La magia de la investigación

Dejé el tubo de rímel sobre la encimera del lavabo y corrí a abrir la puerta de la habitación tras haber escuchado unos golpes suaves al otro lado.

—Buenos días —cantó Alain.

—Cinco minutos. Dame cinco minutos y estoy lista.

Volví a meterme en el baño para seguir aplicándome rímel en las pestañas apegotonadas después de una noche de sueño.

Alain entró en la habitación tras de mí y cerró la puerta. Casi al instante emitió un silbido teatral.

—Menudo ramo de rosas. En mi habitación no había nada de eso.

—Son de Konrad —le aclaré desde el baño.

—¿Te envía flores a San Petersburgo? Caramba…

—Seguramente las ha elegido y las ha enviado una de sus secretarias. No creo que él sepa siquiera si son rosas o crisantemos. —No lo dije con acritud (de hecho, agradecía que él, con las miles de cosas que tenía en la cabeza, se acordase de decirle a su secretaria que pidiese flores para mi habitación). Simplemente constataba algo que daba por cierto. Quizá por eso mis palabras fueron más frías de lo que pretendían ser.

—Si yo fuera Konrad, no me gustaría oírte hablar así.

Me asomé por el quicio de la puerta del baño, aún con el cepillo del rímel en la mano. Alain seguía contemplando las rosas, granates y grandes como puños.

—Ya. Pero tú no eres Konrad.

También había sido una de sus secretarias la que nos había reservado las habitaciones en el hotel Astoria, en pleno centro de San Petersburgo y a sólo quince minutos andando de la Rossiiskaia Natsional’naia Biblioteka, la Biblioteca Nacional de Rusia, donde habíamos quedado con Irina Egorova. Me alegré de que la cita fuera por la tarde: al menos, tendría tiempo de hacer una visita relámpago al Hermitage.

Cuando salimos del hotel, el cielo estaba casi despejado, era de un azul brillante, un azul porcelana, y algunas nubes lo manchaban como tiza sobre fieltro. Sin embargo, unos diminutos copos de nieve volaban por el aire como salidos de la nada. La nieve era seca y fina, se quedaba prendida en nuestro pelo y en nuestra ropa. Era como caminar entre confeti o entre minúsculas estrellas de plástico que parecían los cristales de hielo. Había algo de realismo mágico en aquel paseo, con los hermosos edificios de San Petersburgo, sus iglesias, sus parques y sus puentes sobre el Neva encendidos de luz de sol y envueltos en un polvo blanco y brillante.

Alain conocía bien la ciudad, había estado allí varias veces, la primera, viajando de mochilero y la última, invitado por la universidad para dar una conferencia. Sin embargo, parecía contemplarla por primera vez. Cada calle y cada fachada, cada perspectiva y cada rincón parecían nuevos a sus ojos y con el mismo entusiasmo los disfrutaba. «Es la luz. Nunca había visto San Petersburgo con esta luz. No es la ciudad gris que yo recordaba», confesó mientras bosquejaba todo cuanto veía en su cuaderno Moleskine.

El Hermitage es inabarcable en sólo un par de horas. Pero yo sabía muy bien lo que quería ver.

—¿No es increíble? —murmuré emocionada frente a la Judith de Giorgione—. El cuadro representa una escena brutal y, en cambio, transmite una calma y una dulzura inexplicables.

Los rasgos de Judith son suaves, su expresión serena, el paisaje bucólico… pero pisotea sin piedad la cabeza de Holofernes que ella misma ha cortado tras seducirle. A lo largo de la historia de la pintura cientos de artistas han plasmado este mito en sus cuadros, siempre reflejando la crueldad y la violencia del suceso. Giorgione, en cambio, creó una obra de gran delicadeza: una Judith elegante, un Holofernes que apenas es una mancha parduzca a los pies del cuadro, un entorno romántico y una relajante policromía en tonos pastel. Giorgione era un pintor con una sensibilidad muy especial…

Alain había permanecido en silencio, un paso detrás de mí, como si hubiera querido quedarse al margen de un momento íntimo, de un cara a cara entre la pintura y yo en tanto Giorgione me hablaba al corazón.

Sólo al cabo de unos minutos decidió aproximarse para participar de mis pasiones.

—Puedo entender por qué escogiste a Giorgione para tu tesis.

