Junio, 1943

En Argel, el general De Gaulle reúne el Comité Nacional de Liberación Francés, organismo desde el que se coordinarían todos los esfuerzos para liberar a Francia de la ocupación nazi. Tras la Liberación, este Comité se constituiría en gobierno provisional de la República.

Sarah fue a buscar a Marion a la salida del trabajo. Tenía que hablar con ella pero no podía citarla en casa estando Jacob allí. Hacía una temperatura muy agradable y podrían caminar un rato o tal vez sentarse en un banco del parque.

Marion terminaba su turno en las taquillas de la estación a las tres. Después se tomaba un bocadillo, se metía en los aseos, se peinaba un poco, se retocaba el maquillaje y a eso de las tres y media estaba en la calle.

—¡Sarah, cariño! ¿Qué haces tú aquí?

—He venido a buscarte. —Sarah intentaba parecer natural, quitarle hierro al asunto.

Pero su amiga frunció el ceño. Sarah nunca había ido a buscarla a la salida del trabajo; que lo hiciera le pareció muy extraño.

—¿Estás bien? ¿Va todo bien? ¿Cómo está Jacob?

Sarah la agarró del brazo. Pensaba caminar, pero sintió la necesidad repentina de sentarse. Bajo la sombra de un árbol, localizó un banco.

—Tengo que hablar contigo, Marion. Tengo que hablar con alguien antes de volverme loca.

Marion se sentó a su lado. Estaba muy preocupada.

—¿Qué sucede, cariño? Me estás asustando…

Sarah prefirió mirarse las manos antes que mirar a su amiga. Sería más sencillo atreverse a sincerarse si no la miraba a los ojos.

—Estoy embarazada.

Sarah podría haber estado hablando sola porque no se produjo la más mínima respuesta a su declaración. Alzó los ojos para comprobar que Marion seguía allí.

Y allí estaba, petrificada, absorta, demudada, buscando desesperadamente las palabras más adecuadas para el momento. Pero Marion no era una mujer de palabra fluida.

—Cariño… Pero… Pero ¿cómo ha sucedido?

Sarah levantó las cejas: ¿en serio quería que le explicara cómo había sucedido? Era curioso, la estupefacción de su amiga empezaba a resultarle cómica y aquello la relajó.

—Digamos que ha… sucedido.

—Pero… ¿estás segura?

—Llevo meses sin tener el período. Al principio, pensé que había sido por la inanición, en el hospital me dijeron que era normal. Pero ya van cuatro meses, cuatro meses en los que he comido hasta reponerme y engordar. Además, de un tiempo a esta parte, me ha crecido el vientre y mis pechos están a punto de explotar. Eso sin contar con las náuseas, que a veces me duran el día entero. Sí, Marion, estoy segura.

Una vez confirmado el suceso, su amiga, siempre voluntariosa, se dispuso a tomar el control de la situación.

—Está bien… Veamos… No te apures, cariño. Encontraremos a alguien… Creo que sé a quién puedo acudir… Esta chica, ¿cómo se llama…? Está siempre metida en líos y ya se ha deshecho de unos cuantos, tú me entiendes… Sí, seguro que ella conoce a alguien. Alguien que pueda… quitártelo, ya sabes…

—No, Marion —se apresuró a cortarla Sarah en cuanto intuyó por dónde iban los tiros—. No quiero abortar.

—¿Cómo? —Marion estaba segura de no haber oído bien.

—Que voy a tener el bebé.

Su amiga alzó las pupilas hasta dejar los ojos casi en blanco clamando al cielo.

—¡Por el amor de Dios, cariño! Tú no lo has pensado bien… ¿Te das cuenta de en la que te metes? ¡En los tiempos que corren es una locura tener un hijo! ¡No hay comida! ¡Ni leche, ni harina, ni huevos! ¡No hay luz, no hay carbón! ¡No hay nada! ¿Cómo vas a hacerlo, cariño? ¿Cómo vas a sacarlo adelante?

Toda aquella lista de obstáculos que Marion le enumeraba ella ya la había considerado, junto con otras muchas más. Pero nada de aquello era importante, más importante que la vida del pequeño. Era absurdo matarle porque pudiera morir.

