Tengo algo que puede interesarte

Tuve que reconocer que no tenía muy claro por qué me había alegrado tanto encontrar a Georg von Bergheim. Una vez que me detuve a reflexionar sobre ello, me di cuenta de que el hallazgo sólo iba a complicarme las cosas. Había viajado a París con la absoluta convicción de que no descubriría nada que sustentase la investigación sobre el supuesto cuadro de Giorgione. Mi idea era regresar a Madrid enseguida, explicárselo a Konrad y continuar con mi vida. Pero entonces resultó que Georg von Bergheim existía… ¡Menuda contrariedad!

Konrad se mostró entusiasmado cuando se lo conté por teléfono y, aunque se abstuvo hábilmente de soltar el clásico «ya te lo dije» que tanto me molestaba, me conminó con mucho tacto a continuar con la investigación.

—Puedes cogerte una excedencia por el tiempo que necesites —me apuntó desde el otro lado de la línea.

—¡Qué excedencia ni qué leches, Konrad! Te recuerdo que tú me enchufaste en mi actual puesto de trabajo. La excedencia ya la pedí para el puesto de conservadora. Esto sería la excedencia de la excedencia —repliqué con ironía.

—Pues mejor me lo pones, meine Süße. Yo…

En aquel momento llamaron a la puerta del apartamento. Como estaba convencida de que sería Teo, dejé que Konrad me siguiera engatusando al otro lado del teléfono mientras iba a abrir.

—… puedo llamar ahora mismo a… ¿cómo se llama?… El que es tu jefe, ya sabes. Y le explico la situación…

—No necesito que hagas de mi padre, Konrad. Yo misma…

Pensaba abrir la puerta y darme media vuelta para seguir hablando mientras Teo entraba. Pero al abrirla, ni me di la vuelta ni continué con la conversación.

—¿Ana?

—Luego te llamo, Konrad. —Y colgué.

—¿Usas gafas? —fue lo primero que me soltó el doctor Arnoux, plantado en mitad del quicio de la puerta de mi habitación.

Rápidamente, como si me hubieran sorprendido haciendo algo censurable, me quité las gafas. Casi al tiempo, me pregunté por qué demonios me las había quitado.

—Sólo cuando no llevo las lentillas —le contesté.

—Entonces, deberías ponértelas otra vez.

Tratando de no pensar en lo ridícula que resultaba mi forma de comportarme, le obedecí. Fue un alivio volver a tener una imagen nítida de su cara.

—Lamento haber interrumpido tu llamada…

—Ah, no te preocupes, no era nada importante, sólo mi… amigo, un amigo.

—Bueno, iba a llamarte antes, pero pasaba por aquí de regreso de la universidad y… Tal vez no sea un buen momento.

Las gafas, el pantalón de chándal, la camiseta, el pelo mal cogido con una pinza y descalza… Sabía exactamente lo que Teo iba a decirme: «Por favor, cari, prométeme que no te ha visto con esa pinta… Te dije que no debías haberle dejado tu dirección». No, definitivamente no era un buen momento.

—Sí, sí, pasa, por favor.

Entró en el apartamento y me siguió hasta el salón. Yo iba recogiendo todo a mi paso: una chaqueta, el iPod, un libro, las zapatillas, una lima de uñas…

—Perdona el desorden —se me ocurrió decir, dejando aún más en evidencia el estado de la casa. Las situaciones incómodas alientan la estupidez.

—No te preocupes, está bien. Es un apartamento muy bonito. Y el edificio es increíble; la colección de óleos de Larousse del portal es alucinante.

Larousse era uno de los jóvenes pintores franceses más cotizados desde que a Konrad le había caído en gracia.

—Sí, ¿verdad…? Bueno, siéntate, por favor.

El doctor Arnoux se sentó, aunque no se acomodó, en uno de los sofás blancos de aquel salón moderno y minimalista que tanto destacaba sobre la tarima de roble, los techos altos con molduras de escayola y los grandes balcones característicos de un edificio del siglo XIX. Yo hice lo propio, no sin cierta rigidez muscular como de sala de espera del dentista.

—No te molestaré mucho, sólo será un momento. Ayer, cuando nos despedimos en el archivo, me quedé dándole vueltas a tu investigación…

Mis músculos se crisparon aún más. ¿Podría ser que hubiera descubierto la enorme trola que le había contado y estuviera allí para sacarme los colores? Tenía que haber pensado que no se tragaría lo de la biografía de un simple comandante de las SS.

—Estaba seguro de que no era la primera vez que oía el nombre de Von Bergheim —seguía hablando mientras yo pensaba atropelladamente en una excusa para salir airosa de la situación que estaba segura se me avecinaba—. Por fin, anoche, lo recordé, y esta mañana he estado repasando las notas de mis últimos trabajos para confirmarlo. En resumen, tengo algo que puede interesarte.

Aquello me dejó completamente desubicada. Yo había empezado a prepararme para un ataque y, en realidad, el doctor Arnoux quería hacerme una ofrenda.

