Septiembre, 1942
«La llama de la Resistencia francesa no debe apagarse ni se apagará jamás», Charles de Gaulle. La Resistencia francesa estuvo formada en sus inicios por una multiplicidad de grupos desorganizados y descoordinados que llevaban a cabo acciones armadas, de sabotaje, propaganda, prensa clandestina, redes de evasión, huelgas y manifestaciones. Sólo un tres por ciento de la población formó parte de la resistencia activa, pero la organización contó con una gran complicidad popular sin la que nunca hubiera podido sobrevivir.
Marion apagó la luz, abrió la ventana, se metió en la cama y le dio las buenas noches. Por el crujido de sábanas y muelles, Sarah supo que se estaba acomodando para dormir. Ella intentó hacer lo mismo. Pasaron quince minutos. Diez. Cinco… A la media hora seguía despierta, con los ojos muy abiertos deambulando por las formas negras de la habitación. No entraba claridad por la ventana porque París, la ciudad de la luz, era una ciudad oscura desde hacía mucho tiempo.
—Marion, ¿te has dormido ya?
—No.
—No me puedo dormir… Estoy preocupada.
Silencio y sombras.
Sarah se incorporó para mirar el bulto de su amiga sobre la cama. Permanecía inmóvil y de espaldas. No parecía muy dispuesta a hablar. Pero a Sarah no le importó; ella no necesitaba que le hablaran, ella necesitaba que la escucharan.
—Es por Jacob.
—Jacob no es la clase de tipo por el que tengas que preocuparte —se pronunció por fin Marion—. Duérmete, cariño.
—Es que, Marion… ¡lleva una pistola! —exclamó Sarah a pesar de estar susurrando—. Se la he visto hoy, mientras estábamos en el cine. Había dejado su chaqueta sobre el reposabrazos de nuestras butacas y noté dentro del bolsillo algo grande y duro…
—¿Y estás segura, cariño, de que era una pistola? Tal vez estuvieras tocando otra clase de arma… —Marion no pudo evitar el chascarrillo procaz; se lo habían puesto en bandeja.
—¡Marion! ¡Esto es serio! —protestó Sarah. El comentario le había molestado por frívolo más que escandalizado por indecente—. Sin que se diera cuenta metí la mano en el bolsillo: ¡era una pistola!
Por fin, Marion decidió darle al asunto la importancia que merecía.
—Pregúntale a él por qué la lleva.
—Ya lo he hecho. Y se ha puesto como una furia. Me ha gritado, me ha dicho que no me meta en lo que no me importa y se ha marchado sin acompañarme hasta aquí… Temo que esté metido en un lío. Conociéndole…
Sarah aguardó a que Marion hiciera algún comentario, pero como la chica no decía palabra y el silencio se le hacía incómodo optó por continuar:
—No sé por qué se tiene que poner así conmigo. Ni siquiera mi padre me había gritado nunca de esa manera. Después de todo, sólo me preocupo por él.
—Y él sólo quiere protegerte, cariño. ¿Que puede que se le vaya la mano? Pues sí. Se lo tengo dicho mil veces, pero… —Marion se encogió de hombros y se dio la vuelta en la cama; creía haber zanjado el tema con habilidad—. Es tarde. Vamos a dormir.
Pero para Sarah el tema no estaba ni mucho menos zanjado. Cogió el cable de la lamparita y le dio al interruptor; la luz le hizo cosquillas en las pupilas contraídas.
—¡Jolines! ¡Apaga eso! ¿Quieres que toda la policía de París se nos eche encima por encender la luz? —protestó Marion mientras enterraba la cabeza bajo la almohada.
—Dime la verdad, Marion: tú sabes en lo que anda metido Jacob.
—¿Y qué si lo sé?… No pienso decirte nada. Jacob me mataría.
—Y si no lo haces, te mataré yo —se envalentonó Sarah.
Marion sacó la cabeza desgreñada de debajo de la almohada y soltó una carcajada.
—Pero ¡si tú no matarías ni a una mosca, cariño!
—Bueno… puede ser. Pero ¡no tenéis derecho a tratarme como a una niña pequeña! ¡Quiero saber qué es lo que está pasando!
Marion se lo pensó durante unos segundos. Estaba verdaderamente convencida de que Jacob sobreprotegía a Sarah; así, la chica no espabilaría jamás.