—Hay muchos otros artistas, más famosos, y muchas otras obras, más reputadas. No me preguntes por qué, pero sólo los cuadros de Giorgione me ponen la piel de gallina. No son particularmente espectaculares, pero, de algún modo, me conmueven: los rostros, las escenas, la luz, los colores… Sólo una persona excepcional podía pintar con semejante sensibilidad. Por eso Giorgione me intriga, me intriga el hombre detrás de la obra. No es justo que quien nos dejó estas maravillas sea un personaje oscuro y malinterpretado.

Hablar de pasiones es difícil y peligroso. Pero a veces el arte tiene ese efecto: estimula los sentimientos y despierta las pasiones, con la fuerza de una bofetada o con la sutileza de una caricia, eso depende del momento.

En el Hermitage, empezamos hablando de Giorgione. A la hora del almuerzo, hablábamos de Konrad.

—¿Cómo le conociste? —La pregunta llegó al final de la comida, con el té y los prianiki de albaricoque.

—Por mi padre. Es marchante y a veces ha conseguido cosas interesantes para él. Nos conocimos en una exposición a la que acudí acompañándole. Era verano y el aire acondicionado de la sala se había estropeado, hacía un calor de muerte. Konrad y yo terminamos la tarde en un banco de la calle, sentados sobre el respaldo y hablando de Jackson Pollock y el expresionismo abstracto, hasta que un mendigo quiso acostarse en su banco favorito y acabó por echarnos de allí. Así dicho no suena muy romántico… —reconocí con una sonrisa—. Pero al día siguiente me invitó al Thyssen; la visita era privada, sólo para los dos, fuera del horario de apertura al público. Flores cada día, joyas porque sí, una cena en Mónaco, una tarde de compras en Milán, un espectáculo en Londres… Los trucos de Konrad para conquistar a las mujeres no son muy convencionales y es casi imposible resistirse a ellos.

¿Por qué aquello sonó a justificación? ¿Por qué parecía que me estaba justificando por haberme enamorado de Konrad?

—Tal y como lo cuentas, lo difícil sería no enamorarse de Konrad Köller. —Parecía que Alain me había leído la mente.

—Sí, es difícil no enamorarse de él —le aseguré para, inmediatamente después, quedarme pensativa. Acababa de descubrir algo—. Konrad es en cierto modo como Von Bergheim: es fácil enamorarse de su retrato. Sin embargo, a veces tengo la sensación de que no sé nada de él. Es como si yo fuese parte de un escenario en el que él actúa ante su público y aún no hubiese entrado entre bastidores, donde está el verdadero Konrad…

Hice aquella reflexión sin tener en cuenta el lugar ni el foro en el que la hacía. Sólo pensaba en hablarme a mí misma y las palabras fluían porque en unas cuantas frases había conseguido ordenar años de inquietudes. Cuando me di cuenta de que había dejado a Alain sin palabras, supe que no había estado oportuna involucrándole, sin pretenderlo, en aquel descubrimiento personal. Y me sentí estúpida: yo quería a Konrad y la forma en que lo quería o simplemente la manera en que lo percibía era asunto exclusivamente mío.

—Perdona… Te estoy aburriendo con mis historias.

—Te lo he preguntado yo.

Me cerré la chaqueta como si tuviera frío y bajé la vista hacia la taza de té vacía: después de aquel striptease sentimental, la mirada de Alain me hacía sentir incómoda, como si realmente me hubiera desnudado ante él. Me sentía juzgada por un juez cuyo veredicto se ocultaba tras una mirada enigmática, tras un silencio cargado de lo que no se atrevía a decir, igual que se cargan las nubes de electricidad estática en espera de la chispa que desencadene un rayo.

Alain suspiró como si con ello pretendiera aliviar la tensión.

—Voy a pedir la cuenta o llegaremos tarde a la cita con Irina —atajó finalmente, dejando el ambiente cargado de electricidad estática.

Siempre he pensado que las bibliotecas antiguas son lugares mágicos y que hay algo de sobrenatural en ellas. Tiene que haberlo, pues toda la sabiduría, el conocimiento, la tradición y la experiencia de vidas pasadas que acumulan entre sus muros tienen mucho de sobrenatural.

Creo que los libros poseen un aura, como cualquier obra de arte. Un libro no es un conjunto de papeles, como un cuadro no es un lienzo, ambos son creación en estado puro, energía creativa, y por eso tienen aura.

