Diciembre, 1943

Científicos estadounidenses y británicos se incorporan al recién construido Laboratorio Nacional de Los Álamos para desarrollar el llamado Proyecto Manhattan, un proyecto científico iniciado por el gobierno de Estados Unidos y bajo control del Ejército americano, que estaba encaminado a desarrollar y fabricar la primera bomba atómica. El proyecto concluiría en agosto de 1945, con el trágico bombardeo sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.

Transcurridos dos días, la fiebre de Sarah comenzó a remitir hasta desaparecer, pero como las hemorragias continuaban y padecía anemia se vio obligada a permanecer en el hospital. Georg habló con el doctor Bernard y consiguió que la trasladaran a la sala de maternidad.

Aquella sala era grande y estaba bien ventilada, tenía amplios ventanales que dejaban entrar a chorros la luz del sol y una estufa de carbón en medio que mantenía la temperatura siempre caldeada. A los pies de cada cama había una cunita y, por lo general, un chiquitín dentro de ella maullaba y agitaba las sábanas. Salvo la cunita de Sarah, que estaba vacía… Por eso, desde el primer día que la trasladaron a la sala de maternidad, Sarah se sintió peor. Pidió que le pusieran un biombo y le dieran una pastilla para dormir: se giró contra la pared y se escondió en el sueño.

—Sarah… Sarah… —le susurraban su nombre al oído y las palabras le hacían cosquillas en el cuello. Pero ella no quería despertar, se había retirado al rincón más remoto de sus sueños—. Sarah… Sarah, despierta… —Una caricia y un beso; de nuevo su nombre. Nunca la habían sacado con tanta dulzura de su letargo.

De modo que abrió los ojos. Parpadeó. La realidad se mostraba borrosa y aún tardó un tiempo en aclararse. Georg… Sarah sonrió todavía adormecida y volvió a cerrar los ojos.

El comandante levantó la sábana y colocó dentro de la cama un fardo calentito.

—Sarah, abre los ojos… Mira…

Sarah obedeció. Si no hubiera estado tan cansada, el grito de alegría se hubiera oído en todo el hospital.

—¡Marie…! ¡Marie, mi niña…! Mi pequeña… Dios mío…

El llanto y el sueño ahogaron sus palabras. Sarah estrechó a Marie contra su cuerpo y llenó su cabecita suave de besos y lágrimas. Cerró los ojos sobre ella sin dejar de acariciarla y aspiró su aroma único, el aroma de bebé, de su bebé.

—Ya estás con mamá, chiquitina mía… Ya estás con mamá…

Georg dio unos pasos hacia atrás y se alejó sigilosamente de la cama. Se marchó de allí frotándose el cuello, tenía algo agarrado a la garganta, algo que le avergonzaba soltar.

Sarah se sentía feliz, segura en aquel mundo blanco que olía a desinfectante y harina lacteada. Como en una burbuja, entre aquellas cuatro paredes tenía todo lo que necesitaba, y se sabía a salvo del drama de vivir la vida de fuera. Los días transcurrían apacibles y tranquilos y Sarah disfrutaba de cada minuto con ansiedad, como si de un sabor dulce y efímero se tratase. Las mañanas de sol paseaba con Marie por el jardín, y las de lluvia, tejía junto a la ventana mientras la pequeña gorjeaba en su cunita. A veces, le bastaba con mirar a la niña durante horas, arrullarla hasta que se dormía en su regazo o ponerla al pecho y sentir su calor y el cosquilleo de su boquita al succionar. Si además podía compartir esos momentos con Georg, el mundo se convertía en un lugar maravilloso.

Porque el comandante iba a visitarlas todos los días. Nada más llegar, se quitaba la guerrera para no hacer daño a la niña con las insignias y cogía a Marie en brazos para no soltarla ya hasta la hora de marcharse.

—La vas a malcriar —le reprendía Sarah con una sonrisa benevolente.

—Tú también la malcrías —argumentaba él sin dejar de mirar a la pequeña para luego añadir—: Es preciosa…

—Sí que lo es —convenía ella a punto de explotar de dicha.

Si tan sólo hubiera podido detener el tiempo, congelar ese momento en el que Marie dormía sobre el torso de Georg mientras ellos hablaban de cosas intrascendentes para eludir la realidad… Lo único que angustiaba a Sarah era saber que aquello no era más que una ilusión y que, tarde o temprano, la magia se desvanecería.