—Jacob está en la Resistencia —confesó abrazada a la almohada—. ¡Y ahora apaga esa luz, por Dios!
¿La Resistencia? Sarah no sabía muy bien qué significaba eso. Claro que había oído hablar de ella, pero quiénes eran y lo que hacían… exactamente no lo sabía. En ocasiones, algunos chicos le habían repartido pasquines a la salida del metro con consignas para enfrentarse al ocupante nazi, hasta que llegaba la policía y los dispersaba entre una lluvia de palos y papeles subversivos. Incluso una vez, de camino al trabajo, vio un corrillo de personas en torno a algo. «¿Qué ha pasado?», preguntó un señor a uno de los mirones. «Han matado a un soldado alemán», contestó el mirón al tiempo que una señora, francesa, se santiguaba y afirmaba con desprecio: «Han sido esos terroristas. Los de la Resistencia». Pero Sarah ni siquiera había podido ver el cadáver; cuando llegó la feldgendarmerie, los echaron a todos.
—Pero… ¿es que es un terrorista? —preguntó Sarah, intentando poner en orden su mente confundida.
—¡De eso nada, cariño! —exclamó Marion con vehemencia—. ¡Jacob es un héroe! ¡Como todos los que pensamos que hay que plantarles cara a esos cerdos de los nazis! Hay que echarlos de Francia. El mejor nazi es el nazi muerto, te lo digo yo.
—Pero Jacob… ¿Jacob también los mata? —quiso saber Sarah, deseando que la respuesta fuera que su amigo sólo repartía pasquines.
—Con sus propias manos —afirmó Marion henchida de orgullo—. Esa pistola que lleva se la quitó la semana pasada a un soldado alemán en el Pont Neuf. Era de noche, lo atacó por la espalda y lo estranguló. Después escapó por la orilla del río. Tenías que haberlo visto, cariño.
A Sarah se le puso la carne de gallina. Definitivamente, no querría haberlo visto.
—¿Y si os detienen, Marion? ¡Es muy peligroso!
—Ya detienen a quien les da la gana por no haber hecho nada. Si un día nos pillan, al menos nos habremos llevado a unos cuantos cerdos por delante.
Sarah se pasó toda la noche despierta. No sabía qué pensar. Desde pequeña le habían enseñado que matar era un pecado terrible; «No matarás», era el principal mandamiento de la Ley Divina. Pero también era cierto que los nazis asesinaban impunemente… El rabino Ben dijo que los nazis habían matado a su padre. A veces a Sarah le costaba creerlo… En los pocos tratos que mantenía con los alemanes le solían parecer gente amable y educada, salvo raras excepciones, como la de aquellos soldados camorristas que entraron en la librería. Pero también había franceses camorristas y asesinos…
Lo que sí hizo Sarah fue empezar a atar cabos, a comprender muchas cosas. Jacob nunca había ocultado su odio por los alemanes, siempre hablaba de ellos con desprecio. Además, su amigo era de naturaleza ruda y agresiva. Y Marion… Bueno, Marion se comportaba de forma cariñosa con los ocupantes, pero también su naturaleza era ruda y agresiva. Y Sarah comenzó a comprender por qué casi todas las noches se pegaba a una radio que ocultaba en lo alto del armario y escuchaba los programas franceses que se emitían por la BBC desde Londres: Honeur et Patrie y Les Français parlent aux Français, retransmitidos por Maurice Schumann, un colaborador de De Gaulle. Estaban prohibidos por los alemanes pues se incitaba al pueblo francés a resistirse contra el invasor, a la vez que se alababan los éxitos militares de los Aliados en el frente.
Se sentía a la deriva en medio del mar, rodeada de corrientes que pasaban por su lado y la rozaban; que la empujaban a veces en una dirección, a veces en otra; que no comprendía muy bien de dónde venían ni adónde iban. Pero a pesar de aquel vaivén que la mareaba y confundía, se dio cuenta de que tenía que tomar partido, de que había llegado el momento de parar de dejarse a la deriva y empezar a remar en la dirección que ella misma escogiera. Pero Sarah tenía miedo.
