Un hombre tremendamente atractivo y misterioso

Esa misma tarde, me llamó el doctor Arnoux: sin que yo se lo pidiera, había vuelto a encontrar algo interesante para mí. Como me había sugerido Teo, hice lo posible por acallar mis recelos y decidí sacar provecho de su insólito interés olvidándome de sus intenciones, aparentemente dudosas. Hasta que no encontrase la forma de hacer avanzar la investigación por mí misma, me pareció lo más inteligente.

Quedamos para vernos en un pub irlandés del Barrio Latino porque, según el doctor Arnoux, su despacho era un sitio demasiado feo y desordenado como para tener una charla agradable. Y, la verdad, no le faltaba razón.

The Four-Leaf Clover era el típico pub irlandés que a modo de franquicia proliferaba en todas las ciudades del mundo con una estética tan marcada como la de un McDonald’s. Lo mejor era que estaba muy cerca de mi apartamento, en una calle peatonal estrecha que me llamó la atención porque todavía conservaba el pavimento empedrado de aspecto medieval. Eran las siete de la tarde y el local comenzaba a llenarse de gente que acudía a tomar una copa después del trabajo. Una pantalla gigantesca, de ésas de un montón de pulgadas, ofrecía las imágenes en diferido de un partido de rugby, Gales contra Francia, y entre el ruido de las conversaciones se escuchaba Where the streets have no name de U2. Al final de la barra, bajo un cartel de Guinness, localicé al doctor Arnoux.

—Siento el retraso. Me he confundido de calle…

—No te preocupes. Sólo llevo aquí cinco minutos. ¿Qué vas a tomar?

Me acomodé en uno de los taburetes altos de madera y eché un vistazo a su bebida: cerveza. No me apetecía mucho una cerveza así que opté por lo que uno toma cuando en realidad no quiere nada en concreto.

—Una Coca-Cola, por favor.

Mientras el doctor Arnoux se la pedía al camarero, coloqué el bolso en mi regazo, lo abrí, busqué el móvil, comprobé que no me había llamado nadie en los últimos diez minutos y lo volví a guardar… Estaba nerviosa; el silencio me inquietaba, me parecía que nos dejaba a ambos al descubierto, y empezar hablando del tiempo se me antojaba patético. Entretanto, Alain cogió la chaqueta que había dejado en el asiento de al lado y empezó a rebuscar en uno de sus bolsillos.

—Para ti —anunció, tendiéndome un sobre.

Lo abrí. Me encontré con una fotografía en blanco y negro de cuatro hombres en lo que parecía un despacho, que examinaban en torno a una mesa un gran libro. Enseguida reconocí a uno de ellos.

—¿Hermann Göring? —quise confirmar. Mi tono de voz no estuvo exento de sorpresa: ¿por qué podría a mí interesarme una fotografía de Göring?

El doctor Arnoux asintió después de beber un trago de cerveza y empezó a señalar con el dedo sobre la foto.

—Hermann Göring, Kurt von Behr, Bruno Lohse y… tu amigo Georg von Bergheim.

Aquella revelación me cogió por sorpresa.

—¿En serio?

Por un momento aparté los ojos de la fotografía para mirarle a él y mostrarle lo emocionante que me resultaba aquello. Después, como el lugar no era muy luminoso, me acodé sobre la barra para acercar la fotografía a la luz de uno de los focos, teniendo cuidado de no mancharla con los rodales pegajosos de los vasos.

—La semana pasada me llamó una periodista que está preparando un artículo sobre Bruno Lohse para pedirme fotos suyas. En el archivo del ministerio hay un fondo de fotografías del Arbeitsgruppe Louvre, así que ayer estuve rebuscando y mira tú por dónde aparece esto. Fue tomada en el Jeu de Paume, en agosto de 1942, durante una de las visitas de Göring a París. Aquí está el Reichsmarschall examinando un catálogo y todos los demás haciéndole la pelota.

—¡Qué pasada! —no fui muy académica al expresarme, pero me salió espontáneamente.

Enfoqué la mirada sólo en Von Bergheim. Por desgracia, no se le veía muy bien. Era una figura pequeña, semioculta entre Lohse y Von Behr, que en lugar de mirar a la cámara parecía concentrado en el catálogo, con lo que apenas se distinguía su rostro.

—No es muy buena, lo sé. —El doctor Arnoux parecía haberme leído el pensamiento—. Por eso te he traído esto otro…

¿Otro sobre? Le miré con el ceño fruncido: ¿en qué consistía aquel juego de sobres?

Lo tomé, lo abrí y, de nuevo, descubrí otra fotografía. Pero inmediatamente me di cuenta de que aquélla era bien distinta a la anterior.

