El mal trago que me llevé

Si Alain Arnoux no había sido abducido por los extraterrestres, ni se encontraba preso en una cárcel de la CIA, entonces no había respondido a mis llamadas ni a mis mensajes simple y llanamente porque no le apetecía. De haberme parado a pensar eso antes de lanzarme impulsivamente al asalto de su casa, me habría ahorrado el mal trago que me llevé aquella noche.

El doctor Arnoux vivía en la rue de Montorgueil, situada en el distrito II, en pleno centro de París. La rue de Montorgueil es uno de esos tesoros que todavía perviven en un París invadido de turistas, que en ocasiones se asemeja más a un escenario de cartón piedra que a una ciudad con alma y vida. La rue de Montorgueil conserva el sabor de calle de barrio y una atmósfera popular. Es una arteria peatonal en la que todavía hay más boulangeries, boucheries y poissoneries que tiendas de recuerdos y restaurantes de comida rápida, en la que se puede ver a los parisinos cargar con la cesta de la compra o pasear tranquilamente empujando un carrito de bebé; que los domingos se llena de los colores del mercado callejero y en la que se forman largas colas frente a la panadería para comprar los croissants del desayuno y un pastel para el postre. Un milagro de cotidianidad a pocos pasos del Louvre.

Su apartamento se situaba en la segunda planta de un edificio antiguo, sin grandes aderezos, en cuya lisa fachada lo único que resaltaba eran las jardineras de flores rojas de los balcones del primer piso. Tampoco pasaba desapercibido el portón de entrada pintado de azul cielo, encajonado entre una farmacia y una frutería regentada por vietnamitas que, a pesar que ya daban más de las siete de la tarde, seguía abierta.

Aprovechando la llegada de una vecina, accedí al portal sin tener que llamar al telefonillo. Dentro había un patio interior, como una cochera, con algunas macetas y un par de bicicletas apoyadas en una esquina. Por las ventanas que a él se asomaban se escapaban aromas de tortilla francesa y sonidos de trajinar de vajillas, lo que me recordó que aunque para mí era casi la hora de merendar o de tomar una cañita, para los franceses ya era hora de cenar. Fugazmente se me pasó por la cabeza la idea de que tal vez no fuera un buen momento para hacer una visita, pero como ya había llegado hasta allí, la deseché al instante.

Atravesé el patio empedrado y subí al segundo piso por las escaleras, puesto que no había ascensor. Llamé a la puerta bajo la letra A y aguardé el tiempo necesario para darme cuenta de que estaba algo inquieta: siempre me ponía nerviosa cuando llamaba al timbre de un extraño.

A los pocos segundos, la puerta se entreabrió con pereza.

—¿Quién es? —preguntó desabridamente alguien que apenas asomaba la nariz.

—¿Alain?

Aunque mi entonación había dado a la respuesta un cariz de pregunta y mi voz había sonado débil y trémula, fue como si hubiera pronunciado el santo y seña: la puerta se abrió por completo, dejando a la vista un panorama poco halagüeño.

Entre las sombras de una casa oscura, apenas iluminada al fondo por el reflejo blanquecino e intermitente de un televisor, apareció un hombre barbudo, despeinado y vestido con una camiseta arrugada, y lo que esperaba fueran unos pantalones cortos y no unos calzoncillos.

—¿Alain? —volví a preguntar con más extrañeza que interés.

—Ana… No… Yo no…

Creo que fue en aquel instante cuando por primera vez me arrepentí de haber ido hasta allí. Aunque durante el resto de la noche, no dejaría de lamentarme en sucesivas y múltiples ocasiones.

—Perdona. No quería molestarte… Estabas durmiendo… Hablaremos en otro momento… o no. Bueno, que ya… veremos.

Mi discurso fue incoherente. ¿Cómo se podía ser coherente en aquella situación tan embarazosa? En realidad, lo único que quería era volatilizarme, desaparecer de aquel descansillo sin dar demasiadas explicaciones.

—No, no estaba durmiendo. Pasa.

Alain se hizo a un lado para dejarme entrar, pero entrar allí era lo último que yo deseaba hacer. Empecé a pensar que me había equivocado al juzgarle y que Alain podía ser más peligroso de lo que había creído: realmente un enemigo.

—No, no, gracias. Si de verdad que no…

—Vamos, pasa.

Intuí que se trataba de entrar o huir. Y no se me ocurría ninguna forma de huir dignamente.

Cuando Alain cerró la puerta a mi espalda, mi nerviosismo se acrecentó. Dentro del apartamento no había casi luz y el ambiente estaba muy cargado, como si llevaran semanas sin abrir las ventanas y una nube de vapor pegajoso flotase en el aire. Me dije que era una inconsciente por haberme presentado en su casa, en la casa de un extraño. ¿Qué sabía yo de Alain? Su comportamiento había sido raro desde el principio; amable e incluso encantador, de hecho, inusualmente amable y encantador, como un refinado psicópata. Y yo misma, como una estúpida, me había puesto en sus manos. Si quisiera, podría descuartizarme y guardar mis trocitos en aquella casa… Desde luego que allí olía como si descuartizara y almacenara a quienquiera que le visitase.