Marion y Carole Hirsch también la visitaban. Solían acudir por las mañanas para no coincidir con el tipo de las SS.

—Escucha, Sarah… ¿Qué líos te traes con el boche? —se atrevió a preguntarle un día Marion mientras le daba el pecho a la niña al sol templado del jardín.

Sarah siguió con la cabeza baja, mirando a Marie succionar plácidamente al tiempo que se le cerraban los ojitos de sopor. Acarició su mejilla de melocotón con un dedo.

—No es un boche… Es un hombre; un hombre bueno —replicó. Sarah sonreía, sonreía con los labios y la mirada, y su sonrisa era una luz suave que iluminaba toda su cara.

Marion abrió los ojos de par en par.

—¡Dios mío, Sarah…! ¡Estás enamorada de él!

Ella siguió con la sonrisa puesta, una sonrisa que le pintaba el aura de un color rosado.

—¡Sarah, no puedes enamorarte de ellos! ¡Sedúcelos, llévatelos a la cama, sácales información y, después, pégales un tiro! ¡Pero no te enamores de ellos!

—Él no es como los demás…

—¡Es un nazi, Sarah! ¡Y todos son iguales! Ellos nos han hecho esto, a todos nosotros, y a ti: ¿te has olvidado de lo que los nazis le han hecho a tu familia?

Sin embargo, resultaba difícil bajar a Sarah de su nube.

—Él no. Él sólo lleva el uniforme equivocado…

—¡Por Dios, Sarah, abre los ojos!

Sarah no estaba dispuesta a enzarzarse en un duelo de síes y noes con Marion. Era inútil intentar convencerse la una a la otra. Alzó la vista y rindió las armas.

—No puedo evitarlo, Marion… Cuando los dioses te eligen, no puedes darles la espalda.

Su amiga la miró muy seriamente y, levantando el dedo frente a su cara, se dispuso a aleccionarla:

—Borra esa sonrisa, Sarah. Tarde o temprano, él volverá a Alemania. Eso si antes no lo mata alguno de los nuestros en plena calle, o lo hacen los suyos por seducir a una mujer judía… Él no es para ti, ¿es que no lo comprendes?

La sonrisa de Sarah se desvaneció y su aura se tornó negra. El sol se oscureció, la tierra se estremeció y el cielo se resquebrajó. Sólo Marie seguía mamando ajena a la congoja de su madre. Sarah volvió a agachar la cabeza hacia ella y la besó, una lágrima resbaló por sus mejillas.

A Marion se le rompió el corazón. Se acercó a su amiga y la estrechó entre sus brazos.

—Oh… Lo siento, cariño… Siento haberte hablado así… Lo siento mucho. Yo sólo quiero que seas feliz; ya has sufrido demasiado…

Pero Sarah no lloraba por culpa de Marion.

Sarah evolucionaba muy bien. Su infección parecía prácticamente curada y en dos o tres días podrían darle el alta.

Georg recibió la noticia como un jarro de agua fría. Por supuesto que la recuperación de Sarah era una noticia excelente, pero también significaba el final de un sueño, como cuando se acaba un permiso y hay que volver al frente.

Además, cuando le dieran el alta, Georg tendría un problema: el Reichsführer Himmler. El comandante manejaba el asunto con su superior como buenamente podía. Había llegado a convencer al Reichsführer de que, después de quinientos años de pasar de mano en mano, el secreto que guardaba El Astrólogo había quedado cubierto por capas de historia, avatares, tradiciones y leyendas, y que ni siquiera los propios Bauer sabían cómo descifrar su mensaje oculto. Pero aun así, Himmler parecía haber sumado otra obsesión: la chica judía. El Reichsführer estaba seguro de que ella sabía más sobre el cuadro de lo que Georg creía. Al ingresar Sarah en el hospital, Georg tuvo la excusa perfecta: no podía llevarla a Wewelsburg mientras estuviera enferma. Himmler pareció relativamente convencido y dispuesto a que los expertos de la Ahnenerbe siguieran trabajando en base a lo único de que disponían: la información que la condesa de Vandermonde, la matriarca de los Bauer, facilitaba de buen grado a Georg. Himmler podía empecinarse en arrestar y deportar a Sarah, pero con la condesa de Vandermonde era otro cantar: no sólo no era judía, además, se trataba de una personalidad influyente en Francia y colaboradora activa del gobierno alemán de ocupación.

