Febrero, 1943

El SOE, o Special Operations Executive, fue una organización militar secreta creada a instancias de Winston Churchill en julio de 1940 para desarrollar operaciones de espionaje, guerrilla y sabotaje al otro lado de las líneas enemigas. Regularmente, agentes del SOE eran lanzados en paracaídas sobre territorio francés; se trataba de operadores de radio, instructores u oficiales de enlace que colaboraban con la Resistencia francesa estableciendo líneas de comunicación, adiestrando a guerrilleros y saboteadores o creando rutas de escape para pilotos aliados que caían en terreno enemigo. Además, el SOE no sólo lanzaba agentes en paracaídas, sino también cargamentos de armas, alimentos y, en ocasiones, dinero para financiar la causa. En Francia, el SOE envió a unos 470 agentes británicos, de los cuales 200 perdieron la vida, y proveyó de armas a medio millón de franceses.

A raíz del ataque a la Gestapo, Trotsky había establecido lazos con otros grupos de la Resistencia con más recursos y mejor organizados que el Grupo Armado Alsaciano. Agrupaciones que en muchos casos trabajaban directamente bajo las órdenes del general De Gaulle y en estrecha colaboración con el gobierno británico a través del SOE.

A principios de febrero, el Grupo Armado Alsaciano fue seleccionado para recoger un cargamento de suministros enviado desde Gran Bretaña y transportarlo hasta París. En concreto, se trataba de una remesa de armas y munición que sería lanzada sobre un área de recepción en las cercanías de Valençay, a unos doscientos cincuenta kilómetros al sur de la capital. En cuanto Sarah se enteró de ello, buscó el momento oportuno para hablar con el jefe.

Trotsky solía estar en el garaje los domingos por la mañana, que era cuando libraba en la estación; revisaba la prensa clandestina, elaboraba sus propias proclamas, ideaba nuevas acciones… Se trataba de una mente inquieta, ese tipo de personas que cuando no la están haciendo la están pensando, que vive por y para la causa. Aquel domingo que Sarah fue al garaje se encontró con que Trotsky estaba con Dinamo. Entre los dos se afanaban por arreglar una radio que habían lanzado los ingleses y que había quedado seriamente dañada tras el lanzamiento. Trotsky se había hecho con ella gracias a sus nuevos contactos entre la Resistencia y aunque los otros la habían desechado, él estaba totalmente decidido a hacerla funcionar, convencido de que si quería que su grupo prosperase, necesitaban hacerse con una radio.

—¿Puedo hablar contigo, camarada? —le abordó Sarah—. A solas.

—¿Ahora? —se extrañó Trotsky de la urgencia.

—Sí.

—Está bien.

Dinamo salió a fumar un cigarro. Sarah le dio las gracias con una sonrisa cuando pasó junto a ella.

—¿Y bien?

—Quiero ir yo a recoger el suministro de Valençay.

Trotsky la miró intrigado por encima del pitillo que se estaba encendiendo. Se tomó su tiempo en apagar la cerilla y dar la primera calada.

—Pensaba enviar a uno de los chicos. No es precisamente una excursión al campo.

No esperaba que Trotsky accediera de buenas a primeras. Hasta hacía apenas un mes, Sarah tan sólo era algo que deambulaba por su garaje y ahora le estaba pidiendo llevar a cabo una misión importante.

—Lo sé. Pero estoy preparada para hacerlo. Me he hecho pasar por una auxiliar de las SS, será más fácil aparentar ser una campesina francesa… con una Luger debajo de la falda. Los chicos me han enseñado a usarla.

Trotsky continuó pensativo. No dudaba de que fuera capaz de hacerlo, puede que incluso estuviera más cualificada que los críos que tenía por guerrilleros; algunos de ellos se meaban en los pantalones en cuanto tenían cerca a un alemán. Pero Trotsky seguía intrigado.

—Si me permites la pregunta, camarada, ¿a qué viene tanto interés? La misión es peligrosa: los alemanes están al tanto de los lanzamientos y controlan las carreteras, los caminos y los claros. Además, tienen confidentes por todas partes, cualquier paleto de los que siembran patatas podría denunciarte a la Gestapo si sospecha algo.

—Soy consciente de los peligros…

A partir de entonces, la actitud de Sarah devino de firme en suplicante. Nunca hubiera pensado que se sinceraría con Trotsky, el tipo menos empático sobre la faz de la tierra, pero, de repente, sentía la necesidad de hacerlo.

—Necesito hacer algo, camarada. Esta inactividad me está matando. No puedo pasar día tras día de la librería a la pensión, de la pensión a la librería, con el único aliciente de imprimir pasquines el fin de semana…

Sarah buscó una silla y se dejó caer en ella.

—Ayer vi cómo se llevaban a una mujer y a su hijo en plena calle, a plena luz del día. Todo porque no había cosido la estrella de David al abrigo del niño… Sólo se la había sujetado con un alfiler. A un niño de no más de ocho años… Necesito salir de aquí, camarada. Necesito marcharme de esta maldita ciudad aunque sólo sea un par de días —concluyó, abatida.

No había querido mostrarse así ante su superior, sabía que de él no obtendría ningún tipo de consuelo y, en todo caso, el frío revolucionario interpretaría su desaliento como una debilidad. Pero Sarah aún no era lo suficientemente fuerte como para evitar venirse abajo en determinados momentos.

En efecto, de la boca de Trotsky no salió ni una sola palabra de aliento. Trotsky no pensaba en absoluto en el abatimiento de la chica, aún menos en darle alivio; pensaba en lo mucho que aquella mujer podía llegar a sorprenderle y en lo mucho que le excitaba imaginarse una Luger bajo su falda, más si el cañón de esa Luger terminaba apuntando a la nuca de un alemán.

Trotsky aplastó la colilla en la suela de uno de sus zapatos.