Desde que los alemanes habían ocupado Francia, su padre había muerto, su familia había desaparecido, ella se había visto obligada a abandonar su hogar, el lugar en el que se sentía segura, y huir; vivía en una pensión de tercera, malcomía y vestía ropa vieja, se le revolvía el estómago de terror cada vez que se cruzaba con un soldado alemán, no tenía los papeles en regla y a veces se sabía tan sola que no podía contener las ganas de echarse a llorar… Desde que los alemanes habían ocupado Francia, su vida era un infierno. Pero Sarah tenía miedo.
Al amanecer, seguía sin comprender muy bien de qué iba todo aquello de la Resistencia y seguía teniendo miedo, sin embargo, ya había tomado partido.
El señor Matheus echó el cerrojo a la librería y se despidió de Sarah hasta el día siguiente. Justo en el momento en que la muchacha enfilaba su ruta habitual de vuelta a casa divisó, al otro lado de la acera, a Jacob. Estaba apoyado en un buzón de correos; la gorra le caía sobre los ojos y bajo la visera asomaba un pitillo cimbreante, pues Jacob no encendía los pitillos, los masticaba para que le durasen más. Quizá se estuviera sugestionando, pero Sarah pensó que la pinta de Jacob era cada vez más pendenciera.
Sorteando un par de bicicletas y el carro de un chatarrero, cruzó la calle y llegó junto a él.
—Hola, Jacob. —El muchacho le respondió con un movimiento de cabeza—. ¿Has venido a buscarme o es que sólo pasabas por aquí?
El otro sonrió y mostró el pitillo preso entre los dientes. Con un golpe de dedo levantó la visera y dejó al descubierto sus grandes ojos negros de buen judío.
—En realidad, he venido a traerte esto…
Tan ágil como un prestidigitador, el chico se sacó del bolsillo una tableta de chocolate.
—¡Oh, Jacob! ¿Ya has vuelto a gastarte el sueldo en chocolate?
—Es por cómo te traté ayer.
Sarah se quedó mirando a Jacob y al chocolate; si esperaba mayor elocuencia, se equivocaba.
—¿Qué? ¿No lo quieres?
Con pereza mal disimulada, alargó el brazo para cogerlo y después le plantó a su amigo un fugaz beso en la mejilla.
—Acepto tu chocolate y tus disculpas, Jacob.
Él sonrió, tratando de ocultar su turbación, mientras notaba que la mejilla le ardía justo allí donde Sarah había posado los labios.
Compartiendo una onza tras otra, anduvieron el camino hacia la pensión de Sarah. La mayor parte del tiempo en silencio, porque Jacob no era de muchas palabras y ella andaba enredada en sus propios debates internos.
Poco antes de llegar al portal de la pensión, Sarah se detuvo en una esquina apartada, alejada de oídos y miradas.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué te paras? —le preguntó Jacob.
Apretando los puños viscosos de sudor debido al nerviosismo, Sarah se encaró con Jacob:
—Sé por qué llevas una pistola…
—¿Ya estamos, Sarah? Creo haberte dicho que…
—No, Jacob, esta vez no vas a gritarme, vas a escucharme.
Sarah no tuvo necesidad de alzar la voz, su tono y su gesto fueron tan severos, que Jacob quedó mudo de la impresión; nunca antes la había visto así.
—Sé para qué necesitas una pistola e incluso sé cómo la conseguiste. Sé lo que haces, Jacob, y dónde estás metido. Lo único que lamento es no haberme enterado por ti. Y todavía me pregunto por qué no tienes la suficiente confianza para contármelo, por qué no eres sincero conmigo… No, por favor, déjame terminar. Eso ya no importa. Ahora sólo quiero que sepas que yo también quiero participar.
Sarah había anticipado la reacción de Jacob a aquellas palabras, la había visualizado en su mente una y otra vez: frunciría el ceño, apretaría las mandíbulas, enrojecería y finalmente abriría la bocaza para gritar. Como estaba preparada, supo abortar el grito de su amigo.
—¡Cállate, Jacob! Debes asumir que no soy una niña y que tú no eres mi niñera. Ya va siendo hora de que haga algo más en esta guerra que huir, y tú no vas a poder impedírmelo. Así que escoge: o con tu ayuda o sin ella; o contigo, o sin ti, Jacob.
