Quiero que vengas conmigo a París

Instantes después de colgar una llamada de Konrad, busqué en la agenda de la BlackBerry el teléfono de Teo y pulsé la tecla verde. Apenas habría dejado sonar los primeros tonos de la canción de Kylie Minogue que tenía como melodía del móvil cuando descolgó.

—¿Dónde estás? —le pregunté antes de dejarle hablar.

—Pues créeme si te digo que no querrías saber qué parte del cuerpo me estoy depilando ahora mismo…

—No, no quiero saberlo. Escucha: quiero que vengas a París conmigo. No admito un no por respuesta.

—¿A París? Pero ¡tú estás lo…! —se oyó un grito al otro lado del teléfono—. ¡Co-ño! Ten cuidado, chato, que te estás acercando al cofre del tesoro… ¿Ana? Ana, cari… Mira, luego te llamo.

Y cortó la llamada sin que yo pudiera protestar.

Esa misma tarde me escapé un poco antes del museo porque estaba cansada y malhumorada. Encontré la casa vacía: ni Teo ni Toni habían llegado, y aquello empeoró aún más mi humor. Odiaba estar sola, es más, temía estar sola, la simple idea me asustaba, hacía que me sintiera vulnerable. Únicamente toleraba la soledad como un estado transitorio, una estación para cambiar de tren.

Me quité los zapatos y decidí saquear la nevera de mis vecinos: una botella de vino blanco que había quedado abierta de la cena anterior y una tarrina inmensa de helado Häagen-Dazs de vainilla con cookies. Estaba dispuesta a coger varios kilos de más con la intención, bastante pueril, de fastidiar a Konrad.

Puse un CD de jazz y salí a la terraza. Se notaba que el verano tocaba a su fin, ya no por las temperaturas, que seguían siendo altas para la época del año, pero sí por la luz: los días se acortaban. A las siete y media de la tarde la terraza se envolvía de una semipenumbra. Sin embargo, todavía se oía la algarabía de los críos jugando en el parque de abajo; aún no habían empezado las clases y apuraban sus últimos días de vacaciones.

Un ruido de llaves y cerradura me avisó de que Teo llegaba a casa tras su sesión de depilación. Sentí un alivio repentino. Oí que entraba en la terraza, pero no me volví para saludarle.

—Llegas tarde —espeté lacónicamente.

—He aprovechado para hacerme una limpieza de cutis y, luego, de cháchara con la de recepción, que me ha colocado tres cremas así como el que no quiere la cosa. Bueno, hola. —Me dio un beso que yo acepté de mala gana—. ¿A qué vienen esos morros, reina?

—No estoy de morros, estoy cansada…

Teo me miró con el ceño fruncido.

—¡Pues, tía, relájate! A ver, ¿qué es esto? —señaló la botella de vino y el helado.

—Vino.

—Lo sé, pero ¿cómo piensas bebértelo?

—A morro.

—No me seas vulgar, cari, que no te pega nada. Y ese helado… Dime que no era para acompañar el vino. ¡Qué guarrada!

Se llevó el Häagen-Dazs dentro de casa y volvió al rato con dos copas. Sirvió una generosa cantidad de vino blanco en cada una, encendió unas velitas aromáticas y me ordenó que me tumbara. Después se sentó a mi lado y colocó mis pies sobre sus rodillas.

—Lo que a ti te pasa, cielo, es que no sabes relajarte. Menos mal que estoy yo aquí para solucionar eso —declaró mientras me masajeaba los pies duramente maltratados por los zapatos de tacón.

Di un sorbo de vino blanco fresco y con sabor a fruta y al poco me descubrí gimiendo de gusto. La algarabía infantil del parque iba remitiendo y cediendo protagonismo a la música de Diana Krall, en tanto que la velita aromática empezaba a envolvernos con su fragancia de té verde.

—¿Me vas a contar a qué se debe el berrinche…? Ya luego hablaremos de lo de París —farfulló Teo según presionaba con fuerza mi arco plantar.

Yo volví a gemir por toda respuesta. Perezosa y mimosa como una gata en celo.

—Mmm… No quiero…

—Me da igual. Que te has creído que este masaje te va a salir gratis, guapa.