—De acuerdo, camarada Esmeralda. La misión es tuya. —Antes de que Sarah pudiera agradecérselo, Trotsky continuó—: Pero llévate a Gauloises contigo… Debajo de tu falda no caben todas las armas que los ingleses nos envían.

Fabrice y Pauline Renard. Sarah hubiera preferido que Jacob y ella se hubieran hecho pasar por hermanos, pero lo cierto era que no se parecían en absolutamente nada. Gutenberg insistió en que para dar credibilidad a la tapadera deberían fingir ser un matrimonio, y como tal preparó los papeles falsos.

El viaje en ferrocarril hasta Valençay transcurrió tranquilo y dentro de la normalidad. Pasaron con éxito un par de controles rutinarios. Era habitual que la policía revisara la documentación en las estaciones y dentro de los vagones a la gente que no se apeaba. Pero ellos ya lo sabían y estaban preparados. Actuar con calma y naturalidad era la clave para no levantar sospechas.

Curiosamente, lo más incómodo para Sarah durante el viaje no fueron los controles ni la policía ni los alemanes, fue Jacob. Desde luego que no era un hombre precisamente locuaz, nunca lo había sido. Pero entonces fue un hombre casi completamente mudo. Su conversación se limitó a los monosílabos hoscos, en ocasiones, más que pronunciados, gruñidos. Jacob no perdía la oportunidad de dejar patente su malestar.

Desde que Trotsky había ordenado que Jacob la acompañara, Sarah se había temido algo así. No tardó en darse cuenta de que Trotsky la estaba utilizando en la lucha de poder que mantenía con su segundo.

—Le he preguntado a Trotsky si podía ir contigo a recoger el cargamento de Valençay… —Sarah intentó ser todo lo diplomática que pudo, intuyendo que Jacob no admitiría que Trotsky le diese el mando a ella por encima de él. Pero no sirvió de nada.

El jefe se aseguró muy bien de dejar patente en todo momento que era Sarah quien estaba al cargo de la operación y Jacob a sus órdenes, porque él había decidido que fuera así. Todos los detalles los discutía sólo con la chica: los horarios, el viaje, el contacto, el plan… Y ella tenía que pasar el mal trago de transmitírselo a Jacob, quien recibía la información con desgana. A punto estuvo Jacob de mandar a la misión, a Trotsky y al Grupo Armado Alsaciano entero al carajo. Pero no lo hizo… En cuanto pensaba que a Sarah pudiera pasarle algo porque él la había dejado en la estacada, se tragaba todo el orgullo y toda la bilis. Se llamaba estúpido y pelele al mismo tiempo que se decía que jamás podría abandonarla; él tenía que protegerla.

No obstante, aquellos nobles sentimientos no impidieron que toda la quina que Jacob había tragado los últimos días la exudara durante el viaje, mostrándose paradójicamente grosero con la mujer objeto de sus desvelos.

Marcel Berry contaba casi sesenta años, era viudo, su único hijo había muerto en el frente, antes del armisticio, y regentaba una taberna en Saint-Denis, una pequeña pedanía a las afueras de Valençay. También trabajaba para la Resistencia. Actuaba de enlace y guía sobre el terreno tanto para los agentes del SOE que se lanzaban en paracaídas en la zona central, como para otros miembros de la Resistencia que iban a recoger suministros. Marcel Berry era el contacto de Sarah.

Jacob y ella entraron en la taberna como si fueran una pareja cualquiera de viajeros. Se sentaron y pidieron dos vasos de vino. El tabernero era un hombre grande que movía con sorprendente presteza toda su humanidad tras la barra. Con un trapo sucio pretendió limpiarse las manos antes de servir el vino.

—Disculpe, monsieur, ¿cuál es el mejor camino para llegar a Saint-Benoît?

Aquella frase corriente era la señal para Marcel. Después de que los chicos se hubieran bebido el vino y se hubieran marchado, Marcel cerraría la taberna y se encontraría con ellos en un cobertizo en la parte de atrás del edificio.

Sarah y Jacob le esperaban ocultos tras una esquina. Le vieron llegar acompañado de un muchacho que no tendría más de dieciocho años, pero que se veía grande y fuerte como un gigante. Sansón era su nombre en clave. El de Marcel era Grand-Père. De hecho, Sarah pensó que Marcel tenía el aspecto entrañable de un abuelo, con su barriga redonda, su cabello espeso completamente blanco y su voz de cuentacuentos con la que más que detallar una operación clandestina, parecía estar narrando una bonita historia.

Sin embargo, cuando Marcel vio a Sarah, su reacción no fue tan poética: «¡Una mujer! ¡Estos botarates de París han mandado a una mujer! ¿Qué se han pensado que es esto, un paseo por el campo?».

En el cobertizo, Marcel ocultaba una pequeña radio dentro de un maletín para comunicarse con Londres. Con ella solicitaba los suministros a petición de las células resistentes y concretaba los detalles de la operación. Cada operación tenía asignado un nombre en clave y un «día J» en el que se llevaría a cabo. La de aquella noche era la operación Snow White, Blancanieves. Asimismo se fijaba la D/Z, o zona de lanzamiento, entre las que se habían previamente establecido. Para la operación Blancanieves se había escogido el campo Cher, un amplio terreno libre de árboles y obstáculos, cerca del río del mismo nombre.

Marcel también contaba con dos receptores en el cobertizo. Uno, el «biscuit tin radio», llamado así porque cabía dentro de una caja de galletas. Se usaba para captar las retransmisiones de la BBC; con una simple frase intrascendente emitida por la emisora británica, por ejemplo, le sucrier est entre les deux tasses, el azucarero está entre las dos tazas, se ponía en marcha toda la operación en la fecha, los horarios y las coordenadas preestablecidas.

