No, yo no era valiente
Amaneció sin que apenas hubiera pegado ojo. Tenía los párpados hinchados y la cabeza abotagada de tanto llorar, de llorar incluso dormida. Me levanté perezosamente, incapaz de enfrentarme al día, y me tomé un café fuerte y una aspirina. Al cabo de un rato de dormitar sobre la mesa de la cocina con la taza entre las manos, reuní la lucidez y el valor suficientes para volver a encender el teléfono móvil. Las llamadas perdidas de Alain saltaron una detrás de otra y me dieron ganas de volver a apagar el puñetero cacharro. Había incluso algún mensaje:
Ana, soy Alain. Perdona, se me olvidó encender el móvil al bajar del avión y acabo de ver tus llamadas. Llámame cuando quieras.
Ana, soy yo otra vez. No consigo dar contigo. Por favor, llámame para confirmarme que va todo bien.
Ana, voy a pasarme por tu casa. Estoy preocupado.
Maldito cínico. Mentiroso, embaucador… Maldito cabrón.
Volvían a saltárseme las lágrimas cuando sonó el teléfono. Si no hubiera visto a tiempo el nombre de Konrad en la pantalla, quizá habría estampado el móvil contra la pared.
—Hola, Konrad… —murmuré al descolgar, intentando tragarme las lágrimas.
—Buenos días, meine Süße… ¿Te he despertado?
—No, no… Llevo un rato levantada.
—¿Estás bien? Te noto… rara.
Aquellas muestras de empatía estuvieron a punto de conseguir que me derrumbase en un llanto histérico, pero me contuve haciendo grandes esfuerzos. Konrad estaba a miles de kilómetros al otro lado del mundo, no era justo que le montase una escenita por teléfono.
—Sí, estoy bien… Bueno, es que han sucedido muchas cosas. —Me estaba mordiendo los labios con tanta fuerza que fácilmente hubiera podido hacerlos sangrar.
—¿Es por la investigación?
—Sí… Han robado el manuscrito…
—Ya, lo he visto en las noticias… Pero os habéis traído una copia, ¿no?
—Sí… Aunque la tiene Alain…
—Bueno, no importa…
—¡Sí importa, Konrad! —salté—. Nos está engañando, lo ha estado haciendo desde el principio. No sé qué es exactamente lo que pretende, pero creo que sólo nos está utilizando… Además, he recibido otro SMS con amenazas. Justo cuando Alain no estaba… Estoy a punto de volverme loca…
—Está bien, meine Süße, tranquilízate y cuéntamelo todo por partes.
Obediente, le relaté los acontecimientos aciagos de la noche anterior, haciendo especial hincapié en la advertencia del SMS de que no me fiara de nadie y en el completísimo informe que Alain tenía sobre nosotros. Cuando terminé, Konrad permaneció en silencio.
—Qué hijo de puta… —masculló al fin. No supe qué contestar—. Pero me lo veía venir, todos éstos de la EFLA son unos carroñeros. Has hecho muy bien en no contestar el teléfono ni en abrirle la puerta, no sabemos exactamente hasta dónde está dispuesto a llegar, puede ser un tío peligroso, meine Süße. Precisamente acaban de pasarme por e-mail el informe del rastreo de la llamada y el SMS…
—¿Y?
—Las hicieron desde un teléfono móvil de prepago. El teléfono lo compraron en una tienda Orange del boulevard Sebastopol, el mismo día que viajaste a Friburgo. El comprador se identificó con un documento de identidad falso a nombre de Georg von Bergheim. El SMS se envió desde una nave industrial abandonada a veinte kilómetros de París. La llamada también se hizo desde allí, desde el cementerio Père-Lachaise… Es todo tan jodidamente teatral…
—Es espeluznante —afirmé con un nudo en la garganta.
—Lo siento, meine Süße, pero no voy a poder reunirme contigo antes del viernes, hasta entonces, no salgas de casa en la medida de lo posible y procura evitar al doctor Arnoux.
—Tengo miedo, Konrad —confesé con la boca pequeña, temiendo su reacción—. Me gustaría volver a Madrid…
—Lo sé, meine Süße. Tienes motivos para estar asustada, pero sabrás sobreponerte, eres una mujer valiente, por eso te quiero…
«Eres una mujer valiente, por eso te quiero…». No, yo no era valiente. No podía ser que Konrad me quisiera por eso. Aunque, bien pensado, ¿por qué me quería…? Estuve al borde de enredarme con aquella pregunta, puede que fuera una evasión, una forma de eludir el terrible panorama. Estaba claro que estaba deprimida. Necesitaba hablar con Teo.
—Ay, cari, por lo que más quieras, no me llores así, que me estás dando una congoja…
—Lo siento… —Aquellas palabras húmedas y temblorosas fueron un remedio peor que la enfermedad.
—Déjalo, Ana. Déjalo con las mismas. Haz caso al Georg von Bergheim ése, que parece el único sensato en todo esto. Abandona porque es un juego peligroso. Ni hagas las maletas, vente para casa ya.
—No puedo, Teo. Si lo hago, Konrad dejará de quererme. Y si deja de quererme, me moriré.