De mala gana, pero convencida de que no había otra salida, claudiqué:

—He discutido con Konrad…

Silencio y presión plantar.

—¡Es que no soporto cuando se pone alemán cabeza buque conmigo…! Pero sobre todo no soporto que se ponga condescendiente y me dé la razón como a los locos.

Más silencio y más presión plantar.

—Ya desde la comida de ayer en casa de mis padres lo noté tenso. Tú sabes lo nerviosos que acabamos todos después de esas comidas…

Teo asintió. Conocía de sobra el historial de tensiones que se generaban en esas circunstancias. Y Konrad no era el culpable, pero sí la causa.

En primer lugar, papá no toleraba que estuviéramos juntos. Konrad era su mejor cliente —de hecho, mi padre había sido nuestro nexo de unión—. Gracias a él, Konrad había descubierto a un pintor joven con sobrado talento a quien ayudaba como mecenas, por lo que valoraba mucho su punto de vista a la hora de adquirir pintura. Pero una cosa es que fuera su cliente y otra bien distinta que pudiera llegar a ser su yerno, o serlo en efecto. La diferencia de edad, de posición económica, su vida disoluta… Aquéllos eran sólo algunos de los argumentos que manejaba en su contra.

Luego estaba mi madre, situada en el polo opuesto a mi padre en lo que a Konrad se refería. Ella lo adoraba. Para ella, representaba el culmen de todos los desvelos de una madre por conseguir lo mejor para sus hijas: años de esfuerzo cultivando las mejores amistades, escogiendo los ambientes más selectos y sacando lo mejor de nuestras habilidades femeninas y sociales habían conseguido su recompensa; una recompensa que en mí, que tenía toda la pinta de haberle salido rana, la había sorprendido de forma inesperada y gratificante. El problema era que mi madre —obviando el hecho de que Konrad pertenecía ya no a otra escala social, sino a otra dimensión— se desvivía por estar siempre a su altura, lo cual le generaba altas dosis de estrés y continuas frustraciones.

Capítulo aparte eran mi hermana, mi cuñado y mis sobrinos. Mi hermana respondía al prototipo de la Susanita de Mafalda: se había casado y había tenido hijitos, tres, para ser exactos, a cuyo cuidado dedicaba la mayor parte del tiempo. Además, tenía una ocupación que satisfacía sus pretensiones de mujer moderna y profesional según exigen los cánones a las nuevas generaciones. Al contrario que yo, había heredado el don de mi familia para la plástica y se dedicaba a pintar recordatorios para bodas, comuniones, bautizos, cuadritos para niños, invitaciones… Es decir, cualquier objeto susceptible de ser pintado y vendido por internet. En definitiva, mi hermana llevaba ese tipo de vida de madre abnegada y profesional liberal de la que todas las mujeres renegamos a los veinte, pero que añoramos a los cuarenta, cuando nos entran las prisas por tener un marido, hijos y un negocio en internet.

Mi cuñado era un tipo bastante gris: asesor financiero, ornitólogo aficionado, coleccionista de sellos y experto jugador de backgammon. Un plomo de hombre con una extraordinaria capacidad para generar apatía y aburrimiento a su alrededor.

No creo que Konrad tuviera nada que objetar contra ellos si los consideraba individualmente, pero como grupo familiar le resultaban exasperantes. Mi hermana solía apabullarle con su ajetreada vida de pediatras, actividades extraescolares y pedidos por internet. Mi cuñado le aburría como aburría a todo el mundo. Y mis sobrinos le pateaban la ropa de marca, le mordisqueaban el pan y le aturdían con cientos de canciones infantiles en un inglés horrible.

Con este panorama, las comidas del domingo en casa de mis padres resultaban un suplicio y me generaban un nudo en el estómago que tardaba días en deshacerse. Si Konrad y yo teníamos que pelearnos, seguro que lo haríamos en esos días.

Ni siquiera el ambiente de relajación casi zen que había conseguido crear Teo en la terraza fue suficiente para evitar que me crispara con sólo recordarlo.

—Está bien, cari, dale otro lingotazo al vino y empieza desde el principio —me sugirió.