Estoy segura de que si alguna vez me quedase en una biblioteca antigua después del cierre, sola y a oscuras, podría ver brillar las estanterías como el fuego de San Telmo sobre los mástiles de un velero, podría apreciar el aura de los libros. También oiría su voz: un murmullo de páginas y un susurro de tinta. Estoy segura de que los libros hablan y respiran, y cuanto más viejos son y más han reposado al amor del tiempo, más fácilmente se perciben sus constantes vitales.

No pude evitar sentir aquella magia cuando entré en el palacio de San Petersburgo donde estaba la Biblioteca Nacional de Rusia. El silencio, un silencio quebrado de roces y rumores; el olor, un olor a polvo y a papel, a madera encerada, a viejo; la visión de hileras de libros apretados unos contra otros en anaqueles que se pierden en la lejanía, de luces encerradas en las lámparas de lectura, de techos abovedados y policromados y de amplios ventanales que miran la ciudad. La magia podría saborearse con un simple paladeo de la lengua en la boca cerrada.

—Esto es sobrecogedor. Se me pone la piel de gallina —le confesé a Alain casi al oído—. ¿Por qué me miras así?

—Es ternura… Es muy tierno que todo te ponga la piel de gallina —sonrió burlonamente.

Irina Egorova nos esperaba en la sala de manuscritos, que estaba desierta, pues era de acceso restringido. La luz caía tenue, amortiguada por la pátina oscura de la madera y los libros viejos. Nuestros pasos hacían eco entre las bóvedas, un eco fantasmagórico, y nada más entrar, se sentía el abrazo áspero y enigmático del tiempo. En la sala de manuscritos descansaban las joyas de la biblioteca, los libros más preciados y antiguos, encerrados en vitrinas ya que hasta el roce del aire podría deshacerlos, como una figura de arena se desintegra con el roce de los dedos. En aquella sala se podía tener la sensación de haber sido transportado a otro tiempo y a otro mundo, próximo al de la fantasía: el aura de aquellos libros casi podía palparse, dando al lugar un aire de irrealidad.

—¡Mademoiselle Egorova! —la saludó Alain efusivamente.

Irina Egorova puso los brazos en jarras y proyectó hacia delante su generoso busto.

—¿Cómo que mademoiselle Egorova? ¡Alain Arnoux, no me vengas ahora con protocolos! —Soltó una fuerte risotada y se abalanzó hacia él, plantándole unos no menos sonoros besos en las mejillas.

Me sorprendí al verla. Por algún extraño motivo, desde el primer momento en que Alain me la nombró, me había convencido de que Irina era más que una simple colega para él; estaba segura de que había bajado la mirada al nombrarla y se había mostrado escueto al hablar de ella, signos inequívocos de una relación carnal, ya sea para bien o para mal. Supongo que las mujeres no podemos quedarnos tranquilas hasta emparejar a los hombres que conocemos, e Irina fue la persona que tuve más a mano. No tardé en imaginarme a una joven eslava, guapa y pizpireta, con una melena rubia, casi blanca, larga y lacia, y unos grandes ojos azules. Su aspecto sería cándido y angelical. Su cuerpo, pequeño pero bien formado, como una delicada porcelana. Sería la chica perfecta para Alain. Incluso llegué a pensar que aquel viaje intempestivo a San Petersburgo no había sido más que una maniobra entre ambos orquestada para poder verse; ¿qué hay hoy en día que no se pueda resolver por teléfono o por e-mail? Yo misma me había montado una película alrededor de un simple nombre: Irina Egorova.

Pues bien, la tal Irina no era en absoluto como me la había imaginado. Para empezar, se trataba de una mujer grande, tanto a lo alto como a lo ancho. No existía la melena rubia y lacia sino morena y rizada, encrespada, y no era melena, apenas pasaba de la altura de las orejas. Sus ojos sí que eran azules pero pequeños, aún más pequeños detrás de las gafas de fina montura dorada. Su aspecto no era cándido y angelical sino al contrario, era la personificación del acorazado Potemkin, enorme y arrollador. Y debía de tener casi sesenta años… Aunque cosas más raras se hayan visto, del mismo modo que había escrito la historia de amor entre Alain e Irina, en cuanto la hube visto, la descarté.

—¡Cuánto me alegro de volver a verte, Irina Egorova! Estás tan guapa como siempre… No, más —habló Alain entre los brazos de Irina, que sobresalían como barras de salami por las mangas de su vestido de franela con flores.

