Abril, 1944
Comienzan los preparativos para el desembarco aliado de tropas en Normandía bajo el mando del general Eisenhower. El 6 de junio de 1944, 175.000 soldados norteamericanos, británicos y canadienses participaron en la operación que permitió abrir un frente por el oeste de Europa. Semanas más tarde, el 25 de agosto, París fue liberada, dando fin con ello a cuatro años de ocupación alemana.
La Gare d’Austerlitz estaba abarrotada de viajeros que subían y bajaban a empujones las escaleras sin mirar a los lados, que se movían como hormigas fuera del hormiguero por el andén, que se encaramaban a los trenes con la ansiedad de no perder la última esperanza. Georg se preguntó cuántas de aquellas personas de mirada sombría y pegada al suelo huirían como él; lo cierto es que todas parecían hacerlo, el mundo entero parecía huir de algo… Tal vez fuera sólo una paranoia de fugitivo, el deseo de camuflarse entre una multitud fugitiva también.
Hacía un calor sofocante, de vapores de máquinas y multitudes, pegajoso y manchado de carbonilla. El aire resultaba pesado, casi irrespirable a causa de aquel hedor fuerte, áspero y picante a combustible y humanidad. La estación parecía un gran invernadero que le encerraba en su burbuja de cristales. Sarah llegaba tarde; el tren ya silbaba en el andén humeante.
Los ojos de Georg se movían rápidamente, parecían girar como los de un camaleón, del reloj a la marabunta, de la marabunta a la escalera, de la escalera a la puerta. Su mente también vagaba entre pensamientos inconexos: de la estación a Sarah, de Sarah a la Gestapo, de la Gestapo a Elsie, de Elsie a la carta… De camino a la estación la había echado al correo: una carta para su mujer. La había escrito precipitadamente antes de partir para siempre; palabras deslavazadas y frases inconexas de un hombre trastornado. «Lo siento mucho, Elsie, siento todo el dolor que te he causado. Lamento los errores que he cometido, me entristece que tú hayas tenido que pagar por ellos. Mi conciencia se ha deshecho en mil pedazos y trato de recomponerla. Mis valores se han desmoronado y trato de enderezarlos. Lo siento mucho, Elsie. Georg von Bergheim ha muerto; yo mismo lo he matado».
Cinco minutos más en el reloj. Otro silbido del tren. De nuevo un empujón en el andén. Sarah llegaba tarde.
Georg buscaba desesperadamente su rostro entre miles de rostros. ¿Y si el tren daba su último silbido y Sarah no aparecía? Miles de rostros, ninguno el de Sarah. Uno y otro y otro… ninguno el de Sarah. Le dolían los ojos, secos de no parpadear. Le dolía el cuello de tanto estirarlo y los puños de tanto apretarlos. No, sin Sarah. No abandonaría París sin ella. La buscaría en cada rostro de aquella maldita ciudad.
—Sturmbannführer Von Bergheim…
Dos hombres se dirigieron a él.
—¿Cómo?
—Gestapo. —Georg bajó la vista y vio la placa ovalada en la palma de una mano. La mano se cerró.
—Lo siento, me confunden con otra persona…
—Yo que usted no haría eso. Mi compañero le está apuntando con una pistola. —El comandante la vio cuando aquel hombre se abrió un poco la chaqueta. Sacó la mano de su bolsillo al tiempo que el policía la metió en él—. Será mejor que sea yo quien guarde su arma. No queremos que la gente se asuste y organice un tumulto.
El silbido del tren, el último tren. Los minutos del reloj. La carta de Elsie. Cientos de rostros en torno a él. Hormigas que cubrían el andén. Ni rastro de Sarah…
—Sturmbannführer Georg von Bergheim, está usted detenido. Acompáñenos, por favor.