¿Quién vive ahora en la casa?

Alquilé un coche en el aeropuerto de Son Sant Joan y me aprendí bien cómo llegar a Deià. Una vez allí, aproveché la mañana de otoño mediterráneo, soleada y suave, para hacer un descanso en un pequeño café que había sacado sus mesas a la terraza. Me dejé acariciar por la brisa que traía sabores de sal y yodo y agitaba las buganvillas a mi espalda mientras me regodeaba observando cada rincón de piedra, cada callejuela empinada y estrecha, un gato entre los geranios de un alféizar o las impresionantes vistas de la sierra de la Tramuntana.

—Buenos días, ¿qué va a ser?

—Un café con leche, por favor. Corto de café.

Antes de que el camarero se marchase, le mostré la tarjeta con la dirección de Debousse.

—¿Está esto muy lejos de aquí?

—¿El Camí de Cala Blau? No, qué va… Tiene que girar a la izquierda al salir del aparcamiento, a unos doscientos metros verá el cartel… ¿Va a ver al señor Debousse? Pero este señor falleció ya…

—¿Lo conocía?

—Claro… Ya vivía aquí cuando yo era chico. Los últimos años acostumbraba a venir todos los jueves a la partida de dominó… Salvo en verano, que se pone esto de turistas… Era un hombre mayor pero de buen porte, ¿sabe?

—¿Quién vive ahora en la casa?

—Su mujer. Seguro que la encuentra allí. No suele salir mucho desde que el señor murió.

El Camí de Cala Blau era estrecho y sin asfaltar, y bajaba desde Deià hasta la costa. Estaba rodeado de pinos entre los que, de cuando en cuando, se hacía hueco un pequeño huerto de naranjos o de almendros ordenados en terrazas. En el momento en que vislumbré el mar salpicado de sol al final de la carretera, y entre la nube de polvo que mi coche levantaba, llegué a la única casa que había por allí. Detuve el coche frente a una reja de forja que hacía las veces de puerta. Me bajé, estiré mis vaqueros y me puse las gafas de sol. Como un animal reconociendo el terreno, alcé la cara al viento: el aire olía a pino y a mar y el rumor de la olas se confundía con el de la brisa entre la maleza; por encima de ellos, el sonido rítmico de un azadón contra la tierra y algún que otro trino de invierno sin entonar. Aspiré profundamente para cargarme de aquella energía natural antes de asomarme por la reja. Al otro lado, un hombre trabajaba en el jardín.

—¡Disculpe! —le llamé, poniéndome de puntillas sobre la puerta. El hombre dejó de cavar y se volvió—. ¿Vive aquí la señora Debousse?

Antes de responderme, se secó el sudor de la frente, se limpió las manos en el mono de trabajo y se acercó a la verja.

—¿Qué quiere?

—Me gustaría hablar con ella sobre un asunto… privado. —Francamente, no me apetecía explicarle al jardinero el motivo enrevesado que me había llevado hasta allí—. Si puede hacerle llegar mi tarjeta…

El hombre coló entre las rejas una mano con restos de tierra y cogió la tarjeta por una esquina.

—Espere aquí…

Le observé desaparecer por el jardín hacia la casa oculta entre árboles y setos. La espera no fue larga, poco más de diez minutos que empleé en ir caminando lentamente por la carretera hacia el mar, mientras hacía quinielas sobre si la señora Debousse me recibiría en aquel instante, me haría volver en otro momento, o simplemente no querría verme.

—¡Eh, oiga! —me gritó el jardinero desde la puerta ya abierta. Con una carrera ligera llegué hasta él—. La señora la verá ahora. Pase…

Seguí al jardinero por un camino de gravilla entre parterres de flores y explanadas de césped salpicado de limoneros, olivos, abetos y palmeras. La casa fue surgiendo de entre la vegetación, como si mantuviera una justa infinita por conservar su espacio en medio del vergel mientras observaba impotente cómo la hiedra trepaba por su falda de piedra y el jazmín se colaba por las rendijas de su yelmo de madera, en una invasión lenta y silenciosa de sus dominios.

Subimos unas escaleras a un porche sobre la piscina que ofrecía unas vistas espectaculares al mar.

—Siéntese, enseguida vendrá la señora —me indicó secamente antes de marcharse.

Obedecí al adusto jardinero y tomé asiento en un sillón de teka con almohadones tapizados en color crudo. Miré a mi alrededor: la casa parecía respirar por las ventanas, con las cortinas flotando al viento hinchadas como las velas de un velero; algodón, piedra y madera, nada más; parecía una mujer bella, ligera de ropa y sin maquillaje, tomando el sol en medio de un jardín robado al monte, que se asomaba al Mediterráneo desde lo alto para no mojarse los encajes de las enaguas… Aquél era el tipo de lugar en el que cualquiera querría vivir, e incluso morir. Los Debousse eran sin duda un matrimonio privilegiado. Me noté nerviosa, como en la antesala del médico; apoyé la espalda en el asiento y descrucé las piernas; traté de relajarme. La brisa marina acarició mi escote y mi cuello y me puso los pelos de punta con su mano fresca; me apreté el foulard alrededor del cuello y me cerré la chaqueta.