Le hice caso y proseguí.

—Todo ha venido a cuento de la dichosa carta ésa, que maldita la hora… Me ha preguntado si había hecho algo y le he dicho la verdad: que si no hay por dónde cogerla, que ni siquiera sé qué demonios he de investigar, que si internet, que si el Einsatzstab y que si la madre de Tarzán. Entonces surge su vena de empresario con soluciones para todo y me suelta que por qué no me entero de quién está al cargo de los archivos del Einsatzstab en París, que seguro que tiene que existir un encargado, que le envíe un e-mail y le pregunte. «De acuerdo, Konrad, —le respondo—, yo le mando un e-mail y le pregunto, pero qué demonios le pregunto, porque como no quieres que nadie sepa que estamos buscando ese dichoso cuadro…».

—¿Y por qué no quiere que nadie lo sepa, mira tú?

—No me preguntes: paranoias de Konrad. Está convencido de que nos hallamos ante el descubrimiento del siglo y no quiere que nadie se lo pise. Total, que me dice que me invente cualquier excusa para acceder al archivo. Yo le respondo que si es tan sencillo, que por qué no lo hace él mismo o una de sus múltiples secretarias. Y ahí es cuando se pone condescendiente y me dice que vale, que tengo razón, que debe de ser una cosa complicadísima. Discusión zanjada y morros para tres semanas, que me lo conozco.

—Ya.

—«Lo que yo no entiendo es por qué tienes tanto empeño en que me encargue yo de esto, —le digo—. Te ha entrado una fijación con la cartita…». Y me responde que lo que él no entiende es por qué tengo tanto apego a la rutina ni por qué me da miedo arriesgar, hacer locuras y no sé qué otras chorradas más. ¡Hay que joderse! ¡Si desde que le conozco mi vida es un puto caos! ¡Qué rutina ni qué cojones!

—Tranqui, cielo, que te voy a tener que dar un Valium y con el vino te vas a quedar KO. Bebe otra vez y límpiate esa lengua, ¡malhablada!

—Ay, Teo, que me voy a coger una…

En ese momento, sonó la puerta de la calle y al rato apareció Antonio en la terraza.

—Hola, pareja.

—Hola, cariño, llegas tarde…

—Es que me he pasado por el mercado y he comprado una merlucita para la cena…

—Pues dame un beso, merluzo. Y otro a la niña, que está mustia.

Volví a adoptar la pose de gatita mimosa y dejé que Toni me besara en la frente.

—Ha discutido con el kartoffel —habló mi representante.

—Ohhh, ¿una pelea de enamorados? ¡Qué tierno!

—No tiene gracia, Toni —le increpé.

—Anda, cielo, sácate una copita y así me ayudas a consolarla y a bebernos el vino antes de que se nos moñe.

—No, me voy a preparar la cena. Ya verás con qué platillos tan ricos te quito yo las penas, querida. Luego me lo contáis todo.

Así fue. Al rato, disfrutábamos de una merluza a la bilbaína verdaderamente exquisita que consiguió templar un poco mi contrariedad.

—Entonces, le colgaste toda desairada y ¿qué hiciste luego? —me preguntó Teo al hilo de nuestra conversación, sin levantar la vista de la cuidadosa circunferencia que trazaba con un trozo de pan en la balsa de aceite, ajo y perejil que había sobre la fuente de la merluza.

—Pues te llamé, dispuesta a irme a París mañana mismo…

—Vamos, que los simples mortales nos mandamos a hacer puñetas, pero como tu novio es muchimillonario te manda a París. ¡Eso es nivel, cari!

Toni dedicó una risilla a la ocurrencia de su pareja.

—Calla —le corté—. Estaba tan cabreada que me iba a largar a cualquier sitio con tal de demostrarle que para chula, yo. Pero, en fin, como tú me colgaste el teléfono, no me quedó más remedio que pararme a pensar. Volví a internet y localicé a la persona de contacto de los archivos del Einsatzstab en Francia: un tal doctor Arnoux, quien es a su vez director del Departamento de Investigación de la delegación en Francia de la EFLA…

—Qué mal suena eso de EFLA, hija.

