Una chica corriente

En tan sólo cuatro años mi vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Se podía decir que de Cenicienta había pasado a princesa o, siendo menos poética, que de nave industrial me había reconvertido en local de moda. El culpable de semejante transformación en mí no era otro que Konrad.

Konrad Köller era probablemente uno de los hombres más ricos de Europa. La prensa lo definía como empresario alemán, una forma muy vaga de catalogar a alguien que en realidad no se sabe muy bien a qué se dedica porque se dedica prácticamente a todo: telecomunicaciones, transporte, construcción, turismo, banca, farmacia… Otro tipo de prensa menos seria solía definirlo más bien por lo que tenía que por lo que era: los coches que conducía, de ésos que uno vuelve la cabeza para mirar cuando pasan; las casas maravillosas, allí donde todo el mundo querría tener una parecida; el avión privado, el yate, las colecciones de arte y, cómo no, las mujeres. En sus más de cincuenta años de vida, Konrad había mantenido relaciones con una larga lista de mujeres que, hasta el momento, cerraba yo. Y, a sus más de cincuenta años de vida, rompía la mayoría de los tópicos que correspondían a su edad: soltero, atlético, atractivo e incansable como un veinteañero, incluso más que muchos veinteañeros que yo había conocido. Y todo ello tenía que agradecérselo a una genética privilegiada, pero también a un entrenador personal y un asesor de imagen que cuidaban de que su dieta fuera sana, su ejercicio adecuado y su vestuario impecable.

Teniendo en cuenta las circunstancias, que yo fuera la pareja de Konrad desde hacía cuatro años era para mí un misterio, y, para la mayoría, casi un suceso paranormal. Porque lo cierto es que yo era una chica corriente.

Empezando por mi nombre: Ana García. Al menos, hasta que mi madre, francesa y con un millón de pájaros en la cabeza, decidiera que sus hijas juntaran sus dos apellidos en uno compuesto, porque García-Brest resultaba mucho más chic y charmant.

Mi aspecto también era corriente: ni muy alta ni muy baja, ni muy gorda ni muy delgada, ni muy guapa ni muy fea. Hasta que Konrad entró en mi vida, yo era de esas mujeres que no tienen ningún problema en salir a la calle sin maquillar, que no se preocupan por el aspecto de su pelo —lo ataba en una coleta y asunto arreglado—, que no tienen especial interés por la moda —me ponía cualquier cosa sin arriesgar demasiado para no ir disfrazada— y que kilo arriba, kilo abajo tampoco les quita el sueño porque el placer de la comida es irrenunciable. Hasta que Konrad entró en mi vida… A partir de entonces, no volví a salir a la calle con la cara lavada porque eso a él le parecía descuidado; llevaba un corte de pelo a capas con mucho estilo y unas mechas en tres tonos que cada dos meses retocaba el peluquero que él había escogido; me vestía de firma en cualquiera de las boutiques de la Milla de Oro de Madrid, siempre asesorada por su exquisito gusto, y cuidaba mi peso para no tener que escucharle decir: «Meine Süße, tienes un tipo precioso. No lo estropees por comerte un bombón de más».

Mi inteligencia, formación y profesión también eran corrientes. Estudié Historia del Arte porque mi familia paterna siempre ha estado vinculada al mundillo: mi abuelo era pintor y mi padre es marchante y galerista. Después, como no tenía muy claro a qué dedicarme, hice el doctorado. Una vez acabado, de lo único que estaba segura era de que lo que mejor sabía hacer era estudiar, así que preparé la oposición al Cuerpo Facultativo de Conservadores de Museos Estatales. La saqué a los cuatro años y empecé a trabajar en el Museo Nacional de Cerámica y Artes Suntuarias Gonzalo Martí de Valencia, a la espera de una plaza en Madrid. Eso, hasta que Konrad entró en mi vida… Desde entonces, trabajaba en el departamento de comunicación del Museo Nacional del Prado. Ya no estaba todo el día rodeada de cerámica y arte suntuaria que custodiar y conservar, sino de japoneses, americanos, chinos, o cualesquiera otras nacionalidades a los que tenía que sonreír mucho y dorar la píldora. Ya no iba vestida con vaqueros rotos, camisetas anchas y zapatillas, sino con trajes de chaqueta impecables y altísimos zapatos de tacón.

Incluso mi coche era corriente. Un Renault Clio granate que había sido de mi madre y que mi padre me regaló cuando terminé la carrera. Hasta que Konrad entró en mi vida… y por mi cumpleaños me regaló un descapotable, un Mercedes SLK.