Sarah no necesitó darle ninguna explicación, le bastó con sostenerle la mirada.

—Estás decidida a seguir adelante, ¿no es cierto?

Sarah asintió.

—Tú sola… ¡menuda insensatez! —Entonces Marion recordó algo: que la concepción es cosa de dos—. Por cierto, ¿sabes quién es el padre?

Sí, claro que lo sabía. No tenía la menor duda. Como tampoco había dudado de que Marion le hiciera esa pregunta. Aun así se sintió un poco incómoda al responder.

—Jacob.

El asombro arqueó la espalda de la chica e hinchó su generoso busto como si fuera el buche de una gallina.

—¡La madre que…! ¡Debí imaginármelo, qué puñetas! Siempre ha habido un no sé qué entre vosotros dos que… Aguarda un momento, Jacob llevaba meses preso…

—Y yo llevo meses embarazada. No hay duda, Marion, Jacob es el padre.

Marion tenía que admitirlo: no todas las mujeres eran como ella. La mayoría sabían cómo, cuándo y con quién se acostaban. Ella se cuidaba a conciencia de quedarse embarazada; nadie entraba en su cálido refugio sin ponerse antes la capucha, pero si alguna vez, Dios no lo quisiera, ocurría la desgracia, tendría serios problemas para identificar al padre de la criatura.

Por primera vez, Marion se relajó y miró a Sarah con un gesto afable.

—Cariño…

Alargó el brazo y puso la mano sobre el vientre de su amiga, apenas abultado.

—Es increíble —murmuró emocionada—. ¿Lo notas?

—Un ligero cosquilleo. No siempre, sólo cuando estoy tranquila. Aún es muy pequeño. —Sonrió.

—Eres muy valiente, cariño. Jacob tiene que estar muy orgulloso de ti.

El semblante de Sarah, que por un momento había resplandecido con un velo de felicidad, volvió a ensombrecerse. Como si el cielo se hubiera cubierto de nubes negras y la brisa se hubiera vuelto gélida, Sarah se estremeció.

—Él no sabe nada…

Después de escapar del hospital, Jacob se había ido a vivir con ella. Fue algo que le había ofrecido espontáneamente, sin pensarlo demasiado, sin mirar a largo plazo… En aquellos tiempos era absurdo hacer planes más allá del día siguiente, nadie podía tener la certeza de seguir vivo a la mañana siguiente. Jacob, sin hogar y obligado a permanecer en la clandestinidad, necesitaba un lugar donde vivir y ocultarse. Ella era la única que podía procurárselo. El apartamento era pequeño, pero suficiente para dos: le había dejado el dormitorio a Jacob y ella dormía en el sofá, no le importaba hacerlo, incluso prefería hacerlo.

«¿Por qué no duermes conmigo, Sarah? ¿Has olvidado la última noche, antes de que todo esto sucediera? Yo no…», le había dicho Jacob. «No estaría bien, Jacob. Ya es suficiente con haber ofendido la ley de Dios en una ocasión». Utilizó el argumento fácil porque no quería perderse en explicaciones de lo que no sabría cómo explicarle sin herirle: quería a Jacob, él era una de las pocas personas que le quedaban en el mundo, pero no deseaba compartir el lecho con él, hubiera sido tan extraño como yacer con un hermano.

Quizá fue aquel momento el que marcó el comienzo de su infierno; el infierno de vivir con Jacob.

—Pero ¿cómo…? ¡No se lo has dicho! ¡Cariño, tienes que contárselo!

Sarah comenzó a sentirse acosada, no tanto por Marion como por su propia conciencia.

—Lo sé, lo sé… —Suspiró—. Pero es que… A ver cómo te lo explico… Jacob no parece el mismo. Está muy cambiado, Marion.

—Mujer, es natural. Después de todo lo que ha pasado…

—Ya, pero no es sólo eso. Creo que Jacob no está bien.

—Pero nunca estuvo enfermo. Y ya está repuesto de la operación de su ojo.

—No me refiero a físicamente… Es más bien un problema de ánimo.

Por la forma en que la miraba, Sarah adivinó que Marion no sabía a lo que se refería. Comprendió que tenía que ser más explícita, hablar abiertamente de lo que tanto le costaba.

