Un borroncillo de tinta
A las diez de la mañana ya había dejado a Teo de camino a la Gare de l’Est —pues su segunda sesión fotográfica tendría lugar en estaciones de ferrocarril—, y me dirigía en tren a La Courneuve para volver a adentrarme en el maravilloso mundo de la investigación documental.
Como había dicho el doctor Arnoux, el listado de personal de su archivo no era del todo exhaustivo: básicamente contenía nombre, cometido e información sobre el paradero del sujeto en cuestión en el momento de la instrucción judicial. Tampoco se trataba estrictamente de un listado de personal pues incluía a cualquiera que hubiera mantenido contacto directo o indirecto con el ERR: marchantes, intermediarios, políticos, militares, compradores particulares, casas de subastas, empresas de transporte… Además, el personal alemán aparecía mezclado con el personal francés, el militar, con el civil, y el listado no daba la impresión de estar organizado en base a ningún criterio lógico. La tarea de revisar aquello resultó tediosa a más no poder: un nombre detrás de otro, un cometido detrás de otro, un lugar detrás de otro… Parecía Dustin Hoffman en Rain Man memorizando la guía de teléfonos.
No sé cuántas horas llevaba trabajando, pero para cuando me hallaba a mayor profundidad en aquella particular inmersión, alguien me sacó de golpe a flote con unos toquecitos en el hombro. Di tal respingo que resultó casi cómico.
—Lo siento. No era mi intención asustarla.
—¡Doctor Arnoux! No le he visto llegar…
—Ya me he dado cuenta —sonrió—. Sólo quería saludarla. Pasaba por aquí y… —titubeó hasta que decidió cambiar de tercio—. ¿Cómo va su trabajo?
No pude contener una mueca bastante expresiva.
—Mal, la verdad. Georg von Bergheim parece un fantasma: de momento no lo encuentro por ningún lado.
—Ya le dije que no era un listado muy completo. Quizá debería probar a consultar el archivo de la Shoah…
—¿La Shoah?
—El Memorial del Holocausto. Ellos tienen copia de la mayoría de los documentos del ERR que se trasladaron a Berlín. Puede que también cuenten con reproducciones de los registros internos de personal.
—Creo que primero terminaré con esto —anuncié mirando el tocho de papel polvoriento sobre la mesa—. Si Von Bergheim sigue sin aparecer, tal vez lo intente.
—Estaré aquí hasta la hora de comer. Si considera que puedo ayudarla en algo, no dude en decírmelo: tercera planta, despacho E.
—Muchas gracias, así lo haré.
Aunque me mostraba cortés, me divertía la idea de que al marcharse me haría el saludo surfero con la mano o me desearía paz y buen rollito. Obviamente, no hizo nada por el estilo: se limitó a dar media vuelta y se alejó con el andar ágil de quien tiene las piernas largas. Sonriendo con lo absurdo de mi ocurrencia, volví a mi lista.
Un poco antes de que decidiera tomar un descanso para comer, se encendió la lucecita roja de mi BlackBerry avisándome de que tenía un e-mail. ¿Del doctor Arnoux?, lo miré extrañada.
Ahora mismo, estoy justo detrás de usted. Por cierto, está cantando en voz alta :D
Me giré automáticamente y le vi plantado frente a mí, sonriendo como un niño travieso. Me quité los cascos del iPod.
—No quería volver a asustarla y no sabía cómo evitarlo.
—¿En serio estaba cantando muy alto?
Asintió.
—¡Dios mío, qué vergüenza!
El doctor Arnoux sonrió y miró por encima de mi hombro.
—Veo que sigue con el listado —observó antes de sentarse a mi lado.
Yo suspiré y asentí al tiempo.
—Se me ha ocurrido algo que quizá pueda serle de utilidad…
—¿De verdad? Sería estupendo. Esto empieza a cansarme, sobre todo porque no estoy convencida de estar siguiendo el camino correcto.
—Voy a tomar algo por aquí cerca. Si le apetece venir conmigo, se lo cuento mientras comemos.
—De acuerdo. Pero con dos condiciones…
El doctor Arnoux pareció un poco sorprendido de que fuera a poner condiciones a lo que él ofrecía por cortesía.
—Que nos acompañe Teo Díaz, la persona que…
—¡Ah, sí! Quien le ayuda en la investigación. —Asentí… sin gran convencimiento. De hecho, no tardaría demasiado en confesarle cuál era la verdadera naturaleza de nuestra relación; lo haría durante la comida—. Es que ya había quedado con él.
—Claro, no hay problema. ¿Cuál es la segunda?
—Que dejemos de tratarnos de usted. Le aseguro que me está costando horrores hacerlo con alguien que debe de tener mi edad, por muy doctores que ambos seamos. Si tuviera que usar este trato formal durante toda la comida, se me haría muy cuesta arriba.