Konrad había cambiado muchas cosas en mí. Me había sacado brillo, como a una vieja cuchara de plata olvidada al fondo del cajón. Había colocado mi nombre sobre papel cuché y en la punta de muchas lenguas envidiosas. Me había convencido de que yo tenía algo especial que no podía desperdiciar en los sótanos de un viejo museo ni esconder bajo capas de ropa ancha y trasnochada. Me había dado un empujoncito hacia el lado luminoso de la vida y por allí me llevaba de la mano mientras acariciaba mis oídos con cientos de palabras bonitas. Y yo le quería, le quería como nunca había querido a nadie, como una obra admirada por todos debería adorar a su artista, a aquél que le ha dado forma con suaves caricias e incluso, a veces, a golpes de cincel.

Lo único que Konrad no había cambiado era mi casa. Tampoco era gran cosa, pero me había resistido a abandonarla con determinación numantina y, hasta entonces, lo había conseguido, incluso a pesar de que él había insistido hasta hartarse durante los dos primeros años de nuestra relación para que me mudase a su exclusivo ático de doscientos metros con piscina privada en la calle Velázquez. Konrad no podía comprender que yo prefiriese mi buhardilla minúscula, con una terraza que más que terraza parecía una maceta grande, a la que se accedía en condiciones verdaderamente penosas tras una épica escalada por unas escaleras de madera desgastada y quejosa de un edificio antiguo y sin ascensor de la muy castiza plaza de Chamberí. Pero es que mi buhardilla significaba mucho más que eso. Era un símbolo de mí misma, lo poco que quedaba de mi auténtica esencia; se veía desaliñada y bohemia como mi espíritu; en definitiva, era el lugar donde, una vez cerrada la puerta, podía volver a ser yo. Además de las muchas connotaciones sentimentales que tenía para mí, pues había sido el estudio de mi abuelo, el pintor, y él me lo había dejado al morir. Por eso, alguna tarde de las que me quedaba leyendo junto a la ventana, el simple hecho de mirar el suelo me recordaba la cantidad de veces que sobre esa misma tarima color miel había emborronado de niña cientos de cuartillas y había terminado por mancharme los dedos de pintura bajo la mirada tierna de mi abuelo; que en la mesa de la cocina habíamos merendado juntos chocolate con churros, y que en la terraza habíamos dibujado las constelaciones sobre el cielo las noches de verano y luna nueva.

Aquella noche también era de verano, de finales de verano, y luna nueva. Y como muchas otras noches estaba cenando en casa de Teo y Antonio, mis vecinos. Era raro el día que no acababa recalando allí, principalmente por dos motivos: su terraza era más grande y su cena muchísimo más buena que la mía, porque Antonio, que era de Getxo, cocinaba como los ángeles —como los ángeles vascos, que estoy segura de que para la cocina pertenecen a una categoría aparte—. Ensalada de brotes con pato, chipirones en su tinta y suflé de manzana era lo que Teo y Antonio servían para cenar cualquier día sin necesidad de estar celebrando nada.

Teo era además uno de mis mejores amigos, quizá el mejor. Lo éramos desde la facultad y gracias a mí había conocido a Antonio, cuando éste compró la casa que lindaba puerta con puerta con la mía. Lo suyo había sido un flechazo. «Mira, cari, el flechazo es algo muy maricón —me había ilustrado Teo—. Aunque hacemos mucho ruido, somos pocos y no podemos andarnos con remilgos: lo ves y te lo tiras, punto». Desde luego que con Teo no podía haber remilgos; era el prototipo de homosexual que las mujeres lamentamos como una pérdida terrible para el género. Resumiendo, era una sensibilidad femenina empaquetada en el cuerpo de Hugh Jackman. «Mi vida sería mucho más sencilla si tú no fueras gay y te hubieras casado conmigo», solía llorar yo sobre el hombro de mi amigo.

El caso de Antonio era diferente. «Yo soy un pedazo de maricona, pero Toni es de esos gays que no te ves venir», en palabras de Teo. Además de ser de Getxo, Antonio tenía un empleo muy hetero de ingeniero jefe de obras públicas, y con su barriga, su casco amarillo y su barba nadie hubiera dicho que le iban los hombres para algo más que para ver el fútbol, tomar cervezas y decir guarradas a las tías desde el andamio. De hecho, Teo y Antonio juntos hacían una pareja pintoresca: simbolizaban el dicho de «la suerte de la fea la guapa la desea», en versión gay.

El caso es que los tres habíamos hecho del sexto piso una especie de comuna: un lugar de puertas abiertas, zonas compartidas y cocina única, la de Antonio.

—Yo me voy a la cama, estoy muerto —anunció Antonio bostezando, poco después de que hubiéramos terminado la cena.

—Eres un sieso, Toni. ¡Es sábado! Quédate un poco más. Con otro limoncello te espabilas fijo —le animó Teo.

Haciendo caso omiso, Toni se puso en pie, le dio un pico en los labios a Teo y a mí un beso en la mejilla.

—Buenas noches, querida.

—La cena estaba deliciosa, Toni, como siempre.