—Eres un condenado mentiroso, Alain Arnoux. —Irina rio—. Pero me agrada oírtelo decir aunque sea mentira. Ya nadie dice cosas bonitas a una vieja como yo. Tú sí que estás guapo, chico, mucho mejor sin esa horrible barba marxista que tenías —observó, dándole unas palmadas en las mejillas bien afeitadas y suaves. No pude estar más de acuerdo con ella.

Alain aceptó el cumplido con un mohín de pudor y aprovechó para distraer la atención sobre su barba y su persona sacando una caja de cartón blanca de la mochila.

—Toma, te he traído unas pastas de avellana para el té.

La mujer levantó la tapa de la caja y ante la vista de las hileras de pastas cubiertas de azúcar glas, contrajo las mejillas redondas y coloradas en una sonrisa de avidez.

—Ah, truhán, cómo me conoces. Bien sabes lo que me gusta el dulce. Un día de estos mi sangre se volverá mermelada —se rio de su propio chiste—. Muchas gracias.

Tras los saludos y los regalos, llegó mi turno. Alain pasó la mano por mi espalda para acercarme a la escena.

—Irina, te presentó a la doctora Ana García-Brest. Ella es con quien te comenté que estoy trabajando.

—Ah, sí, sí, sí…

Le tendí la mano que ella tomó para atraerme hacia sí y obsequiarme con los mismos besos escandalosos que a mi compañero.

—Es un placer, querida.

—Igualmente, mademoiselle Egorova.

—No, querida, no: Irina, Irina —enfatizó como si me estuviera enseñando a hablar—. Los amigos de Alain son amigos míos.

—Irina, entonces —asentí animada por su calurosa acogida. ¿Quién dijo que los rusos eran fríos? Más tarde me enteré de que aquella mujer había nacido en el mismo pueblo que Nikita Kruschev, Kalínovka, al sur de Rusia, cerca de la frontera con Ucrania; parece ser que los rusos del sur se caracterizan por su efusividad.

—Bueno, bueno, me alegra encontraros tan bien y tan guapos. ¿Qué tal el viaje? ¿Es la primera vez que visitas San Petersburgo, Ana? ¿Qué te parece la ciudad?

Irina no tuvo ninguna dificultad para abarcar con sus brazos nuestros hombros y hacer de los tres un conjunto muy unido, como preparado para entonar cantos regionales.

—Sí, sí, es la primera vez. Me ha parecido una ciudad maravillosa. Lamentablemente no he tenido mucho tiempo para visitarla. Tendré que volver con más calma.

—Hiciste bien en citarnos en San Petersburgo, Irina. Era un anzuelo imposible de no picar —bromeó él.

—No hubieras recorrido media Europa sólo para venir a verme a mí, Alain Arnoux. Ahora bien, para enseñarle una ciudad bonita a una mujer bonita… Eso ya es otra cosa, ¿eh? —le siguió ella la broma y la concluyó con un codazo en las costillas de Alain y una risotada de las suyas—. Basta de bromas, Irina —se frenó a sí misma—. Os he hecho venir hasta aquí porque con vuestra petición habéis destapado la caja de los truenos —susurró en un tono teatral de misterio—. Habéis despertado la curiosidad de Irina Egorova, ¡y eso puede ser terrible! —No era capaz de hablar en serio mucho tiempo—. Pero no vamos a adelantar acontecimientos. No, ahora. Os he hecho venir hasta aquí porque, entre otras cosas, quiero que conozcáis a mi hermano, Anton Egorov, subdirector del Departamento de Manuscritos de la biblioteca. Nos está esperando en su despacho. Venid conmigo.

Anton Egorov era una versión masculina de su hermana Irina. Era igual de grande, sus ojos, igual de azules, y su pelo, igual de encrespado y negro, aunque canoso porque no se lo teñía. También era igual de afable, y repartía los mismos besos sonoros a diestro y siniestro.

Ya en su despacho, nos reunimos en torno a una mesa de madera de nogal con incrustaciones de laca de la época de los Romanov, frente a un catálogo del TsDAVO, el archivo estatal de Ucrania.

—Lamentablemente, no es la primera vez que soy testigo de un robo de documentos. No importan los circuitos cerrados de vigilancia, los arcos detectores de metales, los controles para obtener el carnet de investigador… Nunca hay medios suficientes para evitar las sustracciones.