Jacob tuvo que aceptar el ultimátum de Sarah; a regañadientes, porque si no, no hubiera sido él mismo, pero tuvo que aceptarlo. Y así fue como la chica se convirtió en miembro del Grupo Armado Alsaciano, una pequeña célula de resistentes a la ocupación alemana que se nutría de hombres que habían escapado de la Alsacia después de que la región fuera anexionada al Tercer Reich, especialmente desde el decreto por el que se instauraba la incorporación forzosa de los alsacianos tanto al Reichsarbeitsdienst, o el trabajo social en Alemania, como a la Wehrmacht, el ejército.
La unidad no era muy grande, apenas estaba integrada por unas diez personas: Jacob era el segundo jefe, por debajo de un comunista conocido como Trotsky. El resto lo integraban un ingeniero experto en explosivos, el responsable de la propaganda, Marion y otros cinco chicos muy jóvenes, todos ellos judíos, a los que se estaba preparando en tácticas de sabotaje y guerrilla urbana. No obstante, a pesar de ser un grupo pequeño, el GAA se mostraba muy activo.
Trotsky era un hombre violento y agresivo, militante de la facción más revolucionaria del comunismo, partidario de la lucha obrera y del enfrentamiento entre clases, que profesaba un odio acérrimo a cualquier modo de fascismo y por ende a los nazis, no tanto por ocupantes sino como fascistas. De hecho, Trotsky había iniciado sus actividades resistentes cuando Alemania había invadido la Unión Soviética. En Jacob, Trotsky había encontrado la horma de su zapato. Ambos se habían conocido trabajando en la Gare de l’Est y fue a partir de entonces cuando decidieron crear el Grupo Armado Alsaciano, apoyados por otros grupos de la Resistencia de la zona norte con los que Trotsky mantenía contacto. Dado el ímpetu guerrillero de ambos, las actividades del grupo se enfocaron desde un primer momento en el sabotaje y las acciones armadas contra militares alemanes. De hecho, como Trotsky prefería llevar a cabo actos llamativos que hiciesen mucho ruido entre el enemigo, solía atentar contra oficiales de las SS y llevaba un macabro recuento de cada una de sus víctimas haciendo una muesca en una chapa de metal que colgaba de su cuello. El hombre al que llamaban Trotsky bien se había merecido el apodo con el que se le conocía en el grupo. Incluso su aspecto era el de un auténtico bolchevique: los ojos muy azules, la tez muy blanca, el cabello muy negro y la barbilla sombreada por una perilla puntiaguda. Sarah se sorprendió de que la Gestapo aún no lo hubiera detenido pues sólo le faltaba tener la palabra comunista escrita en la frente.
A Sarah le resultó chocante que todos en el grupo se llamaran por un sobrenombre: además de Trotsky, Jacob era Gauloises, porque siempre estaba masticando cigarrillos, Marion era Cigale, cigarra. El de explosivos y el de propaganda se hacían llamar respectivamente Dinamo y Gutenberg. Dinamo era mecánico en la Renault y miembro del sindicato de la fábrica; una concentración de músculo y vello en un metro sesenta de estatura, muy a tono con la rudeza del grupo. Sólo Gutenberg desentonaba en aquel ambiente de guerrilleros. Para empezar, parecía más un seminarista, con sus gafitas ovaladas y su calva redonda en mitad de la coronilla a modo de tonsura. Cuando Sarah llegó por primera vez al cuarto en el que se reunían, oculto en un garaje a las afueras de París, Gutenberg se quedó mirándola fijamente hasta que por fin anunció:
—Esmeralda es el color de tus ojos y Esmeralda te llamaremos.
Y es que Gutenberg, que se daba aires de intelectual, a veces tenía arrebatos de lirismo como aquél.
A Trotsky no le había hecho mucha gracia que Jacob metiera allí a la chica. Después de todo no era más que una condenada burguesa que parecía tener poca sangre en las venas. Trotsky dudaba mucho que les fuera de utilidad en algo, más bien pensaba que sería un estorbo. Sin embargo, Jacob logró convencerle de que necesitaban a alguien como ella para determinadas tareas que en realidad nadie tenía asignadas en el grupo y que se iban parcheando de mala manera: imprimir los pasquines, hacer de correo, preparar las reuniones, organizar la tesorería. Por supuesto, su amigo había enumerado tareas que dejaban a Sarah al margen de las labores de campo y, por tanto, fuera de peligro.