—Está completamente hundido, Marion. Empezó sin pegar ojo por las noches. Desde la sala le oía pasear de un lado a otro de la habitación como un león enjaulado. Después, vinieron los gritos, gritaba de dolor, decía que le dolía la cabeza, luego que todo, que le dolía todo y necesitaba medicinas, analgésicos… Pero no los tenemos porque el doctor Vartan dijo que no le harían falta. Desde el principio se ha negado a comer, puede pasarse los días enteros sin llevarse absolutamente nada a la boca. Eso, o devorar de forma compulsiva lo poco que hay en casa y empezar a gritar como loco cuando la comida se acaba… A veces le doy mis raciones y también le traigo comida si voy a casa de la condesa, pero cuando pasa por esos períodos nunca tiene suficiente.

Marion estaba estupefacta.

—No debes darle tus raciones, cariño, y menos en tu estado…

—Pero es lo que hay, Marion. Tú sabes que no puedo conseguir más comida… Y aunque la consiguiera, lo mismo le da por negarse a comer. Es un sinvivir… Todo lo que hace durante el día es quedarse sentado en un sillón; cuando me voy temprano a la librería, le dejo en el sillón, cuando regreso, sigue allí. Sólo se levanta para ir a la cama a no dormir, el resto del tiempo se lo pasa en el sillón, con la mirada perdida, inmóvil como si fuera un vegetal, y sólo abre la boca para masticar cigarrillos y quejarse de que se siente muy cansado, de que es un ser miserable, inútil e inválido, de que más le hubiera valido haber muerto en la cárcel… Cuando trato de animarle, se pone como una fiera, se agita con toda la energía que dice faltarle, empieza a gritar y a blasfemar y últimamente también me insulta… —Sarah tragó saliva y comenzó a retorcerse las manos con nerviosismo—. El otro día…, llegó a acorralarme contra la pared como si quisiera pegarme… No lo hizo, cayó agotado de repente, se metió en la habitación sin decir palabra y lleva durmiendo desde entonces. Eso fue antes de ayer… Está mañana aún no había despertado… Estoy empezando a asustarme, Marion…

—Oh, cariño, me dejas de piedra…

—¿Cómo voy a decirle lo del bebé…? ¡No puedo! ¡Tengo miedo!

Marion estaba realmente conmovida por la angustia de Sarah. Aunque la situación le sobrepasaba por completo, sentía que tenía que ayudar de algún modo a su amiga. Lo mejor que se le ocurrió fue sembrar la serenidad y la concordia.

—Es difícil saber cómo queda uno después de haber pasado por lo que Jacob ha pasado… Tú mejor que nadie lo sabes, lo viste cuando estabas en la cárcel y eso es sólo una parte de lo que ha sufrido. Jacob es un buen hombre y te quiere, eso es evidente, siempre te ha querido, a mí esas cosas no se me pasan por alto. Puede que todo lo que necesite sea una ilusión para tirar adelante, algo que le haga olvidar todo el horror vivido. Saber que va a ser padre puede que sea lo que Jacob necesita para recuperar el ánimo.

Había otros motivos por los que Sarah llevaba en secreto su embarazo, había otros miedos. Sarah temía que si le revelaba a Jacob que estaba esperando un hijo suyo, Jacob quisiera casarse. Y Sarah no tenía ninguna intención ni siquiera deseo de casarse con él.

Ante Marion, se había mostrado totalmente decidida a no abortar, y lo estaba. Pero el día que comprendió que estaba embarazada, su determinación no había sido tan firme. Y había valorado la idea de deshacerse del bebé. Se le había pasado por la cabeza no por temor a criarlo sola o a traerlo a un mundo que se desmoronaba, a una vida oscura de hambre, miedo y sufrimiento… No, si había pensado en abortar, era porque no quería tener un hijo de Jacob, no quería verse ligada a un hombre al que no amaba por un lazo tan fuerte. Ahora bien, ¿qué culpa tenía la criatura de que su madre no amase a su padre?, ¿qué culpa tenía de que su madre fuera una inconsciente que se había emborrachado una noche y se había acostado con un hombre al que no quería…? Responder a esas preguntas y desear tener al bebé en brazos fueron motivos más que suficientes para decidir no abortar.