El otro receptor lo tendría que llevar Marcel consigo oculto en una pequeña malla color caqui. Lo emplearía para escuchar la señal que emitiría el avión antes de efectuar el lanzamiento y según se acercara a la D/Z. De este modo, el llamado comité de recepción, los miembros de la Resistencia que lo esperaban, podría encender las linternas que señalizaban la zona. Con las linternas había que formar una L: tres luces rojas en línea con la dirección del viento y una luz blanca a unos veinte metros a la derecha de la primera luz roja. Con la linterna blanca se emitía en código morse una letra que servía a los pilotos británicos para identificar la célula que esperaba el suministro, pues normalmente un solo avión abastecía a varias células en diferentes zonas. Como Marcel era el único que conocía la letra que correspondía a aquella operación, sería él quien accionaría la luz blanca. En el caso del campo Cher, aquella noche esperaban seis contenedores y una bolsa, por eso alrededor del campo estaban dispuestos otros seis grupos de la Resistencia para recoger cada uno de ellos un contenedor.

A pesar de todos aquellos preparativos y precauciones, Marcel les previno de lo arriesgado de la misión. Ya contaba en su haber con varias operaciones como aquélla y había visto fracasar unas cuantas. A veces, la presencia de patrullas de la Gestapo en la zona impedía accionar las linternas y el avión regresaba sin efectuar el lanzamiento. En otras ocasiones, era el mal tiempo el que hacía fracasar la operación. Marcel también había visto estrellarse a más de uno de aquellos aviones; volaban a muy baja altura para evitar que la carga se dispersase al ser lanzada y en ocasiones acababan enganchados en algún poste de la luz o espachurrados contra una colina. Algunos de ellos eran abatidos por las defensas antiaéreas alemanas. Marcel, por suerte, no había sido testigo de ello, pero sí había oído de una operación en la que la Gestapo había encañonado a cada uno de los miembros del comité de recepción para que encendieran la señal de luces. Una vez que el avión había efectuado el lanzamiento, les habían disparado en la nuca y se habían quedado con la carga.

Mientras Marcel relataba todo aquello, miraba fijamente a Sarah. ¡Por Dios, era sólo una chiquilla! Una chiquilla hermosa, de ademanes dulces y elegantes, que no debería estar metida en aquellos fregados. Definitivamente, no se sentía cómodo llevando a la chica a una excursión como aquélla. ¡Qué demonios! ¡Era muy peligroso! Normalmente, había que aguardar a que llegara el avión agazapado entre la maleza que circundaba la D/Z, expuesto a la intemperie y las inclemencias del tiempo. Los alemanes, conscientes de que aquélla era una zona en la que operaba la Resistencia, patrullaban continuamente y vigilaban los claros. Al advertir el más mínimo movimiento disparaban a matar. Ya fuera un agente enemigo o un cargamento de suministros, todo lo que lanzaban los aviones británicos se transformaba en presa muy codiciada para ellos. Quedar expuesto en uno de esos descampados era como estar ante el paredón. No, no, no, aquello no era trabajo para una mujer.

—Oye, muchacho, ¿por qué no le dices a tu amiga que se quede aquí mientras nosotros hacemos el encargo? —le insinuó a Jacob en un momento en que Sarah no podía oírle—. No sólo es peligroso, además, la noche promete ser muy fría con la helada que está cayendo. No creo que la chica aguante.

Los contenedores pesaban unos doscientos kilos y hacían falta cuatro personas para transportarlos. Marcel volvió a maldecir a los de París. Tendrían que apañárselas para mover la carga entre tres, pero estaba dispuesto a hacerlo con tal de no tener a una mujer enredándolo todo.

Jacob levantó la vista para mirarle. Movió el cigarrillo que masticaba de una comisura a otra de los labios y escupió en el suelo antes de responder secamente:

—Mi amiga está al mando de la operación.

Marcel tenía un carro viejo que había preparado para transportar los suministros. A veces también utilizaba el automóvil del doctor Lapierre, el médico del pueblo, un Citröen de gasógeno que era el único operativo en toda la zona. Prefería alternar los medios de transporte para no llamar la atención de los alemanes. Bajo el suelo del carro había unos compartimentos ocultos que Marcel se encargaba de disimular a conciencia cubriéndolos con paja, mantas, cajas de vino, sacos de patatas y cestas llenas de apestoso queso francés, cuanto más maloliente, mejor —los alemanes odiaban el olor del buen queso galo.

Aún era de día cuando abandonaron Saint-Denis en la parte de atrás del carro que conducía Marcel con Sansón a su lado. Todavía no hacía mucho frío, pero el campo estaba cubierto de una costra de nieve que era hielo después de varias noches bajo cero. Sarah se arrebujó en una manta, desalentada por la idea de tener que aguardar tirada sobre la nieve a que cayese el maldito cargamento.

No hubiera podido precisar cuánto se alejaron de Saint-Denis ni qué dirección tomaron porque al poco se quedó dormida, acunada por el traqueteo de la carreta. Sólo se despertó al sentir que se habían detenido. Ya había anochecido y se hallaban en mitad de un espeso bosque. Marcel procuró que el carro quedase fuera del alcance de la vista y el grupo continuó a pie. A pesar de la espesura y la oscuridad, Grand-Père parecía guiarse a ciegas con la habilidad de un murciélago, daba el aspecto de saber exactamente por dónde iba y adónde se dirigía. Tras media hora de penosa caminata entre pedruscos y arbustos de espino, llegaron a la linde de un claro.

Era una preciosa noche de luna llena y un pincel pintaba de luz las siluetas. Sarah imaginó que el Cher se tendría que ver como una cinta de plata desde el cielo. Alzó la vista y se preguntó cómo sería volar… Las operaciones de abastecimiento sólo se llevaban a cabo en los períodos de luna llena para que los pilotos, que sólo se guiaban con viejos mapas Michelin de carreteras, contaran con mayor visibilidad. Volar sería probablemente aterrador, concluyó Sarah para sí misma.

Marcel buscó un lugar tras unos arbustos. Hizo un cuenco con las manos en torno a su boca y ululó como un búho. Inmediatamente, otros cantos semejantes brotaron del otro lado del claro.

—Ya están aquí los demás —confirmó.