Georg sabía que en cuanto Sarah estuviese fuera del hospital, Himmler volvería a reclamar su cabeza para colgarla de una pared en Wewelsburg. En su desesperación, a Georg sólo se le ocurría una solución para lidiar con la obsesión del Reichsführer: seguir engordando la lista de mentiras. Si el Reichsführer llegaba al convencimiento de que Sarah Bauer estaba tan enferma que sólo abandonaría el hospital muerta, tal vez se olvidara de ella. Pero, para eso, necesitaba ayuda.

Cuando Georg confió sus planes al doctor Bernard, el médico le miró de hito en hito sin pronunciar palabra.

—Entonces… ¿puede ayudarme?

—Disculpe, comandante, pero estoy muy sorprendido. Cuando los suyos vienen a hablar conmigo es para pedirme las listas de los pacientes judíos del hospital con la intención de detenerlos con facilidad…

Georg se quedó estupefacto.

—¿Y usted las da?

—Me temo que no tengo otra alternativa.

Georg no pudo contenerse.

—¡No lo haga, señor doctor! ¡Envía a esa gente a la muerte!, ¿entiende? —El doctor Bernard le miró atónito y Georg abundó en el tema—: Los hombres no puede esconder, pero mujeres y niños, sí… No los entregue, señor doctor, escóndalos. Puede hacerlo —intentó explicarse como pudo.

—Confieso que cuando le vi vistiendo ese uniforme, pensé que era uno de ellos.

—Y lo soy… O lo fui. Pero, en un tiempo, vestir este uniforme no es más un honor, es una carga.

A Georg le hubiera gustado explicarle al doctor Bernard que no es fácil asistir al deterioro paulatino de unos ideales, ni sentir que se derrumban lentamente como un edificio en ruinas. Le hubiera gustado contarle que había estado muy equivocado y muy ciego, pero que se había dado cuenta tarde, cuando ese uniforme era ya una segunda piel que sólo podría quitarse una vez muerto. Le hubiera gustado confesarse con él, porque hasta entonces no lo había hecho con nadie y hay confesiones que pesan demasiado como para arrastrarlas uno solo… Pero el idioma era una barrera insalvable en su caso.

El doctor Bernard no estaba seguro de comprender del todo a aquel hombre, pero creía que sus intenciones eran buenas. Cruzó las manos sobre la mesa y sonrió.

—Tuberculosis, difteria, tifus… Puedo prepararle un informe médico en el que certifique que mademoiselle Bauer padece cualquiera de estas enfermedades. Imagino que cuanto más contagiosa y mortal, mejor… Además, no certificaremos el alta, de modo que, oficialmente, ella no ha abandonado el hospital.

Georg no pudo contener una sonrisa de alivio. Llevaría ese informe a Berlín para seguir ganando tiempo. Cuando Himmler volviera a impacientarse, le pediría al doctor Bernard que emitiera un documento falso que certificase la muerte de Sarah. Con esto, la obsesión del Reichsführer por no dejar ni un judío vivo quedaría satisfecha y Sarah, desde la clandestinidad, podría vivir en paz.

Aquella mañana había amanecido fría y lluviosa. Era una mañana de gotas de agua contra el cristal y llantos de bebé, de pañales y biberones; los murmullos que Sarah ignoraba por cotidianos mientras leía en la cama del hospital con Marie en brazos: la pequeña acababa de quedarse dormida después de comer.

—¡Buenos días!

Sarah levantó la vista al saludo alegre y cantarín.

—¡Marion! ¡Creí que hoy no vendrías!

—Es que te traigo una sorpresa… —le anunció con aire enigmático.

A Sarah no le dio tiempo a adivinar de qué se trataba. Antes de que pudiera hacerlo, una figura familiar asomó tímidamente detrás del biombo.

Sarah se quedó petrificada. Un látigo de hielo le sacudió la espalda. Y es que la visión de un fantasma no le hubiera causado mayor impresión.

—Hola, Sarah…

No encontró aire para responder al saludo, lo único que hizo fue, en un acto casi reflejo, apretar a Marie con fuerza contra su pecho.

