Abril, 1942

París. Desde el 13 de junio de 1940 el ejército alemán ocupa la ciudad. Las banderas del Tercer Reich ondean en cada edificio oficial. Tras la derrota frente a Alemania, Francia firma un armisticio en virtud del cual el país queda dividido en dos zonas: la zona ocupada, al norte, y la zona libre, al sur, bajo la autoridad de un gobierno colaboracionista presidido por el mariscal Pétain, con sede en Vichy.

Un automóvil negro identificado con el banderín de la cruz gamada se detuvo frente a la suntuosa entrada del Hotel Commodore.

Cuando el chófer abrió la puerta, Georg von Bergheim se apeó de la parte trasera. Aunque no podía correr con agilidad, trató de llegar lo más rápido que pudo bajo la marquesina de la entrada para resguardarse de la densa lluvia. Entró en el hall. Comparado con las calles lluviosas, solitarias y oscuras de París, la recepción se le antojaba un lugar cálido y vivo, testigo de idas y venidas pausadas y de conversaciones distendidas en su lengua natal. Se registró en el mostrador y cogió la llave de su habitación, la 202. Tomó el ascensor y subió a su planta. Metió la llave en la cerradura, la giró y empujó la puerta. Allí, en cambio, el recibimiento volvió a ser tan frío como las calles parisinas: una habitación en penumbra, pulcra, ordenada y que olía a desinfectante; congelada como una fotografía, vacía de vida. Aunque estaba anocheciendo, no se molestó en encender las luces. Apartó el escaso equipaje que traía consigo, apenas un maletín, hacia un rincón. Se quitó el gabán y la gorra, se desabrochó la guerrera y el cierre de la cinta que sujetaba la Cruz de Hierro a su cuello. Lo único que deseaba era estirarse cuan largo era sobre la cama, y cuando lo hizo, se sintió un poco mejor. Exhaló un suspiro profundo y prolongado… Cerró los ojos. Le dolía la rodilla, seguramente por culpa de aquel maldito clima húmedo. En el silencio mortuorio de la habitación, el repiqueteo de la lluvia al otro lado del cristal ahogaba el resto de los sonidos, incluso el de su propia respiración.

Tan sólo llevaba unos meses asignado a su nueva misión y se sentía considerablemente más cansado que después de un año y medio de combate en primera línea de fuego. Los políticos y la política le absorbían la energía, le dejaban apagado e inútil como un arma sin munición. Acababa de llegar de Berlín, aquel nido de burócratas alejados de la realidad. Había ido a reportar a Himmler: no había señal de ningún cuadro llamado El Astrólogo y su búsqueda absurda había costado ya más vidas de las que se merecía. No tuvo miedo de ser sincero, de emplear las palabras adecuadas y no las políticamente correctas. El Reichsführer Himmler le miró por encima de sus lentes redondas con una mueca de desagrado en la boca, pero no se dignó contestar a sus observaciones, parecía estar dándole una oportunidad casi clemente de que reconsiderase sus palabras. Atreverse a cuestionar los deseos del Führer podía salir muy caro, fue lo que Georg tradujo del silencio de Himmler. No obstante, contra todo pronóstico, el Reichsführer fue benevolente. «No me consta que su búsqueda haya costado ninguna vida, Sturmbannführer Von Bergheim», escupió con desprecio e indiferencia. Georg estuvo a punto de replicar, sin embargo, intuyó que hacerlo sólo empeoraría las cosas.