Hechas las comprobaciones, extendió sobre el suelo la lona que habían traído consigo para no mojarse a los pocos minutos de estar sentados sobre la nieve. Después abrió un zurrón y sacó un queso, un poco de pan, una botella de vino y algunas manzanas.

—La espera se hará más llevadera con el estómago lleno —sentenció en un susurro.

Sarah y Jacob contemplaron el queso con avidez. ¡Hacía tanto tiempo que no probaban el queso! En París ya no quedaba casi nada de comer, sólo los que vivían en el campo, cerca de las granjas y que tenían acceso a los productos de la tierra, podían permitirse aquellos lujos.

—¿Cuándo llegará el avión? —preguntó Jacob una vez que hubo dado buena cuenta de su porción.

Marcel se encogió de hombros.

—Sabemos cuándo sale, pero no cuándo llega, si es que llega. De todos modos, no creo que antes de la una o las dos. Todo depende de cómo se den el resto de los lanzamientos.

Sarah miró su reloj: sólo eran poco más de las doce. Estaba cansada y nerviosa, cualquier ruido se le antojaba amenazador. Ya tenía los pies y las manos helados y su ropa desgastada no tardaría en ceder al acoso del frío. La noche prometía ser larga…

Sin embargo, el resto parecía habérselo tomado con resignación. Sansón cabeceaba junto a un pedrusco. Marcel se había puesto los auriculares de su receptor y aguardaba la señal del aeroplano entre trago y trago de vino. Jacob había sacado un cigarrillo y lo masticaba tranquilamente. Grand-Père les había advertido de que no podían fumar porque hasta el puntito luminoso de un pitillo podía alertar a la Gestapo. A Sarah aquello le parecía un poco exagerado, pero se guardó mucho de llevarle la contraria a Marcel. Tampoco a Jacob parecía importarle la prohibición, estaba acostumbrado a masticar los cigarrillos.

Jacob no había vuelto a dirigirle la palabra y era probable que no lo hiciera hasta que terminara la misión. Sarah empezaba a conocerlo y sabía que era muy dado a las rabietas. Es más, procuraba mantenerse alejado de ella, como si fuesen dos desconocidos. Cosas de Jacob.

En vista del panorama, Sarah se acurrucó todo lo que pudo sobre la lona, enterró las manos y la cara entre la ropa para conservar todo el tiempo que pudiera su propio calor corporal y trató de dormir un poco para acortar la espera. No quería pensar en el frío, ni en las patrullas de la Gestapo, ni en aviones estrellándose contra el suelo. Sólo le aliviaba sentir que no estaba sola. Y tal vez, si consiguiera dormirse, tendría un sueño bonito…

—¡Aquí están! ¡Ya están aquí! ¡Los tengo en el receptor!

Las exclamaciones de Marcel sacaron a Sarah de su duermevela. No estaba segura de haber dormido, sólo estaba segura de no haber soñado nada bonito. Al despertarse, comprobó que alguien la había cubierto con una manta, aun así, tenía el cuerpo entumecido por el frío y la postura, y temblaba. No tardó en escuchar un rugido que provenía del cielo.

—¡Es un Halifax! —anunció Marcel, refiriéndose al bombardero de la RAF—. Vosotros quedaos aquí y esperad a que os haga la señal. ¡Empieza el espectáculo!

Grand-Père volvió a ulular y tres hombres salieron de entre la maleza. Inmediatamente después, él también salió al claro con su linterna en la mano. Sarah los vio colocarse a la luz de la luna: tres en línea y Marcel a veinte metros a la derecha del primero. De repente, se encendieron las luces y una L roja y blanca quedó dibujada sobre la tierra. La luz blanca parpadeaba al compás del código morse para emitir la clave.

El rugido de los motores era cada vez más y más cercano, hasta que lo tuvieron encima. Fue increíble ver a aquella mole pasar casi rozando el suelo, sobrevolar sus cabezas a poco más de doscientos metros de altitud, el fuselaje brillando a luz de la luna y los motores emitiendo un ruido ensordecedor. Sarah sintió una emoción inexplicable por la magnitud de todo aquello, y por lo que significaba: los hombres que iban dentro de aquel avión arriesgaban su vida para dejar a su paso un mensaje de libertad y esperanza. Más que nunca, creyó que aquella pesadilla terminaría algún día y que entonces podría volver a reunirse con su familia y todo volvería a ser casi como antes.

Cuando contempló los paracaídas abrirse en el cielo y flotar en el aire como pétalos de flores al viento, las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas heladas y el llanto la reconfortó con su calor.

Poco a poco, el Halifax volvió a alzar el vuelo y fue desapareciendo en el horizonte con el mismo himno de graves con el que había llegado.

—¡Vamos! ¡Es la señal! —advirtió Sansón, devolviendo a Sarah a la realidad tras la ensoñación.

Los tres salieron rápidamente al claro y se reunieron con Marcel. El resto de los comités de recepción habían hecho lo propio y, al poco tiempo, la D/Z se había convertido en un hervidero de personas, apresurándose en realizar su trabajo cuanto antes. Desde luego que se trataba de la parte más peligrosa de la misión, cuando más expuestos estaban a ser descubiertos por la Gestapo tras el escandaloso paso del bombardero.

Sobre el área de la D/Z había dispersos seis contenedores cilíndricos tan largos como una persona. Por desgracia, la bolsa que esperaban se había lanzado antes de lo debido y había quedado enganchada en unos árboles. Cada comité se concentró en retirar rápidamente un contenedor.

Mientras Marcel comprobaba los papeles que iban adheridos, en los que se indicaba el tipo de mercancía que contenían, Jacob y Sansón cortaron el arnés del paracaídas; era muy importante deshacerse de él y para ello había que enterrarlo con ayuda de un pico y una pala que el propio contenedor traía fijados. Sarah observó que había un procedimiento muy concreto preestablecido y que todos los grupos lo seguían a rajatabla. La actividad era frenética en el campo Cher, pero ordenada como una buena coreografía. Y el silencio… el silencio era simplemente sobrecogedor.