—Ni los habrá mientras haya un mercado negro de documentos históricos que aliente a los traficantes —apostilló Alain.

Ella asintió con tristeza para volver enseguida al asunto de nuestro interés.

—Pero este caso es diferente… —declaró en un tono enigmático.

Una pausa dramática le sirvió para abrir el catálogo por la página en la que estaba la entrada referente al expediente Delmédigo.

Anton, Alain y yo permanecimos expectantes, incorporados sobre la mesa, todos abrazados como una hermandad por la luz que llegaba del techo y que nos caía encima, encerrándonos en un círculo luminoso fuera del cual todo se mostraba oscuro, como si estuviéramos suspendidos en la nada.

—Más que robar estos documentos, parece que hayan querido hacer desaparecer su rastro de la faz de la tierra —apuntó Irina.

—¿Qué quieres decir? —Alain fue el primero en articular palabras, las mismas que yo hubiera dicho.

—Vosotros manejáis archivos y sabéis que los archivistas contamos con varios instrumentos para el control y la descripción de los fondos documentales. Unos son de uso exclusivo interno y otros de uso público, para facilitar la labor de los investigadores. De estos últimos, las fichas catalográficas resultan el instrumento más completo y lo son en cuanto a la descripción del contenido del documento. Pues bien, las fichas físicas, que se entregaron para su consulta al tiempo que los documentos, también han desaparecido (intuyo que las ha robado la misma persona). Pero ahí no acaba la cosa: alguien ha conseguido acceder a los sistemas informáticos del TsDAVO para borrar el registro de la ficha catalográfica del expediente Delmédigo. No queda prácticamente nada acerca de lo que era y lo que contenía. Nada, salvo una breve descripción en el libro de registro y en el catálogo —concluyó, poniendo la mano sobre la copia que había traído.

—¿Podemos ver el catálogo? —pidió Alain.

—No tengo ningún inconveniente, pero está en ucraniano. Os he preparado una traducción al francés —añadió Irina adjuntando una hoja—. Comprobaréis que el nivel de información es muy básico. El expediente fue clasificado poco después de terminar la guerra, cuando había cantidades ingentes de documentos que clasificar y las cosas se hacían con más premura que detalle.

Alain colocó la hoja y el catálogo de modo que todos pudiéramos verlos. Los caracteres cirílicos me disuadieron al instante de cualquier consulta y mi vista fue directa a la traducción.

774(935)–23 R15

EXPEDIENTE DELMÉDIGO

16 de diciembre de 1941, Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg, Berlín.

Observaciones: clasificado Alto Secreto por la fuente.

Contiene:

1. Carta del conde Pico della Mirandola a Elijah Delmédigo. Florencia, 15 de mayo de 1492. Procedente de un archivo particular de Tesalónica, Grecia.

Original en latín. Copia traducida al alemán.

2. Informe de una entrevista al barón Heinrich Thyssen-Bornemisza de Kaszon. Lugano, 3 de noviembre de 1941.

Original en alemán.

3. Estudio genealógico de la familia de Franz Bauer. París, 1 de diciembre de 1941.

Original en francés. Copia traducida al alemán.

Alain se rascó la nuca.

—Bueno, al menos es más de lo que teníamos —fue optimista. En cambio, yo me sentía como si me hubiesen dejado probar una cucharadita del postre y luego me hubiesen arrebatado el plato.

—Es desesperante —me sinceré con un suspiro—. ¿Qué dice la policía, Irina? ¿Hay alguna posibilidad de recuperar los documentos?

Irina bufó desalentada.

—¿La policía? La policía, querida, normalmente no dice nada. Es más, por experiencia te diré que al tipo que se los ha llevado no lo van a coger. Sólo tendrían alguna posibilidad de dar con él si volviera a actuar, si se tratase de un ladrón sistemático o formara parte de alguna red que surte de material al mercado negro. Pero esto no es un robo normal… No lo es… —repitió como si mientras tanto cavilara sobre ello.

—¿Qué te hace pensar eso? —quiso saber Alain que, como la propia Irina, confiaba más en el ojo clínico de la archivista que en la policía.

