Éstas son las claves de Delmédigo
Intuyo que la muerte me ronda, que merodea como un lobo hambriento por las lindes de mi hogar. Quizá por eso me asaltan continuamente pensamientos acerca de asuntos pendientes.
No he vuelto a tener noticia de las negociaciones de mi buen amigo el conde Pico respecto a El Astrólogo. Tal silencio me inquieta. Como también me inquieta la idea de que el secreto de la Tabla Esmeralda pudiera llegar a ver la luz. La humanidad no está preparada para lo que YHVH quiso dejar fuera de nuestro alcance y nuestro entendimiento. La Tabla Esmeralda es un instrumento del diablo que sin duda hará tambalear los cimientos de nuestra fe y nuestro orden, de nuestro mundo, hasta derrumbarlos, hasta conducirnos a la autodestrucción.
Lorenzo de Médicis era un hombre sabio, un designado del Eterno, que hubiera impuesto la cordura en la salvaguarda de semejante secreto y sus amenazas. Lamentablemente, no tengo esa confianza en su heredero. Ruego al cielo para que el conde Pico encuentre la inspiración necesaria y logre convencer al pater Ficino y al maestro Giorgio de la necesidad de destruir El Astrólogo y borrar para siempre el rastro de la Tabla Esmeralda.
En la biblioteca de la Universidad de la Sorbona habíamos sacado una copia de la información de los microfilms sobre la que nos pusimos a trabajar en el despacho de Alain. Volvimos a repasar el diario de Delmédigo y confirmamos que el pasaje que nos había leído Irina era realmente el único relevante a nuestra investigación.
Con un marcador fluorescente cubrí de amarillo unas pocas palabras del texto: El Astrólogo, Tabla Esmeralda, Lorenzo de Médicis, conde Pico, pater Ficino y maestro Giorgio.
—Éstas son las claves de Delmédigo —le aseguré a Alain—. Con esto tenemos que responder a las tres preguntas en las que se resume nuestra investigación.
—¿Existe o existió El Astrólogo? ¿Por qué Hitler lo quería?, y ¿dónde está? —me leyó Alain el pensamiento.
Asentí solemnemente mientras me golpeaba suavemente los labios con el marcador.
—Pues a primera vista yo diría que responde, al menos, a dos de ellas —apuntó.
—Así es. Confirma por primera vez… Dios santo, nunca lo hubiera admitido… —Hice un paréntesis sin poder evitar mostrar mi asombro—. Confirma por primera vez la existencia de un cuadro de Giorgione llamado El Astrólogo. Y, según se deduce de las palabras de Delmédigo, ese cuadro esconde el secreto de la Tabla Esmeralda, el secreto ambicionado por Hitler… y es evidente que por otros tantos.
—Eso parece… —coincidió Alain con un gesto de complicidad.
—Pero ¿qué es exactamente la Tabla Esmeralda? Hasta donde yo sé se trata de un texto, apenas unas líneas llenas de simbolismos, cuya interpretación se supone es la base de la alquimia. Y ese texto se conoce desde la Edad Media. No es un secreto, y no puede ser eso lo que tanto ansiara Hitler.
—De hecho, no lo es. La Tabla Esmeralda también es un objeto o, como poco, en su origen lo fue. Al final no tuve tiempo de pasarte las notas de lo que estuve investigando, pero en líneas generales todo esto se relaciona con el hermetismo…
—Esoterismo, ¿no?
—Esoterismo y del bueno; con miles de años a su espalda. En realidad es bastante complicado. Si tecleas la palabra «hermetismo» en Google, aparecen cientos de miles de referencias. Tienes la suerte de que me lo haya currado antes y pueda darte una visión global y de bolsillo, tipo Wikipedia.
—¿Qué haría yo sin ti?