—Está bien, chicos, vamos a sacarlo de aquí. Esmeralda, tú coge el asa de la parte de atrás conmigo, Sansón y Gauloises, a la parte de delante —ordenó Marcel, haciendo referencia a las cuatro asas que flanqueaban los contenedores para facilitar su transporte—. A la de tres. Un, dos, tres, ¡arriba!

Sarah se quedó pasmada con lo que pesaba aquello. Las rodillas le flojeaban y las asas se le resbalaban entre las manos entumecidas por el frío; del esfuerzo acabaron por dolerle los dedos como si se le fueran a quebrar. Cada paso que daba se le hacía una penuria, los pies se le hundían en el fango helado —aquellos zapatos con la suela de madera, porque ya no quedaban suelas de cuero en Francia, no eran el calzado más apropiado para andar por la nieve acarreando doscientos kilos de peso—. Sin embargo, la chica no demostró el más mínimo síntoma de cansancio, no pronunció ni una sola queja: no iba a darles ese gusto a los hombres fornidos cuyos brazos temblaban como los de ella. Los metros que recorrieron hasta ocultarse en el bosque fueron un infierno, pero Sarah estaba decidida a que nada, salvo el desmayo, la detuviera.

Finalmente, en su escondite boscoso, soltaron la carga. Sólo cuando vio que los demás resoplaban y se secaban el sudor de la frente, Sarah se permitió apoyarse rendida en el cilindro para comprobar si aún conservaba todos los dedos en las manos.

—Mañana vendrá mademoiselle Perrault, la maestra, con los chicos de la escuela para una salida campestre. Ellos se encargarán de borrar las huellas del lanzamiento —les explicó Marcel.

Los cilindros estaban formados por varios módulos fijados entre sí con cierres parecidos a los de un baúl. Cada módulo estaba provisto de correas para poder transportarlo fácilmente a la espalda, como una mochila. Aun así, Marcel había traído una carretilla para llevarlos más rápidamente hasta el carro. Él y Sarah se dedicaron a separar los módulos mientras los chicos enterraban el paracaídas.

Todavía tardaron un buen rato en cargar todos los módulos en el carro y ocultarlos debidamente. Sin embargo, el trabajo les ayudaba a entrar en calor; era duro, aunque sin duda era mejor que estar tirado en la nieve aguardando al avión.

Por fin, a eso de las tres de la madrugada, la carga estuvo lista para emprender con ella el camino de vuelta a Saint-Denis. Una vez acomodada en la parte trasera, Sarah se quitó los zapatos mojados y llenos de barro y se secó los pies. Se sintió inmediatamente aliviada y, aunque hacía mucho tiempo que no rezaba, elevó al cielo una oración de agradecimiento: «Modá aní lefaneja mélej jai vekayam shehejezarta bi nishmatí bejimlá, rabá emunateja[5]. Doy gracias ante ti… Todo ha salido bien».

Si Marcel la hubiera escuchado, le habría dicho que no cantase victoria tan pronto. Las cosas pueden complicarse en el momento más inesperado.

Los alemanes habían cortado la carretera a Saint-Aignan para dar paso a un convoy de blindados. El control estaba justo a la salida de una curva, en el cruce con la carretera a Saint-Denis. Jamás hubieran podido anticiparlo. Cuando lo tuvieron delante ya era demasiado tarde para huir sin levantar sospechas.

Un soldado alemán estaba parado al frente, con una señal circular les indicaba que se detuviesen. Había un poco de bruma y las luces de los automóviles alemanes creaban una atmósfera espectral de blancos y negros, de sombras entre humo.

Marcel tiró suavemente de las riendas para frenar el mulo. Sin volverse, les susurró:

—Todo el mundo tranquilo. Yo hablaré.

Marcel rezaba para que no fuese un control de la Gestapo, sino de la feldgendarmerie.

Halt! —les ordenó el soldado iluminándoles con una linterna mientras se aproximaba al carro. Detrás, otro soldado le escoltaba, apuntándoles con la metralleta.

Cuando el carro se detuvo, el silencio se hizo incómodo, como si de algún modo pudiera delatarles. El rumor del bosque circundante, las suelas de las botas militares contra el asfalto, el murmullo de una conversación en alemán y hasta la bruma que parecía sisear en su oído… Sarah tuvo ganas de gritar para liberar la tensión.

—¿Qué hacen circulando después del toque de queda?

Marcel se quitó la boina e inclinó respetuosamente la cabeza. En un alemán torpe, intercalado con un montón de palabras en francés, empezó a dar explicaciones.

—Lo siento mucho, señor comandante. —Deliberadamente había ascendido de rango al que a todas luces era un simple soldado de la feldgendarmerie—. A la salida de Prunières se rompió la rueda del carro y se nos echó la noche encima antes de poder repararlo.

—La documentación. De los dos —añadió iluminando a Sansón.

—El chico es mi sobrino —aclaró Marcel mientras le entregaba los papeles.

El soldado los examinó concienzudamente.

—Su sobrino, ¿eh? —Marcel asintió—. ¿Qué lleva ahí detrás?

—Comida, señor comandante. Para mi taberna en Saint-Denis. Venimos de aprovisionarnos en las granjas de la zona.

El haz de luz de la linterna barrió con insolencia la parte trasera del carro. Ambos soldados se asomaron.

—¿Y estos dos? ¿También son sobrinos suyos? —preguntó el que parecía llevar la voz cantante, no sin cierta sorna.

—No, señor, son dos viajeros que recogimos por el camino. Van en la misma dirección y nos ofrecimos a llevarlos. Creo que por eso se rompió la rueda. Al final era demasiado peso para un carro tan viejo. —Marcel no dejaba de hablar procurando distraer a los soldados para que no se diesen cuenta de que Esmeralda y Gauloises no llevaban equipaje.

—¡Documentación!