—Primero, como os he dicho, que se llevaran también las fichas. Es la primera vez en todos mis años de archivista que veo algo así. Pero que además hayan hackeado los sistemas… —Me resultó cómico que Irina utilizase la palabra «hackeado», fue como si una dulce abuelita soltase un taco: chocante—. Y luego por el registro de control de préstamos. El expediente fue solicitado por correo hará cosa de tres semanas, sólo un par de semanas antes de que me llamaseis vosotros. Es curioso, porque desde que se desclasificó a principios de los noventa, es decir, hace ya casi veinte años, nadie lo había consultado. Os he traído una copia de la ficha de solicitud. También está en ucraniano, aunque no hay nada llamativo en los datos del solicitante, un periodista de investigación alemán; por supuesto todo falso, tanto el carnet de investigador como el pasaporte con el que accedió al archivo, a nombre de un tal Georg von Bergheim.

No podía verme a mí misma, pero tenía la certeza de haber palidecido porque notaba que la sangre casi no me llegaba a la cabeza. Creo que Alain me miró enseguida. Aunque no estoy segura porque no fui capaz de apartar los ojos de aquel nombre.

—¿Qué ocurre? —observó Irina perspicazmente.

—Georg von Bergheim es el comandante de las SS que estuvo al cargo de la Operación Esmeralda. Murió en 1946.

—Es un mensaje para mí —murmuré en un hilo de voz, mientras notaba que se me erizaba la piel de la espalda como si alguien hubiera abierto una ventana al fondo de la habitación.

Alain me rozó un hombro con una caricia tibia que tenía la intención de reconfortarme.

—Ana ya ha recibido una amenaza firmada por Georg von Bergheim —aclaró.

Los ojos de Irina se abrieron como el obturador de una cámara.

—¿Amenaza?

—Para que deje la investigación —aclaró Alain.

—Ya entiendo. —Y del mismo modo que se habían abierto, sus ojos se cerraron para volver a hacerse pequeños y astutos.

—Al final, va a conseguir lo que pretende: que tire la toalla. No me importan las amenazas. —Sí me importaban, sólo me hacía la valiente—. Pero si cada vez que creemos haber abierto una puerta se nos va a cerrar en las narices, nunca podremos avanzar.

Entonces, Anton Egorov, que hasta el momento había permanecido fuera del límite de nuestro círculo de luz, en silencio y entre sombras, se incorporó pesadamente sobre la mesa, y con voz grave, en un francés marcado por un fuerte acento ruso, declaró:

—No debes desanimarte, querida amiga. —Su mano caliente palmoteaba la mía fría—. No debes consentir que quien está mutilando la historia se salga con la suya. Nadie tiene derecho a amordazar lo que el pasado tiene que decirnos. —Todo lo prosaica y directa que era Irina a la hora de expresarse, lo era Anton de alegórico y florido—. Tal vez te hayan cerrado una puerta… pero nosotros queremos abrirte una ventana —y rubricó su sentencia con una sonrisa cálida y enigmática.

Anton echó hacia atrás la silla, se levantó con la parsimonia de quien levanta varios kilos de cuerpo y se dirigió a su escritorio. En el silencio del lugar, sus movimientos se tradujeron en una sucesión de roces y resoplidos. Encendió el flexo con un clic y cogió un bulto que había sobre la mesa, ordenada con escrúpulo y sorprendentemente despejada para tratarse de una mesa de trabajo. Una nueva sucesión de roces y resoplidos le devolvió junto a nosotros.

Cuidadosamente, casi con solemnidad, Antón dejó el bulto frente a nosotros: era pequeño y estaba envuelto en lo que parecía tela de carbón activo, la que se usa para proteger objetos de gran valor de agentes contaminantes externos.

—Aquí está vuestra ventana abierta —anunció.

Anton debió de ver nuestras caras perplejas porque no tardó en urgir a su hermana a sacarnos de dudas.

—Cuéntales, Irina, lo que tenemos para ellos.

Ambos hermanos intercambiaron una sonrisa de complicidad.

—El terrible ultraje cometido a este expediente consiguió indignarme más que ninguna otra vez —comenzó a relatar Irina—. ¡Tú, Alain, habías acudido en mi ayuda y yo no podía darte nada! Mi trabajo es velar por la integridad de los documentos, cosas como éstas me llenan de ira y más si tengo que dar la cara ante un amigo…

Alain hizo ademán de quitarle hierro al asunto, pero Irina no le dejó interrumpirla: tenía muy claro adónde quería llegar.