—¿Has visto, Jacob? —Marion decidió hablar por ella—. ¡Le has dado tal alegría que la has dejado muda!

Con un respeto casi reverencial, Jacob dio un paso al frente. Amasaba la gorra entre las manos y sus dedos se retorcían nerviosamente. La tensión era tan palpable que Marion trataba por todos los medios de suavizarla con palabras.

—Oh, Sarah, cariño, ¿verdad que te alegras de ver a Jacob? ¿Te has dado cuenta de lo bien que está? Es increíble cómo te has repuesto, Jacob. Pareces otra persona.

Marion tenía razón. Jacob parecía otro. Había engordado y su rostro había recuperado el tono y las facciones originales. En lugar de las aparatosas vendas, un parche negro cubría su ojo hueco y el otro parecía más grande, más brillante y más expresivo que nunca. Le había crecido el pelo sobre su cabeza antes rapada y un flequillo de chico malo le caía sobre la frente. Su aspecto era pulcro y vestía ropa modesta pero cuidada. Ya no se asemejaba al chaval descarado y pendenciero que salió de Illkirch, ni al activista guerrillero y sanguinario que se unió a la Resistencia. Tampoco era el drogadicto psicótico que vivió con ella. Jacob parecía un hombre maduro, honrado y respetable. Sarah lamentó no mostrar toda la alegría que la transformación de Jacob merecía.

—Bueno, par de pánfilos, ya está bien de charla. Me voy. Espero que el silencio se os haga tan incómodo que decidáis por fin abrir el pico.

En efecto, la marcha de Marion dejó un silencio asfixiante que al cabo de un rato un balbuceo de Marie alivió.

Jacob carraspeó.

—El doctor… El doctor Vartan me lo ha contado todo… ¿Puedo…? ¿Puedo verla?

—Sí… —concedió Sarah, separándose un poco de la niña para mostrársela.

Jacob se aproximó con cuidado, como si temiera que la visión fuera a desvanecerse al contemplarla él.

Al ver la carita de la pequeña, contuvo la respiración. Nunca se le habían dado bien las palabras, ¿cómo podría explicar lo que entonces sentía? Tenía algo en el pecho que se expandía como el aire dentro de un globo y que en breve le haría flotar. También sintió algo en el estómago que aleteaba como una mariposa y que en breve le haría temblar. Por no hablar de lo que invadió su garganta, que se agarraba a sus cuerdas vocales y que en breve le haría llorar.

—Es lo más bonito del mundo… —murmuró sin poder contener la emoción ni el impulso de estirar el brazo y posar la mano temblorosa sobre la cabecita de Marie—. Sarah, yo…

Pero Sarah no quería oír nada, ni una sola palabra almibarada de los labios de Jacob, ni un solo halago, ni una sola muestra de amor que la hiciera sentirse culpable. Se apresuró a interrumpirle poniendo su mano sobre la de Jacob.

—Estoy muy orgullosa de ti —le aseguró—. Muy orgullosa de lo que has sido capaz de hacer. Sé que lo has pasado mal…

—No importa. Ahora todo eso ha quedado atrás… —Jacob acarició a Sarah con la mirada, sólo se atrevía a hacerlo así—. Si ésta es la recompensa, ha merecido la pena. Si tú me dejas volver a empezar, contigo y… y con… con nuestra hija…

Jacob se detuvo: se estaba enredando en sus propias palabras, en sus propios sentimientos. No quería tropezar y caer. Sarah le sonrió aunque la boca le amargaba: no había nada que hacer y ella lo sabía. Sabía que no podría eludir el momento en que tendría que pagar por su error, y ese momento había llegado.

Desde el fondo de la sala, escondida tras la puerta, Marion los observaba. La escena parecía idílica y, sin embargo, no podía sentir otra cosa que tristeza: tristeza por Sarah y tristeza por Jacob.

Y aunque Marion no se había dado cuenta, no era la única que los observaba.

—¿Quién es el hombre que está con Sarah?

Al escuchar a Von Bergheim a su espalda, se sobresaltó y se volvió airada: por todos los demonios, cuánto despreciaba a aquel tipo.

—Ese hombre es el padre de su hija —respondió, gozosa de saber lo que esa respuesta le escocería.

Por eso, antes de marcharse, disfrutó al contemplar cómo el semblante de aquel nazi asqueroso se ensombrecía.