Sin abrir la boca, Sarah y Jacob sacaron sus papeles y se los entregaron al soldado.

Al mirarlos, sonrió. Con la linterna apuntó a Sarah a los ojos, que parpadeó cegada por la luz. Después le iluminó los pechos y las piernas, como si el haz fuera una vara con la que pudiera levantarle el vestido.

—Estos cabrones tienen suerte —le dijo a su compañero—. Hay que ver qué guapas son las jodidas francesitas.

—Eh, sargento, ¿por qué no la detenemos y esta noche nos la follamos en el barracón?

Jacob se crispó. Sarah se dio cuenta enseguida de que estaba a punto de saltarles a la yugular. Le sujetó del brazo y presionó con fuerza, para evitar que se suicidase.

—No seas idiota, Ernst. El teniente nos metería en el calabozo hasta que te olvidaras de tu nombre. Deja de decir tonterías y registra el maldito carro. Yo voy a ver lo que llevan aquí detrás estos Froschfresser.

El sargento echó una mirada a la carga de alimentos y luego se concentró en Sarah.

—Estás muy rica, nena. Tienes pinta de tener un buen polvo. Los haces buenos, ¿eh, Pauline? ¿A que sí?

Se estaba burlando de ella creyendo que no le entendía. La joven le siguió el juego. Rogando al cielo que Jacob no cometiera ninguna locura mientras ella camelaba a los alemanes, dibujó una sonrisa estúpida en la cara y asintió mecánicamente.

Oui, oui, monsieur le comandant. Vous voulez un peu de fromage?

Sarah plantó un pedazo de queso bajo la nariz del alemán.

—¡Quita de aquí ese apestoso queso, joder! Francesa del demonio… —espetó el sargento con un manotazo al queso—. ¡Termina de una puta vez de registrar el vehículo, Ernst!

Marcel contempló con los nervios destrozados cómo su compañero inspeccionaba los bajos del carro. Había procurado ocultar bien los compartimentos secretos, pero por debajo sobresalían un poco. Granadas de mano, pistolas, explosivos, detonadores, metralletas… Con que Ernst sospechara de algún saliente estarían jodidos.

Tampoco le tranquilizaba asistir a la escena que estaba teniendo lugar en la parte de atrás, con Gauloises rojo de la ira por ver cómo el sargento quería meterle mano a Esmeralda. A Marcel le temblaban las suyas mientras sujetaba las riendas. Por un momento, pensó en agitarlas y salir huyendo de allí. Hubiera sido una locura. No hubieran llegado al cruce antes de que los acribillaran a tiros.

—Baja del carro, Pauline. —El sargento acompañó sus palabras con un gesto para asegurarse de que la chica le entendía—. El sargento Stüber tiene que cachearte —añadió. A la luz de la linterna su sonrisa lasciva parecía demoníaca.

Inmediatamente, Sarah se tocó el muslo para sentir la Luger que escondía bajo la falda. Si los alemanes habían de cogerla, antes se llevaría a unos cuantos por delante.

—¿Qué ocurre, sargento? ¿Por qué sigue esa carreta aquí todavía?

Aquella voz potente surgió desde la oscuridad justo antes de que el sargento obligara a Sarah a bajar del carro y desencadenase así la tragedia.

El sargento se cuadró. Lo hizo por instinto más que por respeto; tenía la sensación de que le habían sorprendido haciendo algo prohibido.

—Estamos registrándolo, herr Leutnant. Ahora iba a proceder a cachear a sus ocupantes y a detenerlos por circular durante el toque de queda.

—Pues no pierda el tiempo con eso. Si fueran armados ya le hubieran metido una bala en el cuerpo. Son sólo unos campesinos. Que den media vuelta y se vayan por donde han venido. No pueden estar aquí.

—Sí, herr Leutnant.

Ernst cesó la inspección y el sargento, con toda la diligencia militar de la que había carecido hasta entonces, gritó más para el teniente que para los franceses:

—¡Ya lo han oído! ¡Retírense inmediatamente!

Marcel pudo por fin agitar las riendas y, al hacerlo, se percató de lo que le dolían los dedos de tan fuerte que las había sujetado. Con un ruido de cascos y un chirrido de ruedas oxidadas, el carro dio media vuelta y se adentró en la noche de la que había salido.

Tuvieron que dar un aparatoso rodeo para llegar a Saint-Denis. Eran más de las cuatro de la madrugada cuando Marcel desenganchaba el mulo y guardaba el carro en el cobertizo. No descargarían hasta la mañana, una vez concluido el toque de queda; demasiado ajetreo nocturno podría levantar las sospechas de los vecinos.

Todos pasarían la noche en casa de Marcel, un piso que ocupaba la parte superior de la taberna, de paredes encaladas y suelos de madera sin barnizar. Sólo tenía dos habitaciones. Marcel asignó una de ellas a los de París, confiando en que se las arreglarían solitos; no sabía qué clase de lío se traían entre ellos ni quería saberlo: si el chico tenía que dormir en el sofá que fuese ella quien se lo dijera.

En la cocina, Marcel encendió una estufa de leña y puso una olla al fuego.

—Creo que nos merecemos una buena comida caliente después de una noche tan larga.

Sarah se acercó a la estufa; sentía que el frío se le había metido hasta en los huesos. Jacob, al otro lado de la cocina, prefirió empezar a entrar en calor con un buen vaso de vino.

Un delicioso olor a comida caliente, a legumbres cocidas, inundó la habitación, un aroma a mañana de invierno y reuniones en familia. El trajín de la cocina, de cubiertos que rozan y platos que chocan, de manzanas que se golpean al caer en el frutero, de vino que se vierte en los vasos y la charla de Sansón y Grand-Père… Todo aquello en su conjunto fue como el cálido abrazo del hogar, algo casi olvidado. Sarah se arrebujó en su chaquetón, sonrió y decidió ayudar a poner la mesa.