—Como un animal enjaulado, empecé a buscar salidas. Me leí una y otra vez la anotación del registro; tenía una especie de runrún en la cabeza, un resorte esperando a ser activado. La clave estaba en Tesalónica. Recordé lo que tú me habías dicho, Alain: que era probable que el expediente procediera del fondo documental y bibliográfico que el ERR había evacuado de Berlín a Ratibor y que, al acabar la guerra, el Ejército Rojo trasladó a la Unión Soviética. Efectivamente, así era. Revisé el resto de los archivos del fondo, en especial los procedentes de Tesalónica, por si hubiera alguna otra referencia a Elijah Delmédigo o Pico della Mirandola. No encontré nada. Entonces, caí en la cuenta de que en Kiev sólo se había alojado el fondo documental del ERR, pero el bibliográfico se había trasladado a San Petersburgo, a esta biblioteca, tal vez aquí encontrara algo. Fue entonces cuando pedí ayuda a Anton…

Irina miró a su hermano para pasarle la palabra.

—Así es. El problema es que los bibliotecarios no fuimos tan rigurosos ni tan raudos a la hora de catalogar los fondos procedentes de Ratibor. Montones de cajas cargadas de libros y manuscritos pasaron décadas en los sótanos de una iglesia abandonada en Uzkoe, cerca de Moscú, cubiertos de polvo y cacas de paloma. Después, nos los trajeron aquí y pasaron otro tanto en nuestros sótanos. De cuando en cuando, se abría e inventariaba una caja, pero nada más. Incluso, después de 2001 y el decreto que obligó a inventariar todo el material procedente de la Segunda Guerra Mundial, el proceso ha sido lento. Cuando Irina me llamó preguntándome por los fondos de Tesalónica, lo único que pude hacer fue confirmarle que había unas cuantas cajas con libros procedentes de las bibliotecas de judíos tesalonicenses expoliadas por los nazis. Cajas que ni siquiera se habían abierto desde 1945… Pero, ah, amigos míos, ¡mi querida Irina es una archivista inquieta y eficaz! Se plantó aquí, en San Petersburgo, y en unos pocos días inventarió más cajas de las que se han inventariado en años. —Anton rio estrepitosamente, mientras Irina se sonrojaba no sin cierto orgullo.

—Eso es cierto —confesó—. Agarré a Anton de los pelos y los dos nos recluimos en el sótano. Palé tras palé, caja tras caja, libro tras libro… Que esto no salga de aquí (odio dar carnaza a la prensa sensacionalista), pero hay auténticas joyas pudriéndose allí abajo: manuscritos griegos y hebreos, incunables… —La amante del papel y de la historia que llevaba dentro Irina se crispaba sólo de pensarlo—. A lo que íbamos: tras cuatro días de trabajo intenso, hallamos esto… Muéstraselo, Anton.

Nuestras vistas regresaron al bulto vestido de luto que se erguía sobre la mesa bajo la custodia casi paternal de Anton.

Aquel momento y lo que le sucedió se envolvió de la tensión de una consagración: el sacerdote se dirige al sagrario, saca respetuosamente las sagradas formas, las deposita sobre el altar y alza las manos al cielo para obtener de allí su bendición.

Anton, cual sacerdote, se ajustó unos guantes blancos de algodón y procedió a retirar cuidadosamente la tela de carbón activo. Según desenvolvía el misterioso objeto, el aire pareció llenarse de un olor peculiar, el del papel viejo. Poco a poco, quedó a la vista, destacando sobre la tela negra, un legajo de varias hojas amarillentas, casi pardas, cosidas con un cordoncillo de cuero.

—Dios mío… —no pude evitar murmurar—. Qué preciosidad…

—Es increíble, ¿verdad? —opinó Anton, alentado por mi interés—. Un manuscrito de finales del siglo XV: maravilloso… Las tapas son de cuero repujado y el papel, de fibras de algodón. La tinta es ferrogálica, seguramente de nuez de agalla, de ahí el color marrón por la oxidación del paso del tiempo… Oh, disculpad, me estoy dejando llevar…

—No tienes que disculparte, Anton. Esto es una joya que uno tiene pocas ocasiones de contemplar —respaldé su arranque de entusiasmo.

—Sí que lo es. Es cierto. Pero no lo hemos traído aquí por eso… Esta joya ha visto la luz gracias a Irina, a su curiosidad y a su tenacidad.