«Sea como sea —continuó Himmler—, el Führer está convencido de la existencia de ese cuadro y lo está, precisamente, en base a los informes que usted mismo nos ha facilitado. Para mayor abundamiento, es el firme deseo de nuestro Führer Adolf Hitler que El Astrólogo se encuentre lo antes posible en poder del Reich. Le aconsejo, Sturmbannführer Von Bergheim, que repase bien sus propios informes. No sé si es consciente de la importancia de su misión para el desenlace de la guerra y la mayor gloria de nuestro Führer y de Alemania. Resultaría lamentable que una persona de su valía fracasase estrepitosamente en este asunto, lamentable para nosotros y todavía más para usted». El Reichsführer Himmler sabía amenazar, era evidente. Y también cumplir sus amenazas. Georg no tenía nada que añadir; únicamente tragarse su orgullo y lamentar haberse convertido en el instrumento de una obsesión del Führer absolutamente vacía de fundamento. No importaba cuántas veces leyese aquel maldito informe, la realidad se mostraba terca: el cuadro no aparecía por ninguna parte porque probablemente no existía, y, aunque existiese, era de locos basar el desenlace de la guerra y la gloria de Alemania en una superchería.

Georg alzó el brazo derecho, dio un taconazo, gritó «Heil Hitler!», y abandonó el despacho de Himmler. Ahora bien, en cuanto hubo escapado del influjo de la sombra del Reichsführer, negra y asfixiante, venció al desaliento. Había recibido una orden e iba a cumplirla, porque eso era lo que mejor hacía. Georg von Bergheim poseía no en vano dos cruces de hierro por hacer de las órdenes imposibles hazañas dignas de encomio.

Sin embargo, a pesar de su determinación, Georg tenía la sensación de que aquella reunión había terminado por envejecerlo. O tal vez se debiera a un poco de todo lo que había visto durante los meses anteriores. Ni siquiera los días de permiso que se había tomado para asistir al nacimiento de su hijo habían insuflado algo de vida a su espíritu. Ver nacer al bebé había sido una experiencia muy gratificante, le había proporcionado una alegría indescriptible y había resucitado en su corazón una ternura que creía muerta. La pequeña Astrid, con su inocencia y su dulzura al llamarle papá, con su generosidad y su cariño al besarle y abrazarle, también le había proporcionado una cura de humanidad. Pero nada de aquello fue suficiente para que Georg volviera a sentirse en paz consigo mismo. Algo había cambiado. Tal vez la guerra, tal vez todo lo que la rodeaba… Lo cierto era que se había transformado. Y quizá porque él había cambiado, Elsie también. Le había resultado extraño volver a estar juntos: ella se mostraba distante como él; ella parecía irascible y él también; ella ya no le besaba en la nuca para cogerle por sorpresa, él tampoco la besaba a ella.

«¿Desde cuándo he envejecido?», pensó Georg. No era la guerra, esa guerra de todos, la que le había cambiado. Georg estaba seguro de estar librando una batalla particular, una contienda consigo mismo que le estaba consumiendo; una confrontación que no era la de trincheras, ni la de carros blindados, ni la de enemigos sin rostro, ni la guerra por el honor y la patria. No, la suya parecía mucho más sucia. Pero ¿cuándo?, ¿cuándo había empezado?

Estrasburgo. Ésa era la palabra. Ése era el lugar. El momento. Nada había sido igual después de Estrasburgo, ni siquiera él mismo. Nunca antes había puesto rostro, nombre y apellidos a sus víctimas. Nunca antes había agredido sin sentirse agredido. Nunca, antes de Estrasburgo.

Al principio todo había salido bien: las visitas a la casa, las entrevistas con el propietario, las charlas sobre arte con aquella chica… Pero, de un día para otro, todo se trastornó. Así, de repente, como quien da un resbalón, cae por el precipicio y se deja llevar por una avalancha de tierra, rocas y confusión. Sin nada a lo que agarrarse, sin saber cómo parar.

Los recuerdos de Georg se detuvieron en aquella caída al vacío… El sueño iba anulando lentamente su capacidad de pensar y recordar. Pero, antes de dejarse vencer por él, creyó haberse jurado que jamás volvería a permitir que la Gestapo interviniese en sus asuntos. Jamás volvería a permitirlo… Jamás… Jamás… Jamás…

El ruido de la lluvia en la ventana lo espabiló. No estaba seguro de haber dormido, pero sí de haber dejado de pensar con claridad. Encendió la luz de la mesilla y consultó el reloj de pulsera entre parpadeos de arenilla: las ocho. Perezosamente, ignorando la punzada de dolor en la rodilla, abandonó la cama. Se metió en el baño y frente al espejo se volvió a colgar la Cruz de Hierro y a abrochar la guerrera. Bajaría a tomar algo al bar.