—Ahora sí: aquí tienes a Georg von Bergheim —me anunció con orgullo.

El impacto de la imagen me había dejado conmocionada.

Se trataba de una típica fotografía antigua, de las de granulado gordo y grandes contrastes de luces y sombras en blanco y negro. El hombre del retrato, tomado en un primer plano, era joven, más de lo que yo esperaba de un comandante de las SS, vestía uniforme militar y, nada más verlo, su imagen me recordó a la de las estrellas de Hollywood de los años cuarenta. No sé si se debía al uniforme o a la expresión solemne de su rostro, pero todo él transmitía fortaleza y decisión. Sin embargo, lo que más me impresionó fue mirar a Georg von Bergheim a los ojos: incluso a través del tiempo y del papel, su mirada me dijo muchas cosas. Aunque su semblante era serio, la mirada de Von Bergheim resultaba afable, y a pesar de que tenía unos ojos grandes y luminosos, algo en ellos, tal vez las finas arrugas de los extremos o la forma en que caían sus párpados, le daba un aire de tristeza, quizá de cansancio.

Aquellos segundos que contemplé a Von Bergheim a los ojos fueron… inexplicables. El tiempo y el espacio dejaron de tener sentido: como si no hubieran transcurrido setenta años y un abismo de historia entre nosotros, experimenté una conexión familiar y cercana con aquel hombre, en realidad extraño, de la fotografía.

—Bueno, ¿qué te parece?

La voz del doctor Arnoux me sobresaltó, me sacó del trance casi hipnótico en el que había entrado al calor de la mirada de Von Bergheim. De nuevo volví a escuchar la música de U2 y las conversaciones en francés a mi alrededor.

—Es increíble —murmuré aún extasiada—. ¿Dónde la has conseguido?

—Cuando encontré la otra fotografía, la del Jeu de Paume, caí en la cuenta de que si en el archivo de la Shoah tenían una copia del registro de personal del ERR completo que hay en Berlín, seguramente tuvieran también una copia de las fotografías adjuntas a las fichas de personal. La chica que lleva el archivo es amiga mía, por lo que la llamé y me confirmó que así era. No sólo me ha permitido consultarlo, además, me ha dejado sacar una copia de la foto, así te la puedes quedar.

—Muchas gracias. —Le sonreí y mi sonrisa fue aún más explícita que mis palabras.

—No hay de qué. Lo mejor es la cantidad de cosas que te puede decir esta fotografía…

De eso estaba segura, aunque las cosas que ya me había dicho no eran las mismas a las que se refería el doctor Arnoux.

—¿Qué uniforme lleva puesto?

El doctor Arnoux se acercó para contemplar el retrato más de cerca.

—Es el uniforme de las SS; Waffen-SS. El ala militar —alzó la voz para hacerse oír entre una muchedumbre cada vez más numerosa y ruidosa, y una música que poco a poco sonaba más alto para no ser anulada por el gentío.

En aquel momento, un chico, que entre apretujones luchaba por sentarse en el taburete de mi lado, le dio un codazo sin querer a la Coca-Cola y, al derramarse, casi moja la fotografía.

—Mejor nos vamos de aquí —anunció el doctor Arnoux mientras sacaba un billete de veinte euros para pagar—. ¿Te gusta la comida japonesa? —Asentí—. No muy lejos de aquí hay un restaurante que sirve el mejor sushi de París.

La comida japonesa era una de mis preferidas, de hecho, podría alimentarme de sushi sin llegar a cansarme nunca. Y el doctor Arnoux tenía razón: en Okaido, que así se llamaba el restaurante, probé uno de los mejores sushi de atún que había tomado nunca y un roll en tempura insuperable.

—Durante la Ocupación, en este mismo local estuvo el Margaret, un Wehrmacht Spieselokale, un restaurante de la Wehrmacht, el ejército alemán —me instruyó a modo de anécdota.

Cuanto más le conocía, más me daba cuenta de que era un experto en la Alemania nazi y de que era la persona que necesitaba en la investigación, lo cual me generaba una ansiedad que iba en aumento.

Ya en la tranquilidad zen y minimalista del restaurante y su música de acordes orientales, volví a sacar la fotografía de Von Bergheim.

—¿Cómo puedes saber que el uniforme es de las SS? —le pregunté por curiosidad.

—Primero por la gorra: sólo las de las SS llevaban arriba el águila y abajo el Totenkopf, la calavera. Después, por los parches del cuello. Especialmente el de la derecha, con las dos runas sig: las dos eses que parecen rayos y que son tan características de las SS. A partir del parche de la izquierda, con cuatro rombos, y las hombreras trenzadas en hilo de plata, se sabe su rango: Sturmbannführer, comandante.