El doctor Arnoux sonrió. Supuse que con esa pinta de Tarifa surfer desaliñao que llevaba, mi propuesta habría sido acogida con alivio.
—Pues adelante, Ana. Recoge tus cosas y vamos a comer.
Durante la comida, Alain, nos contó que cuando los alemanes ocuparon París en junio de 1940 se encontraron con el problema de ubicar a todo el contingente humano que desplazaban: personal civil, administrativo, ejército, SS. Para la tropa se construyeron barracones a las afueras de la ciudad, organizados en campamentos militares, o bien se habilitaron grandes instalaciones como escuelas, almacenes y naves industriales. En ocasiones, en virtud de una ordenanza del nuevo gobierno, las familias parisinas se veían obligadas a alojar en sus casas al ocupante, a cambio de una pequeña compensación económica para sobrellevar los gastos extra del nuevo inquilino. Para el resto, sobre todo los altos cargos militares y civiles, se emplearon los principales hoteles del centro, en especial los establecimientos de mayor lujo; contaban con las habitaciones necesarias, el servicio requerido y las instalaciones adecuadas para ello. Hoteles como el Lutetia, el Crillon, el Meurice y el George V, entre otros, fueron el hogar dorado de muchos alemanes destinados en el París ocupado. La Militärbefehlshaber in Frankreich, la Comandancia Militar en Francia, llevaba un control de todo el personal alojado en París. Si Von Bergheim estuvo en la ciudad, tendría que figurar en esos registros. En concreto, parecía posible que Georg von Bergheim, como comandante de las SS asignado al Einsatzstab Rosenberg, se hubiera alojado en el Hotel Commodore, que fue el alojamiento asignado al personal alemán de alto rango del ERR durante los primeros años de la Ocupación.
En cuanto regresamos al archivo, Alain se hizo con los registros. Abrimos la carpeta que comprendía el período entre noviembre de 1940 y noviembre de 1942, buscamos el mes de diciembre de 1941, fecha de la carta de Von Bergheim, y…
—Voilà! —exclamó Alain, marcando la anotación con un dedo sobre el papel.
—¡Coño! —saltó Teo.
—Dios mío… —murmuré yo, despertando del escepticismo.
Von Bergheim estaba allí, apenas teníamos su nombre y una fecha en tinta borrosa sobre un papel amarillento, pero parecía haber cobrado vida de pronto, como cuando en La rosa púrpura de El Cairo, el protagonista de la película sale de la pantalla y se convierte en un hombre de carne y hueso. Von Bergheim ya no era sólo un capricho de Konrad, era real.
—Un momento —advirtió Alain—. Mirad: está registrado el 4 de diciembre en la habitación 202, pero la fecha de salida es del 5 de diciembre.
—¿Sólo estuvo una noche? —quise confirmar extrañada.
Alain pasó la vista por las siguientes páginas del registro; las volvía con el cuidado de quien conoce el valor de los documentos históricos, pero las miraba con la pericia de quien está muy acostumbrado a manejarlos.
—¡Aquí está otra vez! 23 de abril de 1942; de nuevo, habitación 202.
—¿Por qué estaría sólo una noche en París para volver cuatro meses más tarde?
—Sabía que regresaría —apuntó Alain—. Puede que esa única noche fuera para instalarse en la ciudad, acomodar sus cosas. Por eso mantenía la misma habitación, la suya, en la que ya estaba instalado.
—¿Y qué haría entretanto?
—Pues, cari, buscar el cuadrito famoso. Ése era su trabajo, ¿no? —me contestó Teo en español, pues aunque había entendido mi pregunta en francés no era capaz de responderla en el mismo idioma.
Lo fulminé con la mirada. Se suponía que eso era un asunto reservado.
Por suerte, el español con acento cheli afeminado de Teo era incomprensible para Alain, que, ajeno al comentario, volvió al primer registro de Von Bergheim. Los tres nos quedamos mirándolo como esperando que nos hablase.
—¡Ja! ¡Qué guarretes! Hicieron un borroncillo de tinta… —observó mi amigo.
Alain le miró confuso y yo le traduje. Entonces, acercó más la vista al papel y pasó el dedo por el supuesto borrón.
—No es una mancha —concluyó—. Es un asterisco, una llamada…
Según pronunciaba estas palabras deslizó su dedo hacia el final de la página. Allí remarcó una línea escrita al margen de la cuadrícula donde se registraban los alojados en el hotel.
—Rhein Palast, 2, Reichsplatz, Straßburg. Palacio del Rin, plaza del Reich, 2, Estrasburgo. Es la dirección de la Kommandantur nazi, cuando Estrasburgo era parte del Tercer Reich. Ya sabemos dónde estuvo tu esquivo comandante.