—¿Interesarme? —repetí confusa, con lo que conseguí que se sintiera confuso también él.

—Sí… Bueno, eso creo… Tal vez esté metiéndome donde no me llaman…

—¡No, no! ¡En absoluto! Disculpa, estaba distraída. ¿Decías que has encontrado algo sobre Von Bergheim?

—Sí. No es gran cosa, pero tal vez te ayude con tu investigación. —Sacó un papel del bolsillo del pantalón—. Te he traído una copia de una de las páginas de un informe sobre la actividad del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg en Francia que elaboró después de la guerra la ALIU, Art Looting Intelligence Unit, una unidad especial del ejército americano que investigó el expolio nazi. El informe está basado en documentos alemanes oficiales y en los interrogatorios a los que sometieron durante más de un mes a determinados miembros del personal del ERR como Walter Andreas Hofer, que fue el tratante de arte de Göring, Robert Scholz, que asesoraba a Rosenberg en materia de arte, o Bruno Lohse, que fue director técnico del ERR en París los meses previos a la Liberación, aunque había trabajado para ellos desde el principio. —El doctor Arnoux me tendió el papel—. Perdona que esté un poco arrugado, es que he venido en moto y no tenía dónde guardarlo…

—No te preocupes… Gracias.

Miré la fotocopia: un informe en inglés con una letra minúscula y apretada entre la que era imposible distinguir nada sin una lectura atenta. Sin embargo, el doctor Arnoux había subrayado con rotulador fluorescente el nombre de Georg von Bergheim.

—¿Citan a Georg von Bergheim en este informe?

Estaba segura de que él ya lo habría leído y podría hacerme un resumen que me evitara tener que detenerme en aquel texto tan poco agradable a la vista. Lo cierto era que el doctor Arnoux estaba deseando hacerme ese resumen.

—Así es. En esta parte del informe, se habla de los conflictos que se producían en el seno del ERR. En un momento dado, Bruno Lohse, quien también era el delegado de Göring en Francia en materia de arte, habla de las envidias que entre el resto del personal suscita el hecho de que él cuente con el estatus de Sonderauftrag

—¿Sonderauftrag?

—Sí, es algo así como una misión especial encomendada por una persona especial. Normalmente, quien poseía un Sonderauftrag contaba con unas credenciales mediante las cuales cualquier unidad civil o militar debía facilitar su misión. Era como una carta blanca para actuar libremente en el desempeño de cualquier cometido sin someterse a más autoridad que la de quien había emitido el Sonderauftrag, que en el caso de Lohse era Göring. La cuestión es que Lohse menciona que sólo había dos personas en todo el ERR de París con ese estatus: una era él mismo y otra…

—Georg von Bergheim —concluí.

—Efectivamente. Salvo que el de Von Bergheim era un Sonderauftrag Himmler, es decir, dependía directamente de Himmler. Lohse también dice que, aunque oficialmente Von Bergheim no ostentaba ningún cargo dentro del ERR, colaboraba con regularidad en las tareas de inventario y catalogación de las colecciones, como experto en Historia del Arte, y que estuvo en el Arbeitsgruppe Louvre hasta marzo de 1943, fecha en la que regresó a Alemania reclamado por su superior. Esto explica por qué no encontraste su nombre en los listados de personal: éstos sólo recogen al personal activo en 1944.

—¿Qué es el Arbeitsgruppe Louvre?

—Era una unidad del ERR integrada por historiadores del arte, restauradores, fotógrafos y personal auxiliar, que inventariaban y catalogaban las obras de arte confiscadas y preparaban su envío a Alemania.

Me quedé pensativa. A pesar de que ya sabía que Von Bergheim trabajaba para Himmler, sin embargo, aquel documento representaba la confirmación oficial de lo que se decía en la carta.

—¿Podría ver una copia del informe completo?

—Sí, claro. Si pasas mañana por la tarde por mi despacho, te la preparo.

—Creo que puede ser interesante saber más sobre la organización en la que trabajaba Von Bergheim —me justifiqué.

—Te confieso que cuando me contaste que estabas investigando para preparar la biografía de un comandante de las SS, pensé que era, como poco…, curioso.

Lo miré con tanta seriedad como expectación.

—Las biografías sobre personajes anónimos sólo suelen hacerlas sus familiares, casi como un hobby, como una forma de honrar la memoria del abuelo, y no como un trabajo serio de investigación. Sin embargo, está claro que si este señor contaba con un Sonderauftrag Himmler, no era un tipo cualquiera.

Por un momento, tuve la sensación de que Alain trataba de tirarme de la lengua. Intenté evadir el cerco como pude.

—Bueno, aún no sé quién era exactamente Georg von Bergheim… Eso es precisamente lo que trato de averiguar. Pero sí tienes razón en una cosa: la biografía es el encargo de un particular caprichoso, con poco tiempo y mucho dinero. En cualquier caso, te agradezco mucho tu colaboración desinteresada.

