La carta de un nazi
Mientras Konrad se concentraba en la pantalla del iPhone para responder un e-mail, me incorporé sobre la mesa para admirar con auténtico deleite la obra de arte que acababan de exponerme frente a los ojos: el manejo de los colores y la texturas, los volúmenes, la proporción que reinaba en todo el conjunto y la forma en que la luz se reflejaba en cada una de las superficies en un juego aparentemente casual de mates y brillos.
Pero sobre todo, el olor… Mmm, ese increíble aroma a chocolate de la mejor calidad. Un olor que activaba la parte más sensual de mi cerebro. Yo soy de letras y ni remotamente sabría el nombre exacto de esa parte de la anatomía, sólo sé que la fragancia del chocolate me excita de una forma realmente poderosa. Fondant de cacao de Java al setenta por ciento y helado de cardamomo… Nada, absolutamente nada en el mundo podría igualarse a aquel postre. No importaba que Rafa, el chef, se esmerase por variar cada temporada la carta de Aroma, el restaurante gastronómico más in de Madrid, yo siempre pedía el mismo postre.
—¿Es que no piensas probarlo?
Sin levantar la vista del plato, contesté:
—Ya estoy haciéndolo. No cuestiones mi ritual. El disfrute de este postre comienza con los estímulos visuales y olfativos. Tú nunca podrías entenderlo —concluí con arrogancia.
Efectivamente, Konrad era víctima de una maldición. La de poder prescindir del postre. De hecho, acostumbraba a terminar las comidas con vino tinto. Se bebía pausadamente una copa de gran reserva mientras yo me manchaba las comisuras de los labios con cualquier cosa que fuera dulce.
—Pues sería deseable que hoy abreviases tu ritual. Quiero que veas algo y no me gustaría que lo manchases de chocolate, meine Süße.
Süße, dulzura, así me llamaba Konrad y no era difícil adivinar por qué.
Era cierto que me había avisado a primera hora de que aquélla sería una cena de negocios. Habíamos hablado por teléfono muy temprano mientras él esperaba en Múnich a subir al avión que le traería a Madrid. Y, como todos los viernes, habíamos quedado para cenar; Konrad había llamado a Alberto, el jefe de sala del Aroma, para que le reservase su mesa, ésa que estaba en la esquina más apartada e íntima del restaurante. Nada fuera de lo habitual, salvo por lo de la cena «de negocios». Por supuesto, pensé que bromeaba: era alemán y tenía un sentido del humor muy particular.
No tardé mucho en dar buena cuenta del postre y, cuando aún saboreaba su recuerdo en el fondo del paladar, trajeron el café y la bandeja de petits fours.
—¿Qué haces, Ana?
—Guardo unos pocos para Teo. Ya sabes que se muere por los petit fours de aquí.
—Pero, meine Süße, ¡no hace falta que te los guardes en el bolso como si los estuvieras robando! Le pediré a Alberto que te prepare unos pocos para llevar. Anda, deja eso. Para ya de comer y límpiate bien las manos.
Hice lo que Konrad me ordenaba aunque me sentaba fatal que en ocasiones me tratase como a una niña pequeña. Era cierto que me sacaba casi veinte años, pero eso no justificaba su paternalismo: si era lo suficientemente adulta para ser su pareja, también lo era para todo lo demás. O, al menos, eso creía yo.
—Échale un vistazo a esto —me pidió mientras rebuscaba en el bolsillo interior de la chaqueta.
Konrad me alargó un pliego de papel. Enseguida me di cuenta de que era viejo: estaba amarillento y desgastado por los bordes y había sido plegado y desplegado tantas veces que corría el riesgo de rasgarse por los pliegues, como un mapa muy usado. Pasé los ojos por encima y comprobé que era una carta manuscrita.
—Konrad, cariño, está en alemán.
—Bueno, tú lees algo de alemán.
—No después de un cóctel y media botella de vino. ¡Oh, por el amor de Dios!, dime lo que pone y abreviamos.
—Vamos, no seas perezosa. Yo la leo contigo.
Accedí a regañadientes, entre otras cosas porque sabía que resultaba agotador e inútil discutir con él. Dejé la carta cuidadosamente sobre la mesa, justo en medio de los dos. Sobre el mantel blanquísimo parecía aún más vieja y amarillenta.