El ambiente del hall era animado. La gente pululaba de acá para allá, conversaba, reía y bebía. Se oía música, y el entrechocar de unas bolas de marfil delataba la presencia de una mesa de billar.

Se sentó a la barra, pidió un whisky con hielo y encendió un cigarrillo. No había comido nada desde el desayuno, pero tampoco sentía hambre. Eso sí, se dio cuenta de que tenía el estómago vacío cuando le pareció que el primer trago de whisky le abría una úlcera al bajar.

—¡Sturmbannführer Von Bergheim! Veo que ya ha regresado a París…

Georg se volvió: se trataba de Bruno Lohse, una de las pocas personas con las que había conversado la única noche que estuvo en la capital.

—Así es, Doktor Lohse. Me alegro de volver a verle. Le hacía en uno de sus muchos viajes en pos del arte.

—De hecho, acabo de llegar de Amsterdam hoy mismo. Pero tengo previsto quedarme una temporada por aquí. ¿Y usted? ¿Qué le trae de nuevo a París?

Georg terminó de pasar su último trago de whisky y, sin pensarlo mucho, contestó:

—Una mujer.

Bruno Lohse alzó una ceja e insinuó una sonrisa.

—No es lo que está pensando —aclaró Georg—. Se trata de una mujer que me debe conducir hasta un cuadro.

—Ah, cuadros y mujeres: lo más hermoso de este mundo. Es toda una suerte que nosotros estemos rodeados de ambas cosas.

Lohse tomó asiento a su lado.

—¿Me permite acompañarle?

—Por supuesto. ¿Qué beberá?

—Lo mismo que usted.

Georg pidió al camarero otros dos whiskies. Sacó de su pitillera un cigarrillo para él y otro para Lohse.

—Gracias. —Lohse se llevó el pitillo a la boca y lo acercó a la llama del mechero que Georg extendía. Tras una profunda calada, añadió—: ¿Sigue trabajando para Himmler?

Asintió. Oficialmente, gozaba dentro del ERR del estatus de Sonderauftrag Himmler, misión especial Himmler.

—Imagino que usted sigue trabajando para Göring.

—Así es.

Del mismo modo, Lohse poseía desde hacía un año su propio estatus independiente de Sonderauftrag Göring, aunque también estaba asignado al ERR organizativamente.

—Nos consideran los niños mimados —continuó Lohse—. Le advierto que su Sonderauftrag le acarreará no pocos problemas dentro de la organización. A la gente le fastidia que haya otros con privilegios. De lo que no se dan cuenta es de que los privilegios suelen ir acompañados de responsabilidades. Pero eso es otra historia de la que hablaremos largo y tendido en otro momento.

Georg podía entender a lo que se refería Lohse. En teoría, se consideraba envidiable depender directamente de un alto cargo del gobierno. En la práctica, se traducía en una presión adicional por parte de un superior. Y, probablemente, Lohse estuviese en las mismas.

Desde un primer momento le pareció curioso el paralelismo entre Bruno Lohse y él. Ambos tenían la misma edad, eran doctores en Historia del Arte, habían desempeñado funciones militares y después habían sido apartados del servicio. Y, aunque formalmente eran parte del ERR, ambos estaban asignados a misiones especiales y gozaban de total independencia en el desempeño de su trabajo, lo cual levantaba ampollas entre muchos de sus colegas. Además Lohse, por su parte, era un personaje ya de por sí bastante polémico: en lugar de uniforme, vestía siempre ropas civiles; viajaba en su propio automóvil, rehusando usar el oficial; tenía su propio apartamento en París; aunque pertenecía a las SS, había rechazado ostentar un rango dentro de la organización; y, por último, aunque no menos importante, se acostaba con la mitad de las secretarias del ERR. Parecía lógico que Bruno Lohse contara con más de un enemigo.