—Gracias. Mañana más. No olvidéis meter las copas en el lavavajillas y ponerlo en marcha que si no, no cabe lo del desayuno. —Nos dejó instrucciones precisas al tiempo que abandonaba la terraza.

—Tienes costumbres de burgués —le picó Teo cuando se alejaba—. ¡Y te diré que te estás poniendo gordito! —Luego me susurró—: Eso le molesta mucho.

—Soy burgués y ya estoy gordo —le gritó el otro desde dentro—. Buenas noches, cariño.

—Pues no parece muy molesto.

—Se hace el duro. Ahora mismo está sobre la báscula y mañana se desayuna mis Special-K, te lo digo yo.

Le sonreí y me recliné en la tumbona. Aquella noche también se hubieran podido dibujar las constelaciones. Era una noche preciosa, fresca y tranquila. Apenas se oía el rumor lejano del tráfico nocturno y toda la terraza se veía envuelta en el aroma a tierra mojada de las jardineras recién regadas y el perfume de las hierbas que Antonio tenía plantadas en una esquina: albahaca, romero, menta…

Teo me tiró una manta finita.

—Toma, cari, que ahora con la humedad se nota un repelete

Me envolví un poco las piernas y de nuevo me mojé los labios con la copita de limoncello.

—¿Cuándo vuelve Konrad? —me preguntó.

—Hasta el viernes que viene, nada. Cuando va a Hong-Kong se queda varios días para aprovechar el viaje.

—¿Y ya has pensado lo que vas a hacer?

—No estoy segura. Por un lado, me pica la curiosidad, por otro, me parece una pérdida de tiempo. Pretender encontrar un cuadro, que además la historia dice que no existe, partiendo de una carta de hace setenta años es como buscar una aguja en un pajar.

—A mí me parece divertido. Como una búsqueda del tesoro o algo así, ¿no?

—La realidad nunca es tan romántica, Teo. Los grandes descubrimientos ocurren después de tirarse años encerrado en un archivo polvoriento y desordenado, de perder las amistades y de sufrir intolerancia a la luz del sol como los vampiros de Crepúsculo. Así, o por casualidad.

—Bueno, tal vez la casualidad llame a tu puerta: una carta misteriosa ha caído en tus manos… —anunció Teo sobreactuando.

—Por conformar a Konrad he empezado a mirar un poco en internet. Es tan escasa la información que da la carta que casi no sé ni qué meter en Google: Himmler, más de un millón de resultados; El Astrólogo de Giorgione, ninguno porque no existe; comandante de las SS Georg von Bergheim, así, todo junto, nada… Sólo puedo partir del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg.

—¿Lo qué de qué?

—Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg o Instituto Rosenberg, una forma muy anodina de denominar la organización que se dedicó a expoliar el arte de los territorios ocupados por la Alemania nazi. Rosenberg era el nombre del gerifalte nazi que la había puesto en marcha y de quien dependía formalmente, aunque en la práctica, al menos en los territorios del oeste, dependía de Göring.

—Ése era el gordo, ¿a que sí? Siempre me acuerdo porque Göring-gordo, go-go…, ¡pegan!

Me reí de la ocurrencia de Teo y sus reglas mnemotécnicas.

—Sí, era el gordo. Y uno de los nazis más obsesionados por el arte. Quería erigir un gran museo en su mansión de Carinhall, donde llegó a reunir más de mil trescientos cuadros, además de esculturas, tapices, muebles, alfombras… Todo confiscado de colecciones privadas en los territorios ocupados.

—Entonces sería Göring quien se llevaría el cuadro ése. ¡Es sencillo, tía! —concluyó Teo simplificando.

—No. Suponiendo que el cuadro exista, por lo que se deduce de la carta, podría ser el propio Hitler quien hubiera ordenado a través de Himmler, otro de sus secuaces, que se buscase.

Teo se llevó una mano muy estilizada, como de bailarina balinesa, a la frente y me miró con ojos de vaca.

—Ahora sí que me he perdido, cari: ¿qué pinta Himmler en todo esto? Pero ¿ése no era el gafitas cabronazo de las SS que se cargó a todos los judíos y los gays?

—Básicamente, sí. Era el comandante en jefe de las SS.

—¿Y qué tiene que ver eso con lo tuyo?

—Pues no tengo ni idea. Ahí está el quid de la cuestión: todo lo que me ha pasado mi querido Konrad es una carta de un comandante nazi a su mujer con tres pistas mal dadas, y de ahí quiere que yo le haga el descubrimiento del siglo. Conclusión: que me he puesto a mirar en internet y que me lo sé todo sobre los nazis como para quedar de maravilla en una partida de Trivial, pero nada más. De algún modo tendría que hacerme con otros datos sobre ese comandante Von Bergheim.

—Pues, cari, ya te veo en el archivo guarro y asqueroso.

—Yo sólo he dicho polvoriento y desordenado, pero paso.