Lo siguiente que le exigían sus responsabilidades era contarle a Jacob que estaba embarazada. Tal vez Marion tuviera razón, tal vez la ilusión de ser padre le ayudara a recuperar el ánimo… No estaba muy convencida, pero tampoco conducía a nada pensárselo demasiado. Hacía días que las faldas ya no le abrochaban. Su estado no tardaría mucho en ser evidente y, aunque quisiera, no podría guardar el secreto por más tiempo.

Aquella mañana, como todas, bajó a la librería; Jacob seguía durmiendo. Al mediodía, como acostumbraba, subió a casa para comer; él todavía dormía. Sólo al terminar la jornada, ya avanzada la tarde, se encontró a Jacob despierto.

Pensó que quizá fuera un buen momento para darle la noticia. Curiosamente, no se lo encontró sentado en el sillón, con el gesto mohíno y arrugado. Estaba en la cocina, hurgando en la alacena, sacando una a una todas las cosas que había dentro.

—Hola, Jacob…

—¿Dónde hay comida?

—Tienes guiso de patatas en la olla y pan en la cesta. También hay carne seca y gachas con tocino. Y un poco de leche que traje ayer de casa de la condesa.

Era todo lo que Jacob no había comido en los días de reposo y todo lo que había para cenar.

—Ya me lo he comido, pero necesito más. Tengo más hambre. —Jacob abría y cerraba armarios y cajones, revolvía entre los cacharros con la ansiedad de una rata hambrienta.

—No hay más. Eso era todo.

—¿Y por qué no has ido a comprar?

—He ido a comprar pan. No necesitábamos más. Había suficiente. Si me gasto todos los cupones ahora, no tendremos qué comer a final de mes. De todos modos, puedes coger la cartilla y bajar tú a por más comida.

Jacob se revolvió como un animal salvaje.

—¡Mujer perezosa y desconsiderada! ¡No ves que yo no puedo salir! ¡Están por todas partes! ¡Me vigilan! ¡Si salgo, volverán a cogerme!

Sarah permaneció inmune a su arranque de ira. Desmoralizada, se dejó caer sobre una silla. Le dolía la espalda y estaba cansada; no tenía ánimos para enfrentarse a aquella situación otra vez.

—Cálmate, Jacob —le pidió con desgana—. No grites, te lo ruego. Te prepararé un poco de café…

Jacob dio un puñetazo a la mesa. Los cacharros que había ido dejando encima saltaron delante de la cara de Sarah con gran estruendo. Se sobresaltó.

—¡No quiero tu mierda de agua sucia! ¡Quiero comer, cojones! ¿Eres tan estúpida que no puedes entenderlo?

Sarah le clavó los ojos con una mirada severa.

—No empieces a insultarme, Jacob.

—¡Cállate y no me grites! ¡Me duele la cabeza!

—No me extraña. Llevas más de dos días durmiendo…

Jacob enrojeció de ira y apretó los dientes. Agarró a Sarah por el cuello del vestido y la levantó en vilo de la silla para gritarle a la cara.

—¡Estoy enfermo!, ¿es que no lo ves? ¡Enfermo! —repitió antes de lanzarla contra la pared—. ¡Pero tú eres una maldita egoísta y sólo piensas en ti! ¡Necesito comida y no me la das! ¡Necesito medicinas y no me las das! ¡No quieres darte cuenta de que estoy mal, muy mal! ¡Quisieras verme muerto!

—Jacob, por favor… —Sarah se pegaba a la pared. Hubiera querido que el muro se la tragase y desaparecer de allí.

Él rompió un plato contra la mesa y blandió un pedazo afilado frente a los ojos de ella.

—¡Yo también quisiera verme muerto! ¡Odio esta vida de mierda! ¡No soporto vivir! ¡No lo soporto más! ¡No lo soporto!

Sarah miró el filo del plato. Luego, la cara desencajada de Jacob. También miró sus dedos crispados, sus ojos encendidos y su boca de fiera. Y sin pensárselo dos veces, le abrazó. Le abrazó con fuerza, sujetándole los brazos, apretándolo contra su cuerpo.

El trozo de plato cayó al suelo al tiempo que Jacob se desmoronaba.

—No lo soporto… —sollozó Jacob con la cara enterrada en el cuello de Sarah—. No puedo más…

Sarah le acarició la espalda como si fuera un niño.