Por lo demás, era un gran experto en arte, especialmente en el holandés del siglo XVII. Conocía el mercado como la palma de su mano, los marchantes le respetaban y le proponían siempre buenos tratos. Y negociando era un tipo muy hábil.

—Dígame, Lohse, ¿ha oído hablar de un cuadro de Giorgione llamado El Astrólogo?

Lohse no se lo pensó un segundo antes de mover la cabeza y responder con un categórico «no».

—Pero estaré al tanto. ¿Es ése el cuadro que fue a buscar a Estrasburgo y el que le ha traído de nuevo a París?

—Entre otras cosas.

—Por cierto, tuve ocasión de ver la colección Bauer en Berlín: no muy grande pero con piezas realmente interesantes. La llevó usted, ¿no es así?

Ante la mención de los Bauer, Georg notó que se crispaba. Tratando de ocultarlo, bajó la vista al suelo y retorció la colilla contra el cenicero con fuerza desmedida.

—No exactamente. —Según notaba que recuperaba el dominio de sí mismo, se permitió ser un poco más explícito—: La colección Bauer fue el típico caso de expolio sin escrúpulos. La Gestapo se excedió en sus funciones y requisó unos cuadros que no se hallaban en situación de abandono.

Alguien le había explicado que las funciones que desempeñaba el ERR en cuanto a la custodia de las obras de arte eran plenamente legales en virtud de los acuerdos firmados en el marco del armisticio con el gobierno de Francia. El ERR se limitaba a proteger y salvaguardar el patrimonio artístico abandonado por sus propietarios. Sin embargo, en Estrasburgo… Lo de Estrasburgo había sido un robo sin paliativos. Un robo del que se sentía cómplice. «Estrasburgo ya no es Francia, Sturmbannführer. Aquí no son aplicables los acuerdos del armisticio y las cosas se hacen de otra manera —le había contestado a sus objeciones el Kriminalrat de la Gestapo de Estrasburgo—. Si a lo que usted ha venido es a inventariar la colección Bauer, limítese a hacer su trabajo y déjenos a nosotros hacer el nuestro». Georg no había ido a eso, pero firmó el inventario; ¿qué otra cosa podía haber hecho entonces, cuando la colección se encontraba ya en situación de abandono? Y todo por culpa suya…

Por un momento, Lohse le dirigió una mirada que Georg creyó de compasión.

—Mi querido Von Bergheim, se nota que ha estado usted poco tiempo en París —observó finalmente—. Si hubiera trabajado a las órdenes de Von Behr, no se sorprendería de que ocurran cosas semejantes. Pero no lo olvide, Sturmbannführer: Alemania no expolia, Alemania protege el patrimonio cultural de los territorios ocupados de la pérdida y la destrucción —concluyó Lohse no sin cierta sorna en el tono de voz.

El barón Kurt von Behr era el director del ERR para los territorios ocupados del oeste. Por entonces, Georg todavía no estaba al tanto de los métodos confiscatorios propios de gánsteres de Von Behr, de su absoluto desconocimiento del mundo del arte y de su desprecio por el valor intrínseco de cada obra, de su arrogancia, de su petulancia y de su ambición. Pero no tardaría mucho en darse cuenta de que, aunque Estrasburgo ya no pertenecía a Francia, en Francia las cosas no parecían muy diferentes.

—Escucha, Georg… Puedo llamarte Georg, ¿verdad? Después de todo somos colegas…

—Claro.

—Mañana voy a visitar a unos cuantos marchantes con los que trabajo habitualmente para ver qué se cuece por ahí. Si quieres, puedes venir conmigo. Tal vez encuentres algo interesante para tu jefe.

A Georg le pareció una buena idea. En tanto daba con alguna pista sobre el paradero de El Astrólogo, debía contentar a Himmler con cualquier pieza con la que el Reichsführer pudiera ampliar su colección de Wewelsburg. Que Lohse fuera su guía en el complejo mercado del arte de París era un lujo que no podía desaprovechar.