Se oye todo por el tiro de la chimenea
No podría asegurar si fue por lo cansada que estaba aquella noche, pero al entrar en la casa, me pareció que L’Olivette era el lugar más acogedor del mundo. Todo en él resultaba cálido: la acogida, la temperatura, los colores, los aromas a chimenea y guiso casero; incluso las botas de agua de la familia alineadas al fondo del recibidor y el cuaderno de colorear y las pinturas de Claire sobre la alfombra del salón me parecieron cálidas. Dibujé una sonrisa estúpida en la cara, me estremecí de placer y me pegué a Teo en busca de calor humano, que era el único calor que en aquel momento echaba en falta.
La casa era maravillosa: un revoltijo de objetos y estilos dispares que milagrosamente armonizaban entre sí, haciendo que el resultado tuviera un encanto único. Me recordó en cierto modo al apartamento de Alain, pero en grande. Las antigüedades habían amadrinado a los muebles de Ikea y los habían elevado de categoría, las telas eran de colores vivos y exagerados estampados florales, pero también de un sobrio geometrismo oriental en los tonos de la tierra; había libros y fotografías por todas partes y jarrones con flores del jardín; una acumulación de papeles y llaves en la mesa del recibidor, un sombrero de paja en la barandilla de la escalera, una pila de platos de loza antiguos y desportillados en el comedor junto a una impresionante ensaladera de plata; había velas en cada rincón, también en los peldaños de las escaleras, y varitas de incienso en los cuartos de baño; en el descansillo del tercer piso, una enorme foto mural en blanco y negro de las niñas corriendo entre los olivos y haciendo pompas de jabón ocupaba casi toda la pared… Podría pasarme días describiendo los miles de detalles que hacían de esa casa un lugar único y, aun así, no conseguiría definir su esencia. Verdaderamente, L’Olivette era un sitio muy especial.
—Mi cuñado es muy conservador, y no sé si le hará mucha gracia que duermas con Teo —me previno Alain después de enseñarme las cuatro habitaciones de la casa: la principal, la de las niñas, la suya y la de su abuelo.
—¿Prefiere que lo haga contigo? —bromeé.
—Bueno, eso no estaría nada mal —respondió Alain a tono con mi broma—. Pero creo que en realidad lo que prefiere es que duermas con las niñas.
Cuando bajé a la primera planta para explicarle a Teo el reparto de habitaciones, me lo encontré plenamente integrado en la dinámica familiar: estaba sentado en la alfombra del salón mientras Claire y Cécile le pintaban los labios, le peinaban y le ponían una corona. Hasta uno de los pastores alemanes reposaba la cabeza en su regazo.
—Estás ideal. —No pude evitar reírme mientras las niñas gritaban: «Il est un prince! Il est un prince!».
—Han puesto en evidencia mi lado más femenino, ¿no es cierto?
—Perdona, cielo, pero tu lado más femenino está en permanente evidencia. —Por supuesto, Teo no tuvo nada que objetar a aquello—. Venía a decirte que no podemos dormir en la misma habitación: cuestión de imagen.
—¡Anda, la leche! A estas alturas ya deberían de haberse dado cuenta de que soy totalmente inofensivo para ti; y aún más con los labios pintados.
—Se hayan dado cuenta o no, hay que repartirse entre la habitación del abuelo y la de las niñas.
—¡Pido la de las niñas! La del muerto me da mal rollo. Y, además, míralas: me adoran.
Cécile se le colgó del cuello y la corona cayó sobre la frente de Teo.
—Lo siento, pero yo dormiré con las niñas —me apresuré a aclarar—. Ya he dejado mi cepillo de dientes y mis bragas-flor allí. Así que puedes ir subiendo tu equipaje a la del muerto, que estamos a punto de cenar.
Josette puso la mesa en el comedor, sobre un alegre mantel de limones amarillos, y Judith me enseñó a preparar un centro de mesa con una panera vieja, unas ramas de olivo, unos guijarros y unas velas. La cena estaba deliciosa: ensalada nicoise, tostadas de tapenade, y daube, un guiso de ternera con verduras; de postre, tarta tatin de plátano. Fran y Judith eran muy simpáticos, realmente entrañables: me sentí como cenando entre amigos. Sin embargo, aquel bonito cuadro de sabrosos manjares y alegre conversación tenía un pequeño desperfecto, algo que hubiera pasado desapercibido a ojos poco observadores, pero a mí, que estaba muy acostumbrada a las tensiones familiares durante las comidas, no se me escapó: Judith y Alain no se dirigieron la palabra en toda la cena.
La emoción del viaje y la llegada me habían mantenido en pie hasta entonces, pero en cuanto terminé el postre, empezaron a pesarme en los párpados las casi cuarenta y ocho horas que llevaba sin dormir. Como las niñas (que habían sucumbido a los encantos de Morfeo una en los brazos de Teo y otra en los de Alain), hubiera dejado caer la cabeza sobre el mantel de limones de haber tenido treinta años menos. Afortunadamente, la sobremesa no se alargó más allá de lo que duró el café. Mientras los hombres subían a acostar a las niñas, ayudé a Judith a recoger la cocina porque Josette ya se había marchado a su casa.