Wewelsburg, 2 de diciembre de 1941
Querida Elsie:
Espero que cuando recibas esta carta tanto tú como la pequeña Astrid os encontréis bien.
Lamentablemente no podré volver a casa después de mi viaje a Italia, como te había prometido. Los acontecimientos se han precipitado en los últimos días y las exigencias de la nueva misión no me lo van a permitir. Aunque espero tomarme unos días de permiso durante las fiestas de Navidad y estar junto a ti para cuando nuestro bebé venga al mundo.
Tras mis investigaciones en Italia sobre El Astrólogo de Giorgione, el Reichsführer Himmler ha insistido en que me incorpore cuanto antes a mi nuevo destino en las oficinas del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg en París. Previamente, deberé viajar a Berlín para mantener una entrevista con Hitler, pues desea que le informe personalmente sobre el desarrollo de la misión. Una vez más, espero no defraudar la confianza que nuestro Führer ha depositado en mí.
Mañana por la mañana recibiré oficialmente el despacho de Sturmbannführer de manos de Himmler. Me haría muy feliz que estuvieras aquí durante el acto de entrega y la recepción que se celebrará después, pero entiendo que en tu estado no debes viajar. Te aseguro que en todo momento estarás en mis pensamientos, querida Elsie, como de costumbre, especialmente en los momentos más importantes de mi vida.
En cuanto me haya instalado en París, trataré de telefonearte para escuchar tu dulce voz. Entretanto, recuerda que te quiero y que te echo de menos. También a la pequeña Astrid. Dale muchos besos y abrazos de mi parte y dile que es mi niña preciosa. Cuidaos mucho las dos y cuida también al bebé, añoro poner mi mano sobre tu vientre y sentir sus patadas.
Con todo mi amor,
GEORG
P. S.: Por favor, prepara una maleta con algo de ropa y los uniformes que dejé en casa. Pasarán a recogerla para hacérmela llegar a mi nuevo destino.
Aunque había finalizado la lectura, me quedé contemplando la carta durante un instante. Me sentía incómoda, como si hubiera usurpado un momento de la intimidad de dos personas, como si me hubiera colado en el dormitorio de un matrimonio y hubiera escuchado a escondidas sus confesiones.
—¿Y bien? —Konrad me devolvió al presente.
—¿De dónde la has sacado?
Konrad sonrió con picardía.
—Bueno, tengo mis fuentes. Algunas personas que rebuscan en mercadillos, desvanes y anticuarios o que pujan por mí en las subastas de cosas raras. Ya sabes que soy un coleccionista compulsivo.
Sí, lo sabía. Konrad era un auténtico maníaco del arte y las antigüedades que, además, podía permitirse el vicio, extremadamente costoso, de coleccionarlas. De hecho, poseía una de las mejores colecciones de arte de Europa, especialmente de pintura. Por no hablar de que el arte era, probablemente, lo que nos había unido.
Mi vista regresó a la misiva: la carta de un nazi; el papel que un día habían tocado sus manos y las palabras de tinta escritas bajo el mandato de su mente de nazi. Me resultaba espeluznante.
—Es la carta de un nazi —fue mi primer veredicto, aunque sabía que no era el que Konrad esperaba.
—Sí que lo es.
—¿Qué significa Sturmbannführer?
—Mayor. Sería el equivalente a comandante según el rango del ejército español. Comandante de las SS.
—¡Vaya! Nazi y además SS. ¡Menuda joya!
—Sé a lo que te refieres y sí, es probable que fuera un fanático, un criminal y un asesino de judíos. La mayoría lo era y la idea que la imaginería moderna nos transmite es que lo eran todos: el cine, la televisión, la literatura… los han demonizado. Pero las SS eran una organización mucho más compleja que todo eso.
—¿Estás tratando de justificarlos?
—No tendría argumentos. Sólo quiero hacerte ver que el hecho de que fuera miembro de las SS no le convierte automáticamente en un criminal. Por ejemplo, las Waffen-SS eran la organización militar: un ejército, soldados, con todas las virtudes y todos los defectos que el término acarrea. Hubo soldados brutales y criminales y los hubo que simplemente defendieron su país con honor; como en cualquier ejército. Durante los juicios de Núremberg la mayoría de los oficiales de las tropas regulares de las Waffen-SS fueron exculpados de cualquier cargo criminal gracias al testimonio de los que habían sido sus enemigos en el campo de batalla.