Al sentarse, la chica creyó que aquello era lo más hermoso que había visto en mucho tiempo. Había comida suficiente: la cassoulet de alubias y cerdo, pan crujiente de trigo, queso, manzanas, miel, nueces y ¡mantequilla!, mucha, mucha mantequilla. El calorcito de aquella cocina, la luz suave de los candiles y hasta la sensación de apetito en el estómago le resultaron reconfortantes. Sarah se sintió muy afortunada de poder disfrutar de aquel instante, de aquel sueño en medio de la pesadilla.

Después de cenar, como nadie parecía tener ganas de irse a dormir, Marcel dejó sonar en el gramófono un disco de Marie Dubas y sacó cigarrillos y su mejor aguardiente de cerezas.

Era la primera vez que Sarah bebía aguardiente. El primer trago le pareció corrosivo, el segundo ardoroso, el tercero rasposo. Al terminar el primer vaso, ya era capaz de apreciar el sabor de las cerezas, y después del segundo, tuvo ganas de un tercero.

Sarah se sentía feliz. Ligeramente embriagada, y quizá por eso, feliz. Porque hacía mucho tiempo que no comía tan bien y que no escuchaba música, porque se reía a carcajadas con los chistes de Sansón y porque Marcel, con la pipa entre los labios y una sonrisa bonachona, parecía más que nunca un grand-père.

Con cada vaso de aguardiente, Sarah se sentía cada vez más y más contenta. Había olvidado todo, sólo era feliz. Y tenía ganas de bailar.

—Baila conmigo, Jacob —rogó, tirando del brazo del reacio muchacho.

—Yo no sé bailar.

—Entonces, Sansón bailará conmigo.

Al chico le faltó el tiempo para salir a bailar Le tango stupéfiant con aquella preciosa muchacha. Ambos se entrelazaron en un tango torpe y grotesco sobre las baldosas de la cocina. Pero fue divertido. Marcel tarareaba y ella se reía con ganas cada vez que se echaba hacia atrás en los brazos fuertes de Sansón.

Cuando la aguja del gramófono saltó al siguiente surco y empezó a sonar Quand je danse avec lui, Sarah se colgó del cuello de su compañero. Como una pluma, Sansón parecía levantarla del suelo para llevarla al ritmo lento de la canción. Y ella apoyaba adormecida la cabeza en su pecho.

Aquello era más de lo que Jacob podía soportar. Indignado, aplastó contra un cenicero el cigarrillo que se estaba fumando —el primero que encendía en meses—, y exhalando humo como un dragón enfurecido, se acercó a la pareja.

—Vete a la cama, Sarah.

Ella le miró con los ojos entreabiertos. Abandonó el cuello de Sansón y se colgó del de él.

—Baila conmigo, Jacob —repitió—. Por favor…

Jacob notó cómo todos sus músculos se ponían en tensión al contacto con la piel de la muchacha. Ella empezó a llevarle por la habitación con un suave vaivén. Tímidamente, Jacob rodeó con los brazos su cintura y, entonces, fue en su pecho donde Sarah dejó caer la cabeza.

Nunca antes la había tenido tan cerca. Tanto que hasta podía sentir su cuerpo delgado y el calor que desprendía; incluso podía dejar caer la barbilla sobre su cabeza y que sus cabellos suaves le hicieran cosquillas en la nariz.

En sólo dos estribillos más terminó la canción y Jacob deseó no tener que soltarla. Como atendiendo a sus deseos mudos, ella permaneció entre sus brazos, aún bailando al ritmo de una música que ya no sonaba.

Después vino Mon légionnaire. Sarah no bailaba, simplemente se movía por el suelo abrazada a él. Marcel volvió a tararear en un tono casi fúnebre la melancólica canción. Escuchar Mon légionnaire en aquellos días oscuros resultaba solemne y emotivo, ponía la piel de gallina.

Jacob oyó que Sarah sollozaba.

—¿Por qué lloras, Sarah?

—No lo sé… Creo que estoy borracha.

Entonces le cogió la cara entre las manos y la obligó a mirarle. Tenía las mejillas rojas y surcadas de lágrimas. Con los pulgares comenzó a secárselas mientras ella se dejaba hacer sin rechistar.

—Vamos, te acompañaré a la habitación —le susurró con ternura mientras la sujetaba por los hombros para guiar sus pasos vacilantes.

En el umbral del dormitorio, Sarah volvió a abrazar a Jacob. Las piernas apenas la sostenían.

—¿Fuiste tú quien me tapó con una manta cuando me quedé dormida en el campo?

Él asintió.

—Oh, Jacob… Siempre te preocupas por mí. Ya no estás enfadado conmigo, ¿verdad? No me gusta que te enfades conmigo.

—No, Sarah. Ya no estoy enfadado contigo.

Sarah suspiró satisfecha y se acurrucó en su pecho. Jacob le acarició el pelo, como si fuera una niña pequeña.

—¿Dónde vas a dormir, Jacob?

—En el sofá.

Sarah volvió a incorporarse para mirarle a los ojos.

—No, Jacob, eres demasiado bueno conmigo para dormir en el sofá. No debes dormir en el sofá. Si ya me has perdonado, ¿por qué te vas a dormir al sofá?

Jacob estaba a punto de hablar, pero se encontró de pronto con los labios de Sarah cerrando los suyos.

Se quedó paralizado. Estaba seguro de que aquel beso no sería más que un roce fugaz. Estaba seguro de que Sarah no era dueña de sus actos.

Sin embargo, el beso se prolongó, se tornó húmedo y suave, cálido. Jacob creyó que explotaría de deseo.

—No te vayas al sofá. No me dejes sola, Jacob —le rogó sin apartarse de su boca; cada una de sus palabras acariciaron los labios del chico.

No hubiera querido que sucediera así. No era aquélla la forma en la que tantas veces se había imaginado amando a Sarah. Pero cuando ella le metió las manos por debajo de la camisa y le acarició el pecho, supo que ya no había marcha atrás. Jacob entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.