—Mejor no te lo plantees —me siguió la broma—. Bien. Hermetismo. Se puede decir que es una ciencia esotérica basada en unos textos que se atribuyen a Hermes Trimegisto, una especie de deidad grecoegipcia, que sería la unión entre el dios Thot y el dios Hermes. Se dice que vivió en el año 3000 antes de Cristo, en el Antiguo Egipto, pero en realidad no hay pruebas de la existencia histórica de este personaje. Es más bien una figura que se ha ido construyendo en base a tradiciones, pensamientos y ritos desde el siglo II de nuestra era, pero sobre todo desde la Edad Media, cuando se convirtió en el referente por excelencia de los alquimistas. Incluso, a la luz del pensamiento judeocristiano, a la unión de Thot y Hermes en la figura del Trimegisto, se añadió la de Abraham, llegándose a afirmar que el patriarca hebreo había transmitido dos enseñanzas: una pública, recogida en el Antiguo Testamento, y otra oculta, transmitida únicamente entre los iniciados y compilada en el Corpus Hermeticum. En resumen, las creencias herméticas suponen un intento de sistematizar todo el conocimiento religioso, filosófico y místico de la época. Pero también recogen la tradición de las ciencias ocultas practicadas desde tiempos remotos, y todo ello con un solo fin: alcanzar la unión con Dios mediante la invocación de poderes ultraterrenales. Ahí queda eso.
—Madre mía… —concluí lacónicamente—. Entonces, la Tabla Esmeralda…
—Es algo tan increíble como todo lo demás. Cuenta la leyenda que cuando Alejandro Magno entró en Rakotis, donde más tarde fundaría la ciudad de Alejandría, descubrió allí la tumba de Hermes Trimegisto. Al acceder a la cámara mortuoria, vio que la momia había sido enterrada con una gran esmeralda entre las manos y que en la esmeralda había una inscripción… Se dice que la esmeralda de Hermes había caído de la frente del mismísimo Lucifer cuando el ángel negro fue derrotado en su lucha con Dios y que está dotada de unos poderes infinitos y oscuros, los poderes del diablo. Supuestamente, Alejandro Magno fue testigo del poder de la esmeralda, que lo dejó conmovido y aterrorizado al mismo tiempo. De este modo, el héroe griego decidió volver a ocultar la Tabla Esmeralda para preservarla de la codicia y la irracionalidad humanas. Copió el texto de la inscripción, consciente del saber que contenía, pero ocultó la Tabla Esmeralda en un lugar secreto, remoto e inaccesible.
—No tan secreto, por lo visto…
—Espera, déjame terminar. Lo que hizo Alejandro Magno fue recoger la ubicación de la Tabla Esmeralda en un texto que dividió en dos partes, mezclándolas entre sí a modo de código, de forma que la una no se puede leer sin la otra. Ambos textos fueron grabados en sendos cilindros de piedra. Uno de los cilindros lo entregó a un sabio de la época, el llamado Kybalion, el guardián del secreto de Hermes. Este sabio debía proteger el cilindro con su vida, si era necesario, y legarlo, llegado el momento de su muerte, a otro hombre de su confianza. Así, sucesivamente, hasta el fin de los tiempos. El segundo cilindro lo custodió personalmente el propio Alejandro Magno, lo llevaba siempre encima como amuleto y cuentan que cuando lo enterraron aún colgaba de su cuello.
Mientras yo rumiaba toda aquella información, Alain expuso la primera duda:
—Sin embargo, incluso suponiendo que la leyenda sea cierta, lo que no me explico es cómo pudo Giorgione reunir los dos cilindros y acceder al secreto del paradero de la Tabla Esmeralda.
El día anterior yo también había hecho mis deberes y había tratado de buscar la conexión de los Médicis con Giorgione y de ambos con todo aquel asunto acudiendo a mis conocimientos sobre el Renacimiento.
—Giorgione, no lo sé… —admití—. Pero, tal vez, Lorenzo de Médicis. Su abuelo, Cosme, fue un entusiasta de las reliquias y las antigüedades. Enviaba a emisarios por todo el mundo en busca de rarezas que le gustaba atesorar y coleccionar. De hecho, uno de esos emisarios fue quien le trajo el primer manuscrito que se conoce del Corpus Hermeticum, un original en griego que Cosme mandó traducir al latín. ¿Y quién llevo a cabo la traducción? Pues nada más y nada menos que Marsilio Ficino, el pater Ficino, en el seno de la Academia Neoplatónica de Florencia. Visto esto, es lógico pensar que los cilindros pudieron haber llegado a manos de Cosme y de éste pasar a Lorenzo.