Semejante defensa me llevó a recordar que, después de todo, Konrad era alemán y que sus dos abuelos habían luchado en la Segunda Guerra Mundial. Su postura podía ser discutible, pero sin duda resultaba comprensible.
—¿Y qué sería nuestro amigo Georg? ¿Un nazi bueno o un nazi malo? A la vista de esta carta, parece tener sentimientos humanos…
Konrad se reclinó en su asiento y suspiró profundamente.
—¡Oh, vamos, Ana! ¿Cuándo vas a reconocer que lo que más te ha llamado la atención es la mención al cuadro de Giorgione?
—Puede ser. —Me divertía seguir chinchándole.
—De acuerdo. En vista de que a ti se te ha subido el fondant de chocolate a la cabeza, seré yo el que me ponga serio.
Y si algo sabía hacer bien Konrad, era ponerse serio. Así que empecé a pensar que aquella invitación a cenar no era la misma de todos los viernes, sino efectivamente una cena de negocios.
—Tú eres la experta en Giorgione y sabes mejor que yo que no existe catálogo en el mundo que mencione un cuadro de Giorgione que se llame El Astrólogo.
Tenía razón en que era una experta en Giorgione. La tesis doctoral de mi carrera de Historia del Arte llevaba por título: «Giorgio da Castelfranco, el pintor oscuro del Renacimiento».
—Sí, pero también sé que el catálogo de Giorgione es probablemente uno de los que más varían de todo el panorama pictórico. Lo que ayer no era un Giorgione porque se lo tenía por un Tiziano o porque simplemente no pertenecía a ningún pintor de renombre, hoy es un Giorgione. Todo a causa de su manía por no firmar prácticamente ninguna de sus obras. No se podía imaginar la de trabajo que iba a darnos a las generaciones futuras.
—Entonces nos hallaríamos ante el posible descubrimiento de un nuevo Giorgione para el mundo del arte, ¿te das cuenta de lo que eso significa?
Permanecí un tanto escéptica ante el entusiasmo de Konrad. La práctica profesional me había enseñado que en un principio se debe desconfiar de cualquier documento que prometa un gran hallazgo para la humanidad.
—Quizá se trate de un cuadro de Giorgione ya catalogado al que nuestro amigo Georg da otro nombre. Sucede con frecuencia: Los tres filósofos o Los Reyes Magos, La Venus dormida o La Venus de Dresde… Casi ningún cuadro tiene un solo nombre. Es más —me asaltó un recuerdo repentino—, si hago memoria, existe un cuadro llamado El reloj de arena, conocido también como El Astrólogo, que durante un tiempo se atribuyó a Giorgione pero que hoy en día la mayoría de los expertos cree que no le pertenece.
Konrad se quedó observándome durante unos segundos. Parecía estar meditando sobre las razones por las cuales se había equivocado, y por qué aquella carta, que pensó que me entusiasmaría, me había dejado indiferente.
—Dime que estás haciendo de abogado del diablo —concluyó.
Para mi sorpresa, y a pesar de que Konrad era la antítesis de cualquier cosa que inspirara la más mínima pena, me mereció compasión por un breve instante. Se mostraba verdaderamente desilusionado.
—Lo siento, cielo —me disculpé, acariciándole la mejilla—. Lo cierto es que el mundo del arte está repleto de blufs, de grandes descubrimientos que se quedan en nada. Estoy harta de verlo cada día.
Entonces aprisionó con su mano la mía en su mejilla.
—Y aun así… ¿no crees que merece la pena intentarlo?
Miré la carta otra vez.
—Pero esta información es insuficiente, Konrad. Lo único que sabemos de este hombre es que se llamaba Georg. ¡Habría miles de nazis llamados Georg!
Como si estuviese preparado de antemano para mi objeción, contraatacó mostrándome un sobre y su remite.
—Se llamaba Georg von Bergheim, SS-Sturmbannführer Georg von Bergheim. Ya tienes a alguien con nombre y apellidos.
Me di por vencida con un suspiro.
—Piénsalo bien, meine Süße, ¿por qué iba a poner Hitler tanto interés en un cuadro en concreto cuando tenía a toda una organización expoliando las mayores obras de arte de toda Europa?