—Está bien, camarada, si te has encoñado con la chavala, allá tú. Pero tú te encargas de ella, yo no quiero líos.
Gutenberg le había insinuado a Sarah que el grupo estaba planeando algo gordo. Los jefes se pasaban las horas reunidos a puerta cerrada. Trotsky había insistido en endurecer el entrenamiento de los guerrilleros: afirmaba que los chicos no estaban preparados para la misión que les aguardaba.
Un día apareció por el garaje con un soldado alemán. Él mismo lo había secuestrado a punta de navaja a la salida de un Soldatenkino, un cine para soldados alemanes. Le había llevado a un callejón y le había dado una paliza brutal. El lamentable estado en el que el soldado había llegado al garaje hablaba por sí solo.
Trotsky lo introdujo a empujones. En el garaje se hizo el silencio, todo el mundo abandonó sus tareas y empezó a formar un círculo en torno a su líder mientras éste ataba a una silla al alemán.
—¡Estás loco, camarada! ¡No podemos retener aquí a un soldado enemigo! Sólo nos traerá problemas —mascullaba Jacob al oído de Trotsky al tiempo que éste aseguraba concienzudamente las cuerdas en torno a las muñecas del soldado—. ¿Qué piensas hacer con él?
—Ahora lo verás.
Trotsky llamó a uno de los guerrilleros, un chico de apenas dieciocho años, y le tendió una pistola.
—Mátale —ordenó concisamente, dándose media vuelta para contemplar el espectáculo con perspectiva.
El chico palideció. Parecía preguntarse si aquello iba en serio mientras sostenía la pistola con mano débil y trémula, como si quemase.
Se había hecho un silencio casi absoluto y sobrecogedor que se cerraba como un grillete en torno a la escena que formaban el soldado y su aterrorizado verdugo. Nadie se atrevió a pronunciar palabra alguna y mucho menos a contradecir a Trotsky, tal era la autoridad que ejercía. Sólo se oían los gemidos apagados del soldado, que con la boca hinchada y partida apenas podía articular unas sílabas ininteligibles, como estertores que emanaban de un cuerpo de trapo.
Jacob se acercó a Sarah, quien permanecía inmóvil tras la mesa en la que había estado ordenando unos papeles.
—Salgamos de aquí —le propuso tomándola del codo.
—No —fue todo lo que Sarah pudo argumentar.
En el centro del garaje, el drama seguía su curso.
—¡Vamos! ¡No tenemos todo el día! —conminó Trotsky al joven indeciso.
—Pero…
—¡Apunta de una maldita vez la jodida pistola y dispara, coño!
El grito desmesurado de Trotsky pareció zarandear al muchacho con su onda expansiva; el eco de su ira resonó durante unos segundos en las paredes de aquella tumba en la que se había convertido el garaje. Como si el arma pesara toneladas, el muchacho la levantó, pero era evidente que el temblor de la mano le impedía apuntar. Su tez blanca brillaba de sudor y comenzó a salpicarse de ronchas rojas, reflejo del miedo y la ansiedad. Apretaba los labios. Parpadeaba. Temblaba…
La tensión iba tomando la forma de algo tangible que golpeaba en los oídos a Sarah, que saturaba el aire como un gas pesado y que parecía que iba a explotar.
Y explotó. Explotó dentro del chico que sostenía la pistola, en forma de crisis nerviosa: soltó el arma, cayó al suelo hecho un ovillo y comenzó a sollozar entre convulsiones.
Con un par de pasos pausados, Trotsky se le acercó. Como el que lleva a cabo un trabajo rutinario, con la misma soltura y la misma desgana, se agachó, recogió la pistola, apuntó a la cabeza del soldado alemán y disparó.
El cañonazo sobresaltó a Sarah, que contempló horrorizada cómo el cuerpo del joven soldado se retorcía con una sacudida para después plegarse sobre sí mismo como un muñeco sin relleno. Nada se escuchó ni nada se movió hasta que un chorro de sangre comenzó a resbalar por la cabeza del soldado y a gotear en el suelo. Sarah no podía apartar la vista de aquellas gotas rojas que iban formando un charco sobre el cemento. Se había quedado paralizada por el terror.
—¿Ves a lo que me refiero cuando digo que todavía no están preparados? —le dijo Trotsky a Jacob sin perder la compostura.