Alain esbozó una mueca. No estaba del todo convencido de mi teoría.
—Es posible que la casualidad y el devenir de la historia pusieran en manos de Cosme de Médicis el cilindro legado por Alejandro Magno al Kybalion. Pero ¿y el que se llevó con él a la tumba? Porque la tumba de Alejandro Magno no ha sido descubierta aún…
—No, pero podría ser que el cilindro nunca se enterrara con Alejandro. El cuerpo del rey tardó casi dos años en inhumarse desde que muriera, fue objeto de luchas de poder y de debates de Estado: que si lo entierro en Macedonia, que si me lo llevo a Egipto, que si la tumba la hago en Memphis, que si la traslado a Alejandría… Cualquiera de sus ambiciosos generales pudo hacerse fácilmente con el amuleto que el caudillo siempre llevaba consigo: sería una tentación difícil de vencer no hacerse con una reliquia de un hombre al que veneraban como a un dios. Eso sin contar con la cantidad de veces que la momia de Alejandro fue visitada, descubierta y manoseada por los emperadores romanos. Se dice que César Augusto, al ir a presentar sus respetos a la momia del rey macedonio, lo hizo con tanta efusión que rompió la nariz de la máscara funeraria. Ladrones de tumbas, saqueadores de antigüedades… No sé, hay miles de hipótesis que nos podrían llevar a pensar que el cilindro acabó rodando por el mundo y terminó en manos de los Médicis.
—Demasiadas leyendas…
—Sí, pero la realidad es que a día de hoy las leyendas perviven, que sedujeron a Hitler y aún seducen a sus acólitos. Que han soportado miles de años de historia. Y que nos tienen aquí buscando un cuadro. Eso es lo que importa: la carrera por conseguirlo. Comprobar si es un objeto mágico o, como tú dijiste, un trozo de tela cubierto de pintura, no es algo que debamos hacer ahora. Eso vendrá después… si ha de venir.
Alain sacudió la cabeza.
—Tienes razón. Hay tantas historias cruzadas en este asunto que es fácil perder la perspectiva. Primero El Astrólogo y después la Tabla Esmeralda —sintetizó Alain—. Volvamos pues a El Astrólogo: Lorenzo de Médicis consigue descubrir el paradero de la Tabla Esmeralda y decide guardar el secreto en un cuadro, probablemente mediante simbolismos que sólo él puede descifrar…
—Él y, por lo menos, Marsilio Ficino y Pico della Mirandola, a quienes también nombra Delmédigo —añadí—. Estos nombres apuntan directamente a la Academia Neoplatónica de Florencia.
—Y Elijah Delmédigo ¿qué pinta en todo esto? ¿También pertenecía a la Academia?
—No. Pero fue maestro y amigo de Pico della Mirandola y la numerosa correspondencia que intercambiaron prueba que Delmédigo estuvo muy al corriente de lo que se cocía en la Academia. Curiosamente, sin embargo, siempre se mostró escéptico sobre las doctrinas herméticas y se opuso a su influencia en el pensamiento judaico a través de la Cábala: fue uno de los primeros pensadores hebreos en atacar directamente el misticismo judío y su texto principal, el Zohar.
—«… me inquieta la idea de que el secreto de la Tabla Esmeralda pudiera llegar a ver la luz. La humanidad no está preparada para lo que YHVH quiso dejar fuera de nuestro alcance y nuestro entendimiento. La Tabla Esmeralda es un instrumento del diablo que sin duda hará tambalear los cimientos de nuestra fe y nuestro orden, de nuestro mundo, hasta derrumbarlos, hasta conducirnos a la autodestrucción» —leyó Alain aquel trozo del diario de Delmédigo—. Más que escéptico parece temeroso… Francamente, a mí todo esto del hermetismo siempre me ha parecido un cuento. Pero es cierto que éste es el tipo de cuentos por los que Hitler se pirraba: los secretos milenarios, los poderes de la oscuridad, la magia negra…
Alain dejó el papel en la mesa y se reclinó en su asiento.