—European Foundation for Looted Art. ¿Te suena mejor así? El caso es que le he escrito un e-mail contándole que me interesaría consultar los archivos y que si podría hacerlo telemáticamente. No esperaba que me respondiese tan pronto, concretamente a los diez minutos, diciéndome que lamentaba mucho que todavía no fuera posible el acceso telemático pero que, en cualquier caso, estaría encantado de facilitarme personalmente toda la ayuda que pudiera necesitar en relación con mi consulta. Et voilà!

—Que sí, que muy majo el tío. Pero entonces, ¿te vas a París o no?

Suspiré, me tomé mi último bocado de merluza y medité un ratito mi respuesta para crear expectación.

—Pues no lo sé. En este momento no sé qué es lo que más le podría fastidiar a Konrad…

—A ver que yo me entere —intervino Toni, hasta ahora silencioso y concentrado en la comida—, ¿tú todo esto lo haces por fastidiar a Konrad o por complacerle? Es que debo de haberme perdido en algún momento del razonamiento…

En aquel instante se oyó el brip-brip de mi móvil. Sonó varias veces sin que yo le hiciese caso mientras Teo y Toni me miraban.

—Es Konrad. No pienso cogerlo si es lo que estáis esperando.

—¡Churri, ¿estás loca?! ¡Es rico! No se ignoran las llamadas de los ricos. ¡Trae p’acá!

Teo se abalanzó sobre el móvil y me lo arrebató antes de que tuviera tiempo de impedírselo.

—¡Teo! ¡No…!

Y descolgó.

—¿Hola…? ¿Konrad…? Sí, sí está aquí…

—¡Teo! —renegaba yo entre dientes mientras intentaba en vano recuperar el teléfono sorteando la barrera de su alta y ancha espalda.

—Te la paso. Sí… Pero escucha: está muy, muy dolida… No son formas…

—¡Teo, ya está bien!

Por fin se lo quité. Le di un empujón y le fulminé con la mirada antes de desaparecer en el interior de la casa.

Al otro lado de la línea, Konrad vociferaba intentando recuperar la conversación. Antes de contestarle, me senté en el suelo del salón, en una esquina oscura, con las rodillas apretadas contra el pecho y el teléfono muy pegado a la mejilla.

—¿Teo…? ¿Ana…? ¿Sigue alguien ahí…?

—Konrad…

Süße… Meine Süße, lo siento mucho… No he debido hablarte así. A veces me olvido de que tú no eres uno más de mis negocios… Te quiero, ¿lo sabes?

Pasados unos minutos regresaba a la terraza, abrazada al teléfono y con las mejillas sonrosadas.

—¿Qué? —Teo pidió una explicación.

—Que dentro de un rato voy a matarte por entrometido, pero ahora no…

—Te mueres de amor… ¡Ja! ¡Lo sé! ¡Se te nota en la cara que te mueres de amor!

No me molesté en contradecirle. Volví a mi silla con el teléfono aún junto al pecho. Toni comenzó a recoger los platos en silencio. Por lo general su presencia era amable y silenciosa; suplía palabras con sonrisas, suspiros, muecas… y las frases de Teo.

—Y ahora, dime, ¿a qué vas a invitarme por haberte ayudado a recuperar el amor y la alegría de vivir?

—A París.

Toni dejó momentáneamente de recoger y Teo perdió su elocuencia.

—No jodas. ¿Vuelves a quedarte conmigo?

—No, señor. Ahora hablo totalmente en serio. He acordado con Konrad que le dedicaría un par de días a este asunto: los que tarde en averiguar en París si la investigación tiene algún sentido. Después, ya veríamos. Así que viajo a París la semana que viene… y quiero que vengas conmigo —rogué con el tono de voz de una niña caprichosa.

—Bueeeeeno, me sacrificaré por ti y haré malabarismos con mi apretada agenda. Creo que tengo un par de reportajes, pero voy a ver si los cambio. ¿Tú qué dices, cariño? —Miró a Toni—. ¿Me dejas ir a París con la niña?

Toni se encogió de hombros, cargó una pila de platos y, antes de ir hacia la cocina, sonrió.

—Si luego vuelves…