—Pero yo pensé que las SS llevaban esos uniformes negros tan bonitos, con la banda roja de la esvástica en el brazo —objeté—. Una vez leí en una revista de chicas que los había diseñado Hugo Boss.

El doctor Arnoux, que ya durante la cena había vuelto a ser Alain para mí, sonrió.

—Y es cierto: Hugo Boss los diseñó. Tú y la mayor parte de los que hemos visto las películas de la Segunda Guerra Mundial tenemos esa imagen de los nazis. Es la que ha creado Hollywood porque hay que reconocer que el uniforme negro es mucho más teatral. Pero la realidad es que sólo se usó hasta el año 1939. Una vez que empezó la guerra, por razones prácticas, fueron adoptando el uniforme verdigris, más parecido al que llevaba la Wehrmacht.

Cuando nombró a la Wehrmacht, me di cuenta de que estaba hecha un lío.

—Lo que no entiendo muy bien es si Von Bergheim es militar o no. Porque si tú dices que la Wehrmacht es el ejército, pero él es SS… ¿Es lo mismo?

—No, no es lo mismo. Efectivamente, la Wehrmacht es el ejército alemán. SS es el acrónimo de Schutzstaffel, que literalmente significa escuadrón de defensa porque en su origen era la guardia personal de Hitler, pero posteriormente evolucionó hasta convertirse en una organización paramilitar muy compleja y con un enorme poder. Las SS se dividían en una rama política, Algemeine-SS, y una rama militar, Waffen-SS, que se integraron con la Wehrmacht para combatir en el frente, aunque operativamente dependían de mandos separados. Por lo tanto, Von Bergheim sí es en cierto modo un militar: recibió formación castrense y luchó en la guerra. Además, fue un héroe. ¿Ves? —Indicó con el dedo una cruz que pendía de su cuello—. Es la Cruz de Hierro, en concreto la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro, que fue una condecoración instituida por Hitler para premiar hazañas de valor extremo frente al enemigo. Se concedieron muy pocas durante toda la guerra, algo más de siete mil.

—Qué bonita es… —murmuré pasando el dedo por encima de la foto.

—El centro es de hierro y el borde de plata. El relieve es la esvástica y la fecha, 1939, es la de la institución de la condecoración. La cinta que la sujeta al cuello es negra, blanca y roja, los colores del Tercer Reich —se explayó Alain ante mi interés—. Además, Von Bergheim perteneció a un cuerpo de élite de las Waffen-SS, la Leibstandarte-SS Adolf Hitler.

No pude evitar reírme: parecía de guasa que sacase tanta información de una simple foto.

—¡Por Dios! ¿Cómo sabes eso?

—Por este parche de la manga con una cabeza de águila y las iniciales de Hitler. Era el del regimiento.

Seguí contemplando la foto en silencio mientras Alain hacía una pausa a su erudición y atrapaba entre los palillos un nigiri de atún.

—¿Por qué apartarían lejos del frente a un militar de élite y héroe de guerra? —pensé en alto.

Alain dio un sorbo de sake para terminar de tragar el nigiri y me sonrió: él sabía algo que yo no sabía.

—Tal vez el propio Von Bergheim nos dé una pista…

—¿Qué quieres decir?

—Cuando vi la foto por primera vez, me llamó la atención una de las insignias que lleva en el uniforme y que pasa desapercibida entre las muchas de Leibstandarte, Panzerdivision y demás. —Alain se limpió las manos con la servilleta y volvió a señalar en la fotografía—. Ésta…

Se trataba de un pequeño broche con un símbolo parecido a una Y con un tercer brazo en el centro.

—Es la runa leben que, junto con el Irminsul, o el árbol de la vida de la tradición sajona, fueron los símbolos usados por la Ahnenerbe.

El nombre me resultaba familiar.

—Sí, recuerdo haber visto algo sobre la Ahnenerbe en internet…

—Fue un instituto de estudios científicos e históricos que Himmler constituyó en 1935, primeramente como sociedad privada, pero a partir de 1942 quedó integrado en las SS. Aunque en su origen investigaban las raíces germánicas y arias, acabó teniendo más de cuarenta departamentos especializados que abarcaban desde musicología, filosofía o arqueología hasta experimentos científicos con seres humanos en campos de concentración.

—¡Qué horror! —Me estremecí con la idea y recordé lo poco que sabía sobre las atrocidades pseudomédicas de nazis como Josef Mengele o Albert Heim, el llamado Doctor Muerte.

Queriendo ahuyentar los malos pensamientos, me concentré en la parte más novelesca del tema:

—Como a la mayoría, a mí la Ahnenerbe me suena por haber organizado las expediciones al Tíbet, a la Antártida…, o por buscar el Santo Grial y el Arca de la Alianza —sonreí un tanto avergonzada de mi cultura de Hollywood.