Alain no tardó en aparecer por allí.
—Bueno, las peques ya están en la cama, tapaditas hasta las orejas —anunció. Judith siguió fregando de cara a la pila, como si aquello no fuera con ella.
Con el rabillo del ojo, vi que Alain miraba apesadumbrado la espalda de su indolente hermana. Pasé al comedor y cuando volvía con una pila de platos, Alain me abordó y los sujetó conmigo.
—Tienes que estar agotada. ¿Por qué no subes a darte una ducha antes de dormir?
Intuí que aquella propuesta era una forma sutil de pedirme que les dejara a solas. Así que le sonreí.
—De acuerdo, pero tú no puedes coger peso. Yo llevaré estos platos al fregadero.
No me llevó mucho tiempo preparar mi déshabillé: el cepillo de dientes, una camiseta para dormir que me había prestado Teo de su completo y envidiable equipaje y unas bragas rojas enrolladas en forma de rosa, resto de los regalos de San Valentín, lo único que había encontrado en la gasolinera para poder cambiarme de ropa interior.
Las estaba desenrollando en el descansillo del tercer piso para no despertar a las niñas, cuando Teo apareció por las escaleras.
—¡Cari, no te lo vas a creer! Tienes que… ¡Joder! ¿Qué es eso tan hortera?
—Unas bragas con forma de flor. ¿A que molan?
—No, la verdad. Dime que no vas a ponerte eso; son de zorra.
—Pero están limpias y no puedo decir lo mismo de las que llevo puestas ahora. Así que sí, voy a ponérmelas.
—Puedo dejarte mis slips de Calvin. Son así, apretaditos, y te hacen un culo monísimo.
—Creo que… no. Yo te quiero mucho, Teo, pero no tanto como para ponerme tus calzoncillos. Gracias, pero me quedo con mis bragas de zorra.
—Allá tú…
—¿Qué era lo que no iba a creerme?
Teo se quedó pensativo.
—¿Lo que no te ibas a…? ¡Ah, sí! ¡Jo, cari, qué fuerte! —Teo agitó la mano aparatosamente—. Tienes que venir a mi habitación. El doctor Jones y su hermana están discutiendo en la cocina y se oye todo por el tiro de la chimenea.
Me deshice de Teo que tiraba de mi brazo escaleras abajo.
—¡Suelta, Teo! No pienso escuchar a escondidas…
—Uy, pero yo sí y necesito que me traduzcas, que no pillo una.
Pese a mis continuas protestas, logró hacerme bajar por las escaleras a trompicones, poniendo en riesgo mi integridad física y moral. Me empujó dentro de su habitación y al ver que me quedaba en pie, muy digna, frente a la chimenea, volvió a empujarme sin miramientos dentro del hogar vacío.
—Hala, reina, traduce.
—¡Por Dios, se oye todo! —Efectivamente, el tiro de la chimenea hacía de amplificador, y parecía que Alain y su hermana se encontraban en la misma habitación que nosotros—. ¡Qué vergüenza!
—Calla y traduce. No me digas que no te mueres de la curiosidad…
¡Demonios, sí que me moría! Resignada con Teo y conmigo misma, pegué la oreja y fui traduciendo.
—… ¿Qué clase de historia rocambolesca es ésa? ¿Qué maneras son ésas de llegar?: con la cara desfigurada, un aspecto lamentable, una chica que no conocemos de nada y un… marica. Y me vienes con cuentos de palizas, historias de policías y mil rollos raros más. Mira, no sé si tus líos me preocupan tanto como me escandalizan…
—Ya te lo he explicado, ¿no? No entiendo a qué vienen esos morros conmigo.
—¡Joder, Alain! ¿Te parece muy normal presentarte aquí de esa… forma, sin avisar, y decir que vienes a dormir y mañana te marchas? Esto no es un hostal, ¿sabes? No has vuelto por esta casa desde que murió el abuelo, te marchaste sin despedirte cuando ni siquiera había terminado el funeral; no te has dignado a llamar ni una sola vez. ¡Ni siquiera has firmado los papeles de la testamentaría!
—Sabes que no quiero nada…
—¡Pero es que no se trata de lo que tú quieras o dejes de querer! El mundo no siempre gira a tu alrededor. Continuamente has hecho lo que te ha dado la gana: has ido y venido, entrado y salido sin dar cuentas a nadie. Te largaste a París y el abuelo te puso buena cara y dinero en la mano, te casaste por todo lo alto y te divorciaste a los seis meses y aquí nadie dijo nada. Nunca has tenido una maldita responsabilidad con esta familia. Venías dos veces al año y encima eras como el hijo pródigo: el abuelo se volcaba en atenciones para ti. Hicieras lo que hicieras, siempre eras la víctima o el héroe para él; tú nunca cometías un error ni había nada que reprobarte, no había nada que exigirte: ¡pobre Alain!
—Espera un momento: ¿te has olvidado de que el abuelo se murió sin hablar conmigo?