—Ya hemos repasado todas las palabras que has subrayado. Sólo nos queda una: maestro Giorgio. Supongo que fue uno de esos artistas que pasó por la Academia…
Hice una pausa para estirar mis músculos entumecidos y abordar la parte más confusa del manuscrito, la pieza que peor encajaba en aquel puzle y, sin embargo, la más relevante.
—No. —Alain se mostró tan sorprendido como yo esperaba—. No hay pruebas históricas de que Giorgione pasara por la Academia. Y ahí está lo más extraño de todo esto. Lorenzo podría haber encargado el cuadro a cualquiera de los pintores de su corte, que eran muchos y muy buenos. Giorgione ni siquiera era florentino sino veneciano, y contemporáneo de Lorenzo por los pelos; cuando Lorenzo murió, él apenas tendría quince años y sería un aprendiz sin ningún tipo de reputación. No tiene ninguna lógica el papel de Giorgione en esta historia.
—Pero es evidente, porque así lo dice Delmédigo, que se lo encargó a un joven veneciano sin reputación. Tal vez Giorgione supiera más de lo que pensamos… Ya sé que tú no estás de acuerdo, pero siempre se ha dicho que Giorgione es un pintor enigmático.
—Admito que hay autores que afirman que muchas de sus obras recogen simbolismos del hermetismo. Su cuadro más famoso, La tempestad, ha hecho correr ríos de tinta al respecto, también Los tres filósofos y otros muchos. Pero nunca ha podido demostrarse la conexión entre Giorgione y la tradición hermética… Ahora, ya no sé qué pensar…
Alain se frotó los ojos y me devolvió una mirada apagada y enrojecida. Por primera vez en la tarde lo noté cansado. Lo cierto era que habíamos empezado a trabajar después de que él hubiera terminado su otra jornada de trabajo.
—¿Estás bien?
—Sí. Sólo necesito una pausa y un café. Ha sido un día largo —suspiró—. Esta mañana me he tirado media clase discutiendo con un alumno tocapelotas sobre el expresionismo de Beckmann, algo sobre lo que ni los críticos ni el propio Beckmann se han puesto nunca de acuerdo. Luego la maldita revisión de exámenes…
—¿Exámenes en octubre?
—Les hice una birria de prueba sobre los primeros temas y casi todos querían revisar la puñetera corrección. La mayoría de los universitarios de hoy en día debería seguir en parvulario…
Le eché un vistazo al reloj: pasaban unos minutos de las siete. La ventana derramaba una luz anaranjada procedente del alumbrado público, hacía rato que había anochecido. En los pasillos, el silencio había sustituido al rumor de pasos, conversaciones, teléfonos y fotocopiadoras.
—Vamos a dejarlo por hoy —anuncié mientras empezaba a guardar los papeles.
—No, de verdad. Estoy bien. —El tono de Alain se avivó para resultar convincente—. En cuanto me despeje un poco, podemos continuar.
—Sí, mañana. Por hoy, ya está bien.
Alain puso la mano sobre la carpeta que yo trataba de cerrar.
—Pero no hemos respondido a la última pregunta: ¿dónde está El Astrólogo?
Le miré con una sonrisa. No había réplica sensata a un argumento disparatado. Simplemente confirmé que era hora de terminar.
—Te propongo algo —le dije—. Tú pones la casa y yo la cena. Tengo un remedio fantástico contra el agotamiento causado por alumnos tocapelotas, universitarios parvularios y manuscritos del siglo XV: huevos fritos con patatas, una copa (o dos) de vino tinto y, por supuesto, buena compañía.
Alain comenzó a recoger.
—La compra la hacemos de camino a casa.
Apelar al estómago de un hombre es la mejor estrategia para rendir su oposición.