—Tranquilo. Tranquilo. Yo estoy contigo. Estoy contigo…

Jacob se hundió en su abrazo. Abatido y destrozado, parecía un trapo.

—¿Qué me está pasando, Sarah? ¿Qué me ocurre? Yo no quiero hacerte daño… No quiero comportarme así… Lo siento mucho. Lo siento…

—Ya lo sé, Jacob. Necesitas ayuda, los dos la necesitamos. Pero saldremos juntos de esto, ya lo verás. Te lo prometo. Te lo prometo, Jacob.

Él lloró en sus brazos. Nada le hacía sentirse bien, pero los brazos de Sarah eran el único lugar hermoso del mundo, del mundo distorsionado y oscuro de Jacob.

Sarah habló con Carole Hirsch y ella les consiguió una cita con el doctor Vartan en su domicilio.

El doctor Vartan vivía en Le Marais, en un piso que compartía con otros dos internos del hospital Rothschild: un joven farmacéutico judío que había huido de Polonia en 1939 y un pediatra de Rouen.

El médico quiso ver primero a Jacob a solas. Al cabo de más de una hora, el doctor Vartan regresó a la salita donde había permanecido Sarah esperando.

—¿Dónde está Jacob? —le preguntó alarmada al comprobar que venía solo.

—No se inquiete, mademoiselle Bauer. El doctor Wozniak está con él —afirmó, refiriéndose al farmacéutico polaco.

—¿Cómo está?

El doctor Vartan se sentó al lado de ella en el bonito rincón junto al balcón por el que entraba el sol y la punta de una rama cargada de hojas del castaño que se erguía desde la calle. La conversación sería larga.

Se quitó las gafas, se las limpió y volvió a ajustárselas. Parecía cansado.

—Lo primero que ha hecho ha sido pedirme más cocaína. Temí que algo así pudiera pasar…

Sarah no supo qué decir; no entendía muy bien a qué se refería el doctor Vartan. Si cocaína era todo lo que necesitaba Jacob, la solución al problema parecía sencilla. ¿Dónde estaba el temor?

El doctor Vartan continuó hablando. Quizá más para sí mismo que para Sarah.

—Pensé que suministrada en un período corto de tiempo no produciría adicción y que una vez superado el síndrome poscocaínico no habría síndrome de abstinencia. Pensé que no quedarían secuelas… Pero me equivoqué. Mucho me temo que me equivoqué.

El doctor Vartan era psiquiatra y neurocirujano. Antes de que las leyes antisemitas prohibieran a los facultativos judíos ejercer en hospitales públicos, había desarrollado la mayor parte de su carrera en el Centro para la Prevención de Enfermedades Mentales del hospital psiquiátrico de Sainte-Anne, investigando en el campo de la farmacopsiquiatría y el empleo de medicamentos en el tratamiento de desórdenes psíquicos. Había seguido de cerca los trabajos de Freud, Pavlov, Baruk, Gutiérrez Noriega y otros investigadores destacados en el campo de las terapias con drogas. Sin embargo, la ocupación alemana le había obligado a dejar de lado su vocación y convertirse en cirujano, médico y enfermero para todo en el hospital Rothschild. Tenía que reconocer que cuando se le presentó el caso de Jacob y su fuga, se lo tomó como una oportunidad excitante de experimentación. Sin ir más lejos, la catalepsia inducida por cocaína sólo había sido ensayada en animales y nunca en humanos. Pero lo que más atraía al doctor Vartan de este experimento era estudiar las propiedades adictivas de la cocaína y sus efectos neurológicos en el ser humano. Jacob había sido un conejillo de Indias, sí. Por eso en todo momento el doctor quiso asegurarse de que su paciente conocía los riesgos de la fuga. Aunque… ¿cómo iba a conocerlos Jacob si ni él mismo los conocía al cien por cien? Era muy posible que, en su caso, la muerte no fuera el peor de los riesgos.

El doctor Vartan contempló a Sarah: tan joven, tan hermosa, tan acosada por la crueldad y el sinsentido de aquellos tiempos… ¿A qué clase de locura había arrastrado a esa pobre gente?