Alain encendió la luz y me sentí un poco mejor. El pequeño recibidor formaba parte de un igualmente minúsculo salón. Alain me adelantó para entrar en él.

—Está todo hecho un desastre. Llevo varios días sin pisar la casa —me explicó mientras recogía aquí y allá con torpeza.

Parecía una excusa. Aquel desorden era producto de las últimas horas: una maleta abierta que parecía haber vomitado ropa por todos los rincones, trozos resecos de pizza en su caja de cartón, patatas fritas aplastadas en el suelo, un montón —más de las que una persona debería beberse— de latas de cerveza vacías tumbadas en la mesa y una botella de vino a medias. Con todo aquello el doctor Arnoux bien podía haber dado una fiesta, aunque, o mucho me equivocaba, o la fiesta la había celebrado sin invitados.

—Será mejor que me marche. No es un buen momento.

Alain apagó el televisor y por fin cesó la monótona locución en francés que interfería nuestras palabras.

—Ya que estás aquí… —Se encogió de hombros—. ¿Quieres tomar algo? Me temo que cerveza no queda… ¿Vino?

Plantado en medio del salón, me ofreció la botella abierta. Entonces, a la luz de las bombillas, terminé de percatarme de lo deplorable de su aspecto: sucio como si llevara días sin lavarse y demacrado como si llevara días sin dormir, con una espesa barba desgreñada que le cubría la cara, parecía un mendigo de los que deambulan por las calles arrastrando un carrito rebosante de trastos.

—No, gracias —rechacé su ofrecimiento, sin poder ocultar un gesto de repulsión.

Él volvió a encogerse de hombros y le pegó un buen lingotazo a la botella. Como no podía ser de otro modo, se limpió la barba manchada de vino con el dorso de la mano.

—Si no has venido a beber conmigo, ¿a qué has venido entonces? No querrás hablar ahora de ese asunto tuyo…

—Ya no. Tal vez mañana podamos vernos en tu despacho, cuando estés… —iba a decir sobrio pero me callé.

Alain se dejó caer sentado sobre el brazo del sofá.

—Mañana no iré a la universidad. Estoy de vacaciones. Pero ya creí haberte dejado claro que no quiero saber nada del caso Bauer.

—Esto no es el caso Bauer —repliqué ingenuamente, como si estuviera hablando a una persona con capacidad de razonar.

—Claro que no… ¿Qué caso es, doctora? Tal vez sea éste un buen momento para que dejes de mentirme y me cuentes qué estás investigando en realidad. ¿O te has creído que soy tan idiota como para tragarme el cuento de la biografía?

—Mejor me marcho.

—Ah, disculpe su majestad si la he ofendido con mi sinceridad. Entiendo que no estés habituada. Dicen que sólo los niños y los borrachos dicen la verdad.

—Siento haberte molestado. Ya me voy…

Me di la vuelta para enfilar hacia la puerta y salir de aquel lugar espantoso. Pero él se levantó de un salto y me agarró de un brazo para detenerme.

—¡Oye, guapa! Espera un momento. ¿Crees que puedes presentarte aquí a darme la vara con tus historias y largarte así, sin más? ¿Crees que voy a seguir dejando que me tomes por imbécil? ¿Vas a decirme lo que te traes entre manos, o qué?

Su aliento de taberna en mi cara resultó tan repugnante como la forma en la que me estaba tratando. No sé si me sentía más furiosa que asustada; sin embargo, fuera el que fuese el motivo de mi nerviosismo, me produjo una incontenible diarrea verbal.

—¿Y tú? ¿Qué te traes tú entre manos? ¿Te parece gracioso hacerte pasar por Georg von Bergheim? ¿Qué es lo que te has creído? ¿Te has creído que conseguirías asustarme? Yo no te he pedido que me ayudes, ¿entiendes?

Alain me miró con ojos vacíos de borracho. Parecía totalmente desconcertado. Su imagen resultaba tan patética que el temor que aquella situación me inspirara en un principio se volatilizó de repente: aquel hombre apenas era capaz de sostenerse en pie, y menos aún de hacerme daño. De una sacudida, me deshice de él.

—Suéltame y vete a dormir la mona —le ordené con desprecio antes de abrir la puerta y correr escaleras abajo.

Desde el umbral de su casa, Alain siguió profiriendo con lengua de trapo sus incoherencias:

—¡Eso, fuera! ¡Márchate de aquí y déjame en paz! ¡Lárgate con tu cuento a otra parte! ¡Vete a aprovecharte de otro idiota!… ¡Además, ya te lo dije! ¡Ya lo sabías! ¡No quiero tener nada que ver con los malditos Bauer! ¡Ya lo sabías, joder!

Sus gritos me acompañaron hasta el portal y cruzaron conmigo el patio, al que empezaba a asomarse algún vecino alarmado por el escándalo.

Al llegar a la calle me temblaba el cuerpo entero y tenía ganas de llorar. Sin embargo, no solté ni una lágrima; quemé toda la adrenalina caminando a marchas forzadas hacia el apartamento mientras le dedicaba mentalmente al doctor Arnoux toda clase de insultos e improperios a cada cual más malsonante, sucio y ordinario.