Pero Alain fue indulgente y, sin recrearse en ello, continuó con sus explicaciones.

—La Ahnenerbe investigó sobre muchos otros objetos mágicos, así llamados porque tanto Himmler como Hitler, en última instancia, creían que aquellas reliquias arqueológicas estaban dotadas de poderes sobrenaturales que les ayudarían a ganar la guerra y fundar un Estado ario en Europa cuyo centro espiritual sería el castillo de Wewelsburg…

—¿Wewelsburg? —interrumpí a Alain—. La carta de Von Bergheim está fechada en Wewelsburg…

Estaba tan absorta en lo que escuchaba, que hablé de más sin darme cuenta. Inmediatamente me arrepentí de mi impulsividad y me llamé idiota por haberme ido de la lengua con una información que no sabía cómo Alain podría utilizar.

Con ademán escénico, su mirada se volvió enigmática. Y yo volví a llamarme idiota.

—Esto se pone interesante… Wewelsburg era y sigue siendo un lugar misterioso; el santuario particular de Himmler. Allí sólo acudían los elegidos, aquéllos que gozaban del favor de Reichsführer. Para empezar, no es habitual portar la runa leben, no todos los miembros de la Ahnenerbe la llevaban porque no solían identificarse con ninguna insignia en particular.

—Crees que… —empecé tímidamente, sin atreverme a aventurar hipótesis que de buenas a primeras parecían tan peliculeras como mi cultura nazi y que, en realidad, no quería compartir con alguien en quien no terminaba de confiar.

—¡Ánimo!, no tengas miedo de especular. No hay ciencia sin hipótesis.

—No… no importa —reculé y me tomé un sushi de un bocado, lo que me dejaba sin opción de pronunciar palabra.

—Ya sé que quizá suena descabellado —continuó Alain por mí—, pero si sumamos uno más uno, o Von Bergheim más la Ahnenerbe… Algo muy importante le había traído a París. Algo tan importante como para apartar a un militar de élite del frente. Algo mágico, tal vez…

El tono de Alain era jocoso, pero a mí casi se me atraganta el sushi. ¿Qué demonios estaba buscando Georg von Bergheim? ¿Qué demonios era en realidad El Astrólogo de Giorgione?

—Ya te lo dije el otro día —añadió—. Tu Sturmbannführer Von Bergheim no era un nazi cualquiera. Él mismo te lo está diciendo…

Volví a mirar a la cara al hombre de la fotografía. Aquel nazi se había convertido de pronto en mi aliado. La idea debía disgustarme, pero lo cierto era que me sentía morbosamente fascinada por él, porque además de ser un nazi, vil por definición, era un hombre tremendamente atractivo y misterioso.

Guardé la foto de Von Bergheim en la cartera, como si tuviera un novio en la mili, y también la escaneé por si la perdía, y hasta la puse de fondo de escritorio en el portátil; cada vez que lo encendía, Von Bergheim me saludaba y nos poníamos a trabajar.

De un día para otro, la investigación había adquirido una nueva dimensión para mí, había encontrado la motivación y la decisión que me faltaban para llevarla a cabo. Y siendo sincera conmigo misma, debía reconocer que lo que me tenía absolutamente intrigada no era la existencia —improbable— y el paradero —difícilmente accesible— de El Astrólogo, sino el propio Von Bergheim. Aquel hombre había saltado setenta años en el tiempo para susurrarme al oído enigmas sobre él mismo que estaba deseando desvelar, me había hechizado desde la pose fría e inmóvil de una fotografía, con su halo de héroe y con la sensibilidad que se intuía entre las líneas de su carta, la cual volví a releer una y otra vez con la misma devoción que si hubiera sido yo misma la destinataria.

Descubrir quién era en realidad Georg von Bergheim me obsesionaba y me tenía pegada a la pantalla del portátil de la mañana a la noche. Incluso Teo me hizo una observación un día:

—Cari, estás obsesiva compulsiva perdida. No paras ni para comer. Parece que estás enamorada del tío antiguo éste.

—Es que lo estoy, Teo.

Respondí aquello sin meditarlo. Pero, sí, tal vez estuviera enamorada de Georg von Bergheim. Enamorada de lo poco que de él sabía y de lo mucho que me ocultaba. Me había enamorado como quien se enamora de una persona con la que se cruza una vez por la calle, o de un actor de cine al que se contempla a través de los personajes de sus películas, o del protagonista de una novela al que se conoce a través de las palabras de su escritor. Enamorada de un desconocido. Y, de pronto, comprendí que el motor de la investigación se había puesto en marcha a través de mi amor platónico por un oficial de las SS.