—Jacob no tiene problemas físicos —intentó explicarle a Sarah—. Pero ha desarrollado trastornos mentales a causa de la cocaína que le suministré para la fuga.

—¿Trastornos mentales?

—El insomnio, la fatiga, la apatía, los arranques de ira, las conductas autodestructivas, la depresión, incluso esa delgadez extrema y los dolores de cabeza, todo tiene un origen exclusivamente psíquico. El cuerpo de Jacob está bien, su mente no.

—Pero… eso es lógico, ¿no? Son traumas originados por lo que ha tenido que pasar…

El doctor Vartan negó pesaroso con la cabeza.

—Tal vez esos traumas agraven su situación, pero la auténtica causa de sus trastornos es la cocaína. Antes de que recibiera la droga, Jacob no mostraba ninguna sintomatología patológica, su comportamiento era normal. El hecho de que esté desesperado por volver a consumirla, por tomar analgésicos o cualquier otro medicamento pensando que le procurará alivio y la misma sensación de euforia que le daba la cocaína es prueba de su adicción. Lo que me gustaría saber es si la droga ha producido algún tipo de daño neurológico y, en caso de que fuera así, si es reparable —volvió a hablar como si estuviera en un laboratorio.

—Quiere decir que hay una solución, que Jacob se pondrá bien…

Ante la angustia de Sarah, el doctor Vartan no se atrevió a ser derrotista.

—Quiero decir que vamos a intentarlo. Jacob necesita atención y tratamiento adecuados.

—¡Pero no puede volver a ingresar en el hospital! —se alarmó Sarah—. Lo detendrían otra vez. Aunque tenga una nueva identidad y unos papeles falsos, su único ojo es un rasgo delator.

—Lo sé, mademoiselle Bauer, y no es mi intención devolverlo al hospital.

Sarah se sentía desesperantemente confusa. El lenguaje críptico y las escasas palabras del médico le resultaban desconcertantes, y estaban poniéndola más nerviosa de lo que ya estaba.

—Entonces, ¿qué tengo que hacer? —rogó una explicación.

—Usted, nada. Simplemente confiar en mí y dejar que Jacob se quede bajo mi custodia y mi atención. Lo alojaré aquí mismo, en mi casa, y entre el doctor Wozniak y yo estudiaremos su caso y le aplicaremos el mejor tratamiento posible. Sólo así existe alguna esperanza de que se recupere.

Sarah apenas podía dar crédito a tanta generosidad en aquellos días duros y crueles que habían convertido tales gestos en un recuerdo del pasado.

—¿Estaría usted dispuesto a hacer eso por Jacob…? ¿Por qué?

¿Por curiosidad? ¿Por interés científico? ¿Porque quería anotar cada uno de los detalles del caso y elaborar toda una tesis en torno a él…? ¿Porque se sentía culpable…? El doctor Vartan no estuvo seguro.

—Porque es la única solución posible. —Huyó de explicaciones.

Sarah bajó los ojos: si sólo había una solución, ¿qué iba ella a objetar?

—Entiendo… ¿Puedo hablar con él?

—Es mejor que no. Si la ve a usted, es probable que no acceda a quedarse… Él no ha venido a mí en busca de una cura, él ha venido a mí en busca de droga.

—Hay algo más, doctor…

El doctor Vartan ladeó la cabeza en actitud receptiva pero temiendo escuchar aquello que Sarah tuviera que contarle.

—Jacob va a ser padre en otoño, pero él no lo sabe… Nunca encontré el momento adecuado para darle la noticia.

Automáticamente, deslizó la mirada hacia el vientre de Sarah. Ahora que se fijaba…

—¿Está usted embarazada?

Ella asintió.

Tras meditarlo brevemente, el médico añadió:

—Es mejor no decirle nada. Al menos, de momento. No sé muy bien cómo podría afectarle una noticia así… Iremos viendo cómo evoluciona… No se preocupe, mademoiselle Bauer, Jacob estará bien aquí.

Sarah le sonrió agradecida.

No tener que vivir con Jacob… No tener que decirle que esperaba un hijo suyo… No verse obligada a soportar su ira, sus gritos o sus insultos… No era preocupación lo que Sarah sentía, era alivio, y estaba segura de que eso la convertía en una mala persona.