—No, estás muy equivocado: se murió sin que tú hablaras con él.
—Estás siendo muy injusta, Judith. Antes de morir el abuelo me montó una de las mayores broncas que ha debido de montar en su vida. No creo que tú hayas tenido que soportar nunca las cosas tan horribles que me dijo a mí.
Se hizo un silencio breve. Miré a Teo. Me sentía muy incómoda, pero él estaba disfrutando.
—Eso es lo que crees, ¿no es cierto? —habló de nuevo Judith—. Pues no tienes ni idea, hermano. Ni idea del infierno que ha sido vivir con él. El abuelo era un déspota, un misógino, un maníaco-depresivo que montaba números por todo: porque la sopa estaba fría o el día nublado. ¿Y dices que a ti te montó un número? Definitivamente, por algún extraño motivo, tú sólo viste su rostro amable…
—No sería tan terrible. Después de todo, la abuela y mamá vivieron con él…
—No, Alain, no. La abuela le abandonó al poco de nacer mamá. Y mamá se marchó de casa en cuanto cumplió los dieciocho años. Yo quise marcharme, pero para mí no hubo oportunidad. Una vez más llegaste tú de héroe para el abuelo: «Pobrecillo, cómo se iba a quedar él solo en casa siendo tan mayor. Que se quede Judith, que además así se ahorra comprarse un piso. Es que Alain es tan bueno, siempre pensando en los demás… Pobre Alain, está demasiado ocupado en París con su trabajo y su novia millonaria». Porque tengo un marido que es un santo que si no, la convivencia con el abuelo en esta casa ya nos habría costado el divorcio.
—Nunca me lo dijiste, ¿cómo iba yo a adivinarlo?
—Nunca te importó un comino, Alain, reconócelo. Estabas demasiado ocupado viviendo tu propia vida. Sólo una vez he acudido a ti: precisamente a raíz de tu monumental bronca con él, que, por supuesto, también pagó conmigo. Ya no podía soportarlo más… Y tú, ¿qué hiciste? Pasar olímpicamente…
—¡Dejé la investigación!
—Oh, qué gran gesto por tu parte. Como siempre, te hiciste la víctima. Y como buena víctima que eras no te dignaste a venir o a coger el teléfono para arreglar las cosas… Y, vaya, el abuelo se murió…
—¿Insinúas que yo tengo también la culpa de eso?
—Pues claro que no. Si lo has interpretado así, lo siento. No era mi intención. Lo único que digo es que de vez en cuando sería bueno que dejaras de pensar sólo en ti y recordases que tienes una familia.
—¿Una familia, Judith? ¿Qué familia? Tú eres mi única familia. ¿Quién ha habido antes de nosotros? ¿Quiénes somos? ¿Por qué nadie nos lo ha dicho? ¿Por qué el abuelo perdió la cabeza ante la mención de los Bauer y en cambio su cajón está lleno de fotos de esa condenada gente? ¿Qué hay de malo en que yo quiera saber qué pasó?
—Nada, pero… ¿qué más da? Deja de mirar al pasado; los muertos, muertos están. Harías mejor mirando al frente: si quieres una familia, deja de renegar y lamentarte por lo que no puedes cambiar y crea la tuya propia, empieza desde el principio, céntrate… Madura, Alain. ¡Madura!
—¿Que madure? ¿Que cree mi propia familia?… ¡Pillé a mi mujer follándose a otro tío en nuestra cama!
Se abrió un silencio tenso. Teo me miró con la boca y los ojos muy abiertos. Y yo me di cuenta de que había traducido algo que no debía sin pretenderlo.
Antes de que pudiera arrepentirme, Judith volvió a hablar con la voz entrecortada y un tono más pausado. Teo me instó a continuar.
—No… no lo sabía. Tú nunca me lo dijiste… —Aunque parecía desconcertada, no tardó en volver a la carga—. Pero no me digas que nunca anticipaste que eso podría ocurrir. ¡Por Dios, hablamos de Camille!
Alain suspiró tan sonoramente que se oyó alto y claro a través de la chimenea.
—No tengo ganas de hurgar ahora en eso, ¿sabes? Lo que está claro es que tenías preparada la lista de agravios…
—¿Cómo iba a tenerla si no sabía si alguna vez te presentarías o no por aquí? Supongo que tu aparición estrambótica ha sido lo que me ha hecho soltar la bilis acumulada durante años…
—No sé qué puedo decir… Es difícil pasar de héroe y víctima a villano y agresor en sólo unos minutos… Es difícil enfrentarme de pronto a todos mis errores… Si no tienes nada más que echarme en cara, iré a tomar un poco el aire, a ver si puedo asimilarlo…
—Alain…
—¡Ups, vaya! Ya parezco una víctima otra vez… Lo siento, te juro que no lo hago a propósito.
—No es eso, Alain… Joder…
Me pareció escuchar el ruido de la puerta de la cocina y después a Judith exclamar: «¡Mierda!».
Ninguna respuesta de Alain subió por la chimenea.