Volví a mi posición envarada cuando sentí que alguien llegaba. Sólo era una doncella. Traía una bandeja con dos vasos de zumo de naranja. Me saludó, la dejó sobre la mesa baja y se retiró. Qué ridículamente bonito es un vaso de zumo de naranja brillando al sol…

—Doctora García-Brest…

Me volví sobresaltada y automáticamente me puse en pie al verla salir a la terraza. Aún tardó un rato en llegar junto a mí.

—Soy la señora Debousse. Es un placer conocerla.

Le respondí con igual cortesía y nos estrechamos la mano.

—Siéntese, por favor. Hace un día maravilloso. He pensado que estaríamos bien aquí en la terraza, aprovechando este magnífico sol.

Su voz era dulce; los años, lejos de haberla cascado, le habían dado el tacto suave de las cosas bien pulidas. ¿Cuántos años…? Muchos, seguro, pero indefinidos. Y es que los años lo mismo pulverizan el hierro en óxido que convierten el carbono en un diamante. En el caso de la señora Debousse, los años habían sido tan generosos con ella como con el carbono. Era una mujer alta, cuyo porte se mantenía casi intacto, tan sólo las piernas parecían resistírsele a funcionar con normalidad. Tenía un cutis precioso, arrugado pero de aspecto aterciopelado, cubierto por un suave maquillaje. Conservaba una abundante cabellera teñida de rubio que recogía en un sencillo moño sobre la nuca. Vestía con elegancia sobria un traje de chaqueta color crema y una blusa de seda rosa, y apenas llevaba joyas, sólo unos pendientes y un collar de perlas además de una impresionante sortija de zafiros y diamantes.

—Aquí se está de maravilla: tiene usted un jardín y una casa preciosos, señora Debousse. Le agradezco mucho que me haya recibido a pesar de haberme presentado sin avisar.

—No hay de qué. —Me sonrió con dulzura—. No suelo tener muchas visitas, de modo que un poco de compañía es siempre bien acogida.

La señora Debousse se expresaba perfectamente en español aunque con un ligero acento que no pude identificar.

—He visto en su tarjeta que viene usted del Museo del Prado…

—Sí. Aunque no es ningún asunto relacionado con el Prado lo que me trae aquí, sino con la European Foundation for Looted Art.

La señora Debousse no pareció sorprendida, ni siquiera intrigada. Siguió mostrándome su sonrisa complaciente.

—Ah, sí. El doctor Alain Arnoux…

En cambio, yo sí que me sorprendí.

—¿Conoce al doctor Arnoux?

—Tan sólo de oídas. Pero me consta que tanto él como la Fundación están llevando a cabo una magnífica labor.

Asentí mientras pensaba en cuál sería mi siguiente movimiento, pero ella se me adelantó.

—¿Y en qué puedo ayudarla yo entonces?

—Es una historia un tanto… complicada la que me trae aquí, pero trataré de resumírsela.

—Por favor.

Le relaté a la señora Debousse los antecedentes de la colección Bauer y cómo la búsqueda de algún heredero de la familia al que poder restituir la propiedad de los cuadros nos había acabado llevando hasta ella. Durante mi exposición, la mujer apenas alteró el gesto. Al terminar, permaneció en silencio sin hacer la más mínima observación al respecto. Bebió un poco de zumo y me invitó a hacerlo también. Era increíble cómo aquella mujer no parecía sorprenderse con nada.

—¿Qué ocurrirá si logran encontrar a esa mujer, a Sarah Bauer, o a algún descendiente suyo?

—Devolverle los cuadros… —me callé el «obviamente» por cortesía. Tenía la sensación de haber dejado eso claro desde el principio. Sólo esperaba que la sombra de la demencia senil o el Alzheimer no estuviera cerniéndose sobre nosotros. Después de todo, yo no sabía nada de la señora Debousse—. Al menos, devolverle el veinte por ciento de la colección que se ha localizado hasta ahora.

—¿Eso es todo?

La pregunta me dejó fuera de juego, la astucia que brillaba en sus ojos me intimidó.

—Eh… Sí… Sí, eso es todo.

La señora Debousse cruzó las manos sobre el regazo como si orara, alzó la vista al cielo y suspiró. Nada de aquello borró su sonrisa beatífica ni enturbió el aura de benevolencia que parecía rodearla. Hubiera podido dedicarme las palabras y los gestos más horrendos sin dejar de parecer una bella persona.

—Mi querida Ana… Me permito llamarla por su nombre de pila, ¿no le importa?

—En absoluto —me apresuré a conceder, expectante de lo que se anunciaba.

—Mucho me temo que no me está usted diciendo toda la verdad. Aunque no la culpo… Yo tampoco estoy siendo totalmente sincera con usted.

Tuve la suficiente honestidad como para no llevarle la contraria. En realidad, más que avergonzada por haber sido cogida en la mentira, me sentía intrigada por su confesa falta de franqueza. ¿Qué podía estar ocultándome la señora Debousse?

Por un instante, me observó detenidamente y sin reparos. No me tranquilizó demasiado que se mostrase complacida por lo que observaba. No sería suficiente con que yo fuese visualmente de su agrado, allí había algo más.

—Venga conmigo, por favor. Quiero enseñarle algo.