A Sarah se le iluminó la cara al verle. Y cuando a Sarah se le iluminaba la cara parecía aún más preciosa de lo que era y a Georg le entraban deseos de abrazarla y cubrirla de besos en su bellísimo rostro iluminado. Mas se contuvo, muy a su pesar.

—¡Georg!

Permaneció en posición de firmes a una distancia tan prudencial como protocolaria. Y serio, muy serio. Se trataba de mensajes más que evidentes de que aquella visita no era como las demás, pero Sarah no quería resignarse a que las cosas fueran diferentes.

—¿No quieres coger a la niña? —insinuó con mucho cuidado y despacito porque Georg parecía una estatua de hielo que hasta la mínima vibración de la voz podría romper—. Ayer estuvo toda la tarde muy llorona, no había manera de calmarla. Ella también te echaba de menos…

Georg tragó saliva.

—No, ahora no quiero cogerla. —Lamentó mostrarse tan desagradable, pero no podía permitirse otra cosa. Aunque lo que más le disgustó fue la expresión de Sarah, le dolió ver su tristeza y su decepción—. Escucha, Sarah… ¿qué pasa con el padre de Marie?

Entonces, Sarah comprendió.

—Ya veo… Por eso no viniste ayer a visitarnos, ¿no es cierto?

En las palabras de Sarah no hubo la más mínima sombra de reproche, por eso su tono fue dulce. Sarah podía entender a Georg a la perfección.

Marie lloró y su madre la cogió en brazos para arrullarla. El comandante hubiera deseado participar de aquella escena, pero allí no había sitio para él, era mejor empezar a aceptarlo cuanto antes.

—Sarah… Mañana te dan el alta… ¿Qué vas a hacer?

Sarah abrazó a Marie con desesperación, con la misma angustia con la que le habló a Georg.

—¿Y qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer…? ¡Él es el padre de la niña! Y ha hecho mucho por mí…

—¿Le quieres? —Al oírse, Georg se sintió ridículo; era una pregunta embarazosa, una pregunta propia de comadre. Pero tenía que saberlo.

—No como a él le gustaría que le quisiera… Pero eso no me da derecho a dejarle al otro lado de la puerta.

Georg suspiró.

—Si al menos tuviera la certeza de que él va a cuidar de ti y de la niña, en lugar de tú de él… Si al menos supiera eso, me quedaría más tranquilo.

Sarah se encogió de hombros y sonrió amargamente.

—¿Y qué más da? Son tiempos difíciles, lo importante es cuidar unos de otros.

Georg volvió a suspirar.

—Sabíamos que esto acabaría ocurriendo…

Era trágico darse cuenta de que aquello sonaba a despedida, de que toda la conversación había empezado sonando a despedida.

—Pero eso no lo hace menos doloroso —replicó Sarah y se mordió los labios tratando de no llorar, pero ya es tarde cuando las lágrimas resbalan por la barbilla. Mirar a Marie para tratar de disimularlas no servía de mucho.

Georg se había jurado que no la tocaría, ni a ella ni a la pequeña. Si las rozaba estaría perdido, su aparente fortaleza se vendría abajo y su determinación flaquearía. Sin embargo, verla llorar de esa manera fue más de lo que pudo soportar: no tuvo que pensárselo dos veces para atravesar la pared de hielo como si fuera agua y rodearlas a las dos con los brazos. Con su rostro en el de ella se dejó llevar.

—No me arrepiento de nada, Sarah. Si en algo he fallado, ha sido en no ser capaz de encontrar una solución para estar siempre a tu lado.

Ella le acarició las mejillas.

—¿Qué harás tú?

—Tengo que ir a Alemania: mi trabajo aún está por hacer… Después de todo, la guerra no ha terminado y yo sigo llevando un uniforme.

—¿Volveré a verte?

Georg la miró a los ojos y le secó las lágrimas. Como buen militar, sabía cuándo una batalla estaba perdida y había llegado la hora de retirarse antes de sacrificar las vidas de más soldados. Pero a Sarah no era capaz de decirle la verdad.

—No lo sé… —mintió. Y volvió a beber de sus ojos y a aspirar de su piel, a alimentarse de ella con voracidad, intentando en vano colmar unas reservas que no llegarían ni siquiera al día siguiente.