—No me lo agradezcas. Lo mío es deformación profesional: no puedo permanecer impasible ante una investigación, sea cual sea. Y si te digo la verdad, este informe lo he recordado por casualidad, y por casualidad me he encontrado a Von Bergheim, porque no lo buscaba allí. Lo que me ha tenido toda la noche dando vueltas a su nombre ha sido otra cosa…

Hizo una pausa como para comprobar que había conseguido despertar mi interés. Supongo que cuando me vio incorporada hacia delante y sin parpadear debió de constatarlo. Entonces, continuó:

—El año pasado, desde la European Foundation for Looted Art, estuve llevando el caso de una colección que había desaparecido a principios de 1942 en Estrasburgo. Pertenecía a un industrial judío, Alfred Bauer, y aunque no es una colección muy grande, sí que cuenta con obras de mucha calidad, sobre todo de la escuela flamenca del siglo XVI. Hoy he repasado la ficha: toda la colección está catalogada e inventariada en febrero de 1942… ¿Adivinas quién es el especialista en arte que firma el inventario?

—El SS-Sturmbannführer Georg von Bergheim.

—El mismo.

Apenas tardé un segundo en procesar la información: dado que Von Bergheim estaba buscando El Astrólogo y nada más llegar a París se trasladó a Estrasburgo, donde lo que hizo fue requisar la colección Bauer, ¿se podría concluir que el cuadro formaba parte de esa colección? No me resistí a hacerle una pregunta a medias:

—Sólo por curiosidad, ¿había algún cuadro de Giorgione en la colección Bauer?

El doctor Arnoux frunció el ceño. Quizá había cometido una imprudencia al hacerle aquella pregunta, para él fuera de lugar.

—No. No que yo recuerde, pero puedo repasar el inventario…

—Se trata sobre todo de curiosidad personal. Tengo que confesar que soy especialista en Giorgione y que también tengo algo de deformación profesional en ese sentido.

En vista de que empezaba a adentrarme en aguas turbulentas que no conducían a ninguna parte, opté por desviar la conversación.

—¿Qué sucedió con la colección Bauer?

Alain se encogió de hombros.

—La mayor parte se ha perdido y será difícil de recuperar por la propia naturaleza de la colección: un sesenta por ciento de las obras engrosaban la categoría de lo que los ideólogos nazis consideraban Arte Degenerado. En la colección Bauer había muchos representantes del impresionismo y especialmente del cubismo. Incluía un Van Gogh y un Matisse, además de un Marcoussis y un Mondrian por decirte algunos de los más significativos. El problema de las colecciones compuestas por obras que los nazis despreciaban es que corrieron un riesgo mayor de perderse porque, o bien al caer en sus manos las destruían, o bien las intercambiaban en el mercado por otras más acordes con su gusto, las vendían o las subastaban. Es más complicado seguirles la pista. No ocurre así en el caso de las obras de sus artistas favoritos; éstas las atesoraban en depósitos especiales para el gran museo que Hitler había proyectado en Linz o pasaban a engrosar las colecciones particulares de los gerifaltes del partido nazi. Cuando Alemania perdió la guerra, fue más fácil hacerse con ellas o, al menos, tenerlas localizadas. En el caso Bauer, sólo conseguí dar con algunos cuadros menores de artistas flamencos del XVI, por los que sí que se pirraban los nazis, y un Van Eyck…

Alain permaneció unos segundos en silencio. Parecía reflexionar mientras se frotaba repetidamente la barba rala. Finalmente, suspiró.

—Después, lo dejé —confesó con la mirada perdida.

—¿Lo dejaste? ¿Por qué?

Me di cuenta de que su postura y su actitud parecían tensas: cruzaba y descruzaba las piernas, se pasaba las manos por el pelo y por la barba, resoplaba.

—Lo dejé porque… No sé, es difícil de explicar. En realidad nadie había solicitado que se restituyese la colección a sus legítimos propietarios. No había herederos localizados ni nadie que la reclamase para sí…

—¿No quedó nadie de la familia Bauer?

—Bueno, no estoy seguro… En principio, ninguno de ellos sobrevivió a la guerra. En todo caso, una de las hijas, Sarah… Sarah Bauer. No llegué a encontrar información sobre su paradero, nada que me hiciera pensar que estuviera viva o que había muerto. Como te decía, dejé la investigación a medias.

Cuando el doctor Arnoux se marchó y me quité la careta con la sonrisa, me asaltó una sensación incómoda. Como si al cerrar la puerta, el apartamento hubiera dejado de ser el escenario en el que ambos representábamos un papel. Yo le estaba mintiendo o, al menos, ocultándole el verdadero propósito de mi investigación, pero algo me decía que él también mentía. Tanta colaboración desinteresada y tanta deformación profesional me escamaban… Estaba segura de que había algo escondido detrás de su ayuda gratuita, pero por más vueltas que le daba no era capaz de adivinar de qué se trataba.