Poner de nuevo todo en orden

Judith nos llevó a Marsella para que Teo y yo pudiésemos coger un avión a Madrid. Había decidido que antes de ir a Barcelona pasaría por casa para coger algo de ropa e intentar ponerme en contacto con el despacho de abogados.

—Llámame cuando llegues… Sólo para saber que estás bien —me pidió Alain antes de pasar el control de la zona de embarque—. Pero hazlo desde un fijo, no enciendas el móvil todavía.

—Tú tampoco.

—Bah, yo no corro peligro. Estaré bajo el mismo techo que un inspector de policía —bromeó—. Ten mucho cuidado, ¿de acuerdo?

—¡Ya está bien, par de tortolitos! Dejad que corra el aire que vamos a perder el avión. Muac, muac, Alain. No te preocupes, que yo cuidaré de ella como si fuera mía, palabra de gay.

Teo tiró de mí hasta detrás de las vallas del control; una vez en la fila, ya no volví la vista atrás.

Era extraño volver a casa después de tanto tiempo fuera. Las persianas bajadas, el olor a cerrado, la nevera vacía… Aun así, estar en el hogar me producía cierto bienestar; un regusto dulce en mi boca amarga. Aquél era mi sitio.

Me di una ducha, me puse un pijama limpio —y mío, ¡qué placer!— y, como Toni estaba todavía en Bilbao, me reuní con Teo para cenar de un telesushi.

Llamé a Alain. «He pensado volver a rebuscar entre las cosas de mi abuelo. Tal vez haya algo que pueda ayudarte a encontrar el cuadro», me dijo. Alain había vuelto al juego del principio: había abandonado el frente, pero se resistía a dejar de luchar, aunque fuera desde la retaguardia.

Antes de irme a la cama pensé en encender el móvil para ver si tenía algún mensaje. Sólo serían unos minutos. Sabía lo que significaba encender el móvil: recuperar otra de las facetas de mi rutina, recuperar a Konrad… No estaba tan segura de que eso me fuera a producir el mismo bienestar que volver a casa.

En efecto, en cuanto el teléfono fue cobrando vida, empezó a vibrar como la niña de El exorcista y a escupir mensajes y llamadas perdidas en la pantalla: uno, dos, tres, cuatro… Había un par de mi madre, otra de mi hermana y dieciséis de Konrad entre mensajes y llamadas perdidas. El contenido de los mensajes era siempre el mismo, lo único que cambiaba era la intensidad del tono apremiante. Admití que tenía que darle señales de vida; aquella pataleta mía se me antojaba excesiva.

—¡Ana! —Konrad descolgó con mi nombre a modo de interjección.

—Hola, Kon…

—¿Dónde estás?

—En Mad…

—¿Estás bien?

—Sí…

—¡Por todos los santos, meine Süße! ¿Qué diablos ha ocurrido? ¡Me he vuelto loco intentando localizarte! Llegué ayer por la noche a París y al entrar en el apartamento me encontré todo hecho un desastre. Y no había manera de dar contigo. ¡El maldito teléfono lleva días apagado o fuera de cobertura, por el amor de Dios! Fui a la policía y me explicaron lo sucedido. Todo lo que sabían es que habías salido de la prefectura el sábado por la mañana. ¡Pero por qué coño no me has llamado! ¡Hasta he puesto una denuncia por desaparición! ¡Y ahora voy a tener que quitarla!

Una vez que comprobé que Konrad había terminado de soltar todo lo que llevaba dentro y se mostraba dispuesto a dejarme hablar, le resumí qué había sido de mi vida durante aquel tiempo de desconexión.

—Mañana mismo ve a ver a mi secretaria y dile que te consiga un número nuevo. —La primera reacción de Konrad a mi relato fue eminentemente práctica: poner de nuevo todo en orden—. Tengo que estar en Berlín mañana por la tarde, pero el martes iré a Madrid, ¿serás capaz de quedarte ahí quieta hasta entonces?

Una vez que todo estaba en orden y bajo control, se despidió con un escueto «buenas noches, meine Süße». «Yo también te quiero, Konrad», pensé con ironía según colgaba el teléfono. Luego llamé a mi madre y a mi hermana. Terminé agotada después de las dos conversaciones, pero aun así, antes de acostarme, escribí un e-mail al bufete Claramunt Abogados. Me adjudiqué el cargo de asistente del doctor Alain Arnoux de la European Foundation for Looted Art y argumenté que estaba intentando localizar a los herederos de Alfred Bauer para restituirles su colección de arte. Confiaba en poder tratar el tema por correo electrónico y así ahorrarme el viaje a Barcelona. Envié el mensaje, apagué el ordenador y me fui a la cama.

A la mañana siguiente me despertó el berrido del teléfono fijo. Me sobresalté y busqué, aún aturdida, el aparato, sin tener tiempo de preguntarme quién demonios me llamaba a las nueve y media de la mañana.

—¿Dígame?

—Buenos días. ¿La doctora Ana García-Brest, por favor? —Ante el tono protocolario de la respuesta hice todo lo posible por despabilarme y disimular la voz de recién levantada.

—Sí, soy yo.

—Soy Roger Claramunt, de Claramunt Abogados. Le llamaba en relación al correo que nos envió ayer…

—¡Ah, sí, sí!

Volví a explicar al señor Claramunt el motivo por el cual contactaba con su bufete, ampliando quizá con algún detalle el contenido del e-mail.

—Ya veo… Lo cierto es que su petición es un tanto irregular. En atención al deber del secreto profesional, no somos partidarios de facilitar los datos de nuestros clientes salvo en casos muy excepcionales y plenamente justificados.

—Lo entiendo, señor Claramunt, pero quizá podría considerar este caso como excepcional y justificado. Después de todo, se trata de devolverle a alguien lo que le corresponde en pleno derecho y que fue ilegítimamente sustraído. Se trata de hacer justicia sin que pueda eso derivar en ningún perjuicio para su cliente, ¿no le parece?

El silencio al otro lado de la línea no presagiaba nada bueno. Sentía cómo el hilo que me llevaba a Sarah Bauer, el único y delgado hilo, se me escapaba de las manos.

—Veo que no está usted en Barcelona, doctora García-Brest…

—No, pero no tengo ningún inconveniente en ir allí y que nos reunamos en su despacho para tratar el tema personalmente si lo estima necesario.

—Sí, eso sería estupendo. Así podría ponerme al día sobre este cliente y valorar con usted el caso. ¿Qué le parece mañana por la tarde?

—Bien, sí.

—Déjeme consultar la agenda… ¿A las cinco le vendría bien?