Las palabras de Anton arrancaron una media sonrisa de su hermana. Después, el experto en manuscritos tomó aire para anunciar con prosopopeya:

—Miradlo bien, amigos míos. Estáis ante el diario del filósofo hebreo Elijah Delmédigo.

Nuestros rostros se iluminaron al unísono. Nos hallábamos contagiados del clima creado por los Egorov: la penumbra del despacho, el ritual de la revelación, la expectación y el misterio. Pero, en realidad, no éramos capaces de medir el alcance de aquel hallazgo; no podíamos estar seguros de que el manuscrito de Delmédigo fuera útil a nuestra investigación.

Como si Irina se hubiera adelantado a aquella contingencia, retomó la palabra para darnos más información sobre el descubrimiento.

—Cuando Anton y yo lo encontramos, apenas visible al fondo de una caja, enterrado entre tomos mucho más voluminosos, no sabía muy bien si era lo que buscaba. ¿Hablaría Elijah Delmédigo de El Astrólogo en las páginas en las que recogió sus reflexiones más íntimas? Llegué a pensar que no, porque no encontré ninguna mención… Hasta llegar casi al final. Poco antes de su muerte, acaecida en 1493, encontré una anotación.

Irina hizo una pausa y como si todo aquello formara parte de una obra bien ensayada, Anton, sin necesidad de que mediara palabra alguna, abrió el manuscrito. Un neurocirujano no hubiera puesto más cuidado en el manejo de aquella reliquia. Apenas sostenía las páginas entre los dedos enguantados y las pasaba con la parsimonia de la cámara lenta, como si pudieran quebrarse con sólo rozarlas. De hecho, el papel crujía amenazante, poniéndonos los pelos de punta mientras observábamos la delicada operación.

En las últimas páginas del legajo, Anton se detuvo. Con el manuscrito abierto, pudimos comprobar que el papel estaba bastante deteriorado. El paso del tiempo, la humedad y la tinta ferrogálica había empezado a corromperlo y se había vuelto tan fino que apenas se distinguían las palabras color ocre. Pese a ello, se apreciaba una hermosa caligrafía en hebreo, firme y cuidada.

—Aquí tenéis la anotación: 20 Tevet de 5253. Es una fecha del calendario hebreo que equivale al 18 de enero de 1493 del calendario gregoriano. Os leeré la traducción.

Irina tomó un cuaderno, se ajustó las gafas y comenzó la lectura de la traducción con el beneplácito de la presencia imponente del original.

Intuyo que la muerte me ronda, que merodea como un lobo hambriento por las lindes de mi hogar. Quizá por eso me asaltan continuamente pensamientos acerca de asuntos pendientes.

No he vuelto a tener noticia de las negociaciones de mi buen amigo el conde Pico respecto a El Astrólogo. Tal silencio me inquieta. Como también me inquieta la idea de que el secreto de la Tabla Esmeralda pudiera llegar a ver la luz. La humanidad no está preparada para lo que YHVH quiso dejar fuera de nuestro alcance y nuestro entendimiento. La Tabla Esmeralda es un instrumento del diablo que sin duda hará tambalear los cimientos de nuestra fe y nuestro orden, de nuestro mundo, hasta derrumbarlos, hasta conducirnos a la autodestrucción.

Lorenzo de Médicis era un hombre sabio, un designado del Eterno, que hubiera impuesto la cordura en la salvaguarda de semejante secreto y sus amenazas. Lamentablemente, no tengo la misma confianza en su heredero. Ruego al cielo para que el conde Pico encuentre la inspiración necesaria y logre convencer a pater Ficino y al maestro Giorgio de la necesidad de destruir El Astrólogo y borrar para siempre el rastro de la Tabla Esmeralda.

Durante unos segundos, el eco de las palabras de Irina quedó flotando en el aire. Un aire pesado, cargado de demasiadas cosas valiosas, de infinitos secretos; de toda la energía que emiten la lógica, la intuición y la ansiedad; de todas las historias que susurran los objetos del pasado en una lengua que no siempre podemos entender; de la magia de la investigación.

—Asombroso. —La voz de Alain sonó ronca, aplastada por toda aquella carga—. Era la Tabla Esmeralda lo que Hitler buscaba…

Asentí con la mirada perdida en el infinito para luego matizar:

—Es la Tabla Esmeralda el secreto que guarda El Astrólogo.