El canto del gallo despertó a Sarah. Aquel maldito bicho no hubiera cantado así si hubiera sabido que a ella le dolía la cabeza a reventar.

La noche había sido tan corta como espantosa. En realidad, y aunque tenía la sensación de que los párpados se le habían pegado a la córnea, se alegraba de que hubiera amanecido y el sol hubiera puesto fin a aquel suplicio entre sábanas.

Por Dios que no recordaba un dolor semejante de cabeza en toda su vida. Le hubiera gustado enterrarla entre la almohada… si sobre aquella misma almohada no estuviera Jacob dormido, profundamente dormido.

Por muy titánico que resultase el esfuerzo, tenía que dejar aquella cama y aquella habitación antes de que él despertase y la situación se volviese terriblemente incómoda.

Sarah se asomó al pasillo de una casa totalmente en silencio; todos dormían aún. Sigilosamente, caminado como los gatos sobre el suelo frío, buscó el baño. Estaba desesperada por lavarse, por quitarse de encima esos restos de algo sanguinolento que se le habían pegado a los muslos; resultaba asqueroso. Pese a que el agua del grifo estaba helada, tan congelada como todo lo demás, Sarah se lavó a conciencia.

Ya vestida y abrigada, salió al exterior. El sol brillaba con una intensidad fuera de lo normal, o, al menos, eso le pareció a ella cuando recibió su golpe doloroso en las pupilas. Tenía una resaca monumental. Necesitaba pasear, tomar un poco de aire fresco.

Como la taberna estaba a la entrada del pueblo, lejos del centro, afortunadamente no había mucho movimiento por allí. El más mínimo bullicio se le hubiera hecho insoportable.

Se colocó el pañuelo en la cabeza, se lo anudó bajo el mentón y cruzó la carretera solitaria en dirección a un campo de cereales por entonces yermo y salpicado de cuervos que picoteaban afanosamente la tierra helada en busca de algo para desayunar. Adentrándose en la vereda, inició su paseo bajo la protección que le ofrecían los árboles.

El silencio actuaba como un sedante, también el aire de la mañana, que traía aromas de leña y rocío. Pero Sarah estaba demasiado cansada y lo suficientemente inquieta como para que nada calmase sus sentidos por mucho tiempo. Las piernas no tardaron en dolerle y la conciencia no tardó en revolotear dentro de su cabeza, en zumbarle a los oídos como las moscas en verano.

Al fin decidió sentarse en una piedra para acallar las quejas de sus piernas cansadas y admitió que era imposible seguir ignorando lo sucedido la noche anterior.

No estaba arrepentida, pero tampoco satisfecha. La experiencia de la noche anterior no le había merecido la pena, sobre todo cuando pensaba en que las buenas mujeres judías debían llegar vírgenes al matrimonio. Ni lo había disfrutado, ni había estado bien.

Ella no sabía mucho de sexo. Por descontado que era un tema que jamás se trataba en su casa. Sólo sabía lo que había leído a escondidas en algunos libros de la biblioteca de sus padres y de algún modo se había forjado una idea más romántica de ello. Pero si había esperado coros celestiales y fuegos artificiales, se había equivocado por completo. Nada más lejos de la realidad. No recordaba los detalles, pero sí que había sido una experiencia dolorosa. Estaba muy excitada cuando besó a Jacob pero aquella sensación no tardó en desaparecer y en dar paso a la apatía, al malestar y, finalmente, al dolor. Si aquél era el precio que las mujeres debían pagar por perder su virginidad, definitivamente Dios no estaba del lado de ellas.

Pero lo peor era que no había estado bien. Al margen de códigos morales ajenos y ateniéndose al suyo propio, no hubiera querido tener sexo con un hombre al que no amaba. Y ella no amaba a Jacob. Le tenía cariño, pero no lo amaba. Aquella noche había podido comprobarlo y quizá fuera ésa la razón por la que no había visto fuegos artificiales.

A Sarah le hubiera gustado no tener que regresar a la taberna. La idea de volver a ver a Jacob se le hacía incómoda, casi vergonzosa. Pero tarde o temprano tendría que enfrentarse a ello. Además, tenía hambre y necesitaba un café bien cargado o cualquier cosa que se le pareciera.

Los automóviles negros aparcados frente a la taberna fueron la primera señal que la puso en alerta. En lugar de cruzar la carretera, se ocultó en una zanja, tras la maleza. No sabía exactamente qué podían significar aquellos vehículos allí detenidos, pero prefirió actuar con cautela: una funesta intuición le indicaba que lo que veía no era nada bueno. En aquellos días, fundamentalmente los alemanes se desplazaban en automóvil.

Intentando ser optimista, pensó que quizá sólo se trataba de clientes de la taberna. Probablemente alemanes, claro, pero que únicamente habían parado a tomar un café. Sea como fuere, esperaría allí escondida, observando cualquier movimiento.

No tuvo que esperar mucho. En apenas diez minutos, la puerta de la taberna se abrió y sus presentimientos más negros quedaron confirmados.

Con la respiración contenida y los nervios rotos, repitiéndose ingenuamente que aquello no podía estar sucediendo, Sarah fue testigo desde su escondite de cómo cuatro hombres vestidos de paisano sacaban a punta de pistola a Jacob, Sansón y Marcel y los introducían a empujones en la parte trasera de los automóviles. Iban esposados y sólo llevaban puestos la camisa y los pantalones. Y aunque Sarah no pudo verlo, sus rostros estaban marcados por las señales de una detención violenta.

Las puertas se cerraron con estrépito, los motores se pusieron en marcha, las ruedas crujieron contra la grava… Unos segundos de escándalo, una cortina de polvo y todo volvió a ser como antes en Saint-Denis: el sol, el silencio y el aire de la mañana cargado de aromas de leña y de rocío. Saint-Denis y su taberna parecían una foto fija, el escenario de un drama que había quedado fuera de cartel. Un drama con un solo espectador.