenea humeante y sus ventanas pintadas de luz dorada. Alain tenía uno de esos rostros cálidos e increíblemente afables, que arrancan desahogos y confesiones hasta a las almas más herméticas. Y yo no soy precisamente un alma muy hermética.
Empecé a hablar, vacilante, como un motor frío al que le cuesta ponerse en marcha, con más reticencia que entusiasmo. Pero poco a poco el motor fue entrando en calor: le hablé del SMS, el misterioso paquete, el uniforme, las runas sig, el Range Rover negro, el château y todos los acontecimientos horribles que allí presencié y sufrí. Volví a vacilar al hablar de los guardias, sus maltratos, la jeringuilla y la penosa huida: ponerlo en palabras convertía la pesadilla en real y las palabras no fluían con tanta facilidad… Había entrado en el restaurante con hambre y, sin embargo, la sopa de cebolla se había quedado fría en su cuenco de loza.
Alain me escuchó en silencio y con atención, casi sin pestañear. Me dejó hablar sin una sola interrupción e incluso permaneció callado cuando ya había dado por terminado el relato. Incapaz de sostener su mirada, bajé la vista hacia la sopa olvidada.
—¿Ahora es cuando vas a decirme que estoy loca, que he sido una insensata y que he hecho una tontería?
—No… Lo cierto es que iba a decirte que estoy impresionado. Hay que tener un par de…, ya sabes, para haberte metido tú sola en eso.
—Gracias, pero no creo que haya sido valor, creo que trataba de demostrarme algo a mí misma, aunque no sé muy bien qué…
—Te habías quedado sola en el campo de batalla y, en lugar de rendirte, decidiste seguir adelante y combatir.
—Un suicidio…
Alain sonrió.
—Tal vez. Pero ahora puedes sentirte muy orgullosa de ti misma.
—Gracias… —le dije sinceramente agradecida. Estaba muy sensible y las palmaditas en la espalda resultaban muy reconfortantes.
El camarero retiró la sopa fría y nos trajo el segundo plato: ternera a la bourguignon. Con la mano sana empecé a pinchar los trozos de carne bañada en salsa de vino tinto.
—¿Qué opina Konrad de todo esto? ¿Qué vais a hacer a partir de ahora? —quiso saber Alain entre bocado y bocado.
—Konrad aún no sabe lo que ha pasado, está en pleno vuelo desde Japón. No tengo ni idea de qué opinará cuando se entere. Aunque Konrad no es un hombre que se amedrente con facilidad…
—¿Y tú? ¿Qué quieres hacer tú? Después de todo, eres la que está en primera línea…
—No sé… Aún me duele demasiado el cuerpo como para pensar con claridad… Me daría coraje dejar la investigación. ¿Con qué derecho nadie puede apartarme de ella? Pero, por otro lado… ¿Y si es cierto lo que me dijeron? ¿Y si es mejor dejar los secretos dormir…?
—¿Lo dices por la Tabla Esmeralda?
Asentí y mi semblante se volvió aún más grave.
—¿Qué diablos es eso, Alain? ¿Por qué hay alguien que no quiere que vea la luz?
Alain bebió y se limpió la boca con la servilleta antes de contestar.
—Mientras tú jugabas a ser Lara Croft, yo estuve haciendo de ratón de biblioteca —bromeó—. He estado buscando información sobre la Tabla Esmeralda… Esoterismo en estado puro, Ana. Magia, alquimia, hermetismo… Un cuento.
—Pero ¿qué es exactamente?
—Te pasaré mis notas para que las leas… Pero las leyendas no deberían importarnos. Nosotros somos historiadores, científicos, estamos al margen de esas cosas. Tú buscas un cuadro, una tela cubierta de pintura, algo real y tangible que interesa por su valor artístico e histórico. Lo demás son patrañas.
Me sorprendí a mí misma preocupada por las consecuencias de lo sobrenatural. Yo era una mujer más bien realista y pragmática, poco amiga de lo intangible. Supongo que estaba muy afectada por todo lo que había presenciado. Sin embargo, los razonamientos de Alain me devolvieron la perspectiva y no me costó alegar con otros argumentos más palpables:
—De acuerdo: la Tabla Esmeralda es una leyenda. Pero hay quien cree ciegamente en sus poderes sobrenaturales y está dispuesto a llegar a donde haga falta por lo que nosotros consideramos patrañas. Te lo aseguro, Alain, esos tipos no son una pandilla de boy scouts. Y detrás de estas organizaciones hay mucho psicópata… Fíjate el chalado de Noruega, Breivik: un nacionalista convencido de su labor mesiánica. O, en Alemania, la Banda del Döner, los asesinos neonazis. No sé… No sé si quiero jugarme la vida por un cuadro… Y, sin embargo, tampoco quiero rendirme ante las amenazas de nadie… Ay, Alain, estoy hecha un lío… —me lamenté con tono lastimero.
—Y lo entiendo… Sin embargo, no puedo ayudarte a tomar una decisión. No quiero ocultarte que seguiré indagando sobre los Bauer. No sé si eso me alejará o me acercará a El Astrólogo, no sé si eso me pondrá a mí en el punto de mira del acoso. Me da igual, no voy a retirarme, porque sólo yo soy responsable de mi propia seguridad y asumo las consecuencias. En cuanto a ti… No te lo voy a negar: me gusta trabajar contigo, me gusta más que hacerlo solo. Creo que formamos un buen equipo y que, aunque nuestros intereses sean diferentes, confluyen en un punto. Estoy seguro de que la investigación avanzaría más si trabajáramos juntos que por separado. Pero no te voy a animar a seguir adelante. No desde el momento en que no puedo garantizar tu seguridad. Si te pasara algo, me sentiría responsable y culpable.
Le miré fijamente, con mi media sonrisa agradeciéndole su comprensión mientras pensaba en lo idiota que había sido al desconfiar de él.
De pronto, sin saber exactamente por qué y aun siendo más consciente de los peligros a los que me enfrentaba, me sentí menos asustada.
No obstante, no sólo Alain y yo formábamos parte del equipo.
—Habrá que esperar a ver qué dice Konrad. Él tiene la última palabra.