Apaga tu móvil

Atravesamos las calles entre las miradas de espanto y curiosidad que provocaba el terrible aspecto de Alain, mientras mis ojos giraban queriendo abarcarlo todo como los de una mosca, temiendo que en cualquier momento aparecieran aquellos salvajes a nuestra espalda. Cuando llegamos al coche, se me salía el corazón por la boca a causa del esfuerzo y la agitación. Abrí la puerta de atrás.

—¿Ya estás aquí, cari? ¡Qué rapidez! Estoy venga a lanzar por los aires a los pajaritos gordos del Angry Birds, qué jodíos, son geniales… ¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué le has hecho a este pobre hombre?

Las facciones de Teo se descoyuntaron al ver a Alain.

—No he sido yo, idiota —le repliqué agriamente mientras ayudaba a Alain a entrar en el asiento trasero. Después me senté en el asiento del conductor, cerré la puerta y eché los pestillos. Estaba empapada en sudor y manchada con la sangre de Alain. Respiré hondo para tratar de calmarme.

—Pero ¿qué coño os ha pasado?

—Es una historia muy larga… —atajé con la intención de posponer para mejor momento el contársela. Me volví hacia Alain—. Vamos al hospital, tendrás que decirme cómo llegar…

—No, iremos primero a la prefectura. Hay que denunciar a esos cabrones antes de que se escapen.

—¡Pero, Alain!, ¿tú te has visto? Estás fatal…

—No lo estoy. Luego iremos al hospital. —Alain resolvió mis protestas antes de que pudiera ni siquiera formularlas—. No hay tiempo, Ana. Vámonos de aquí ya. Tienes que girar en la primera a la derecha.

Le contemplé en silencio unos segundos; en realidad, lo último que me apetecía era discutir nada: allá él con sus heridas. Rebusqué en el bolso, saqué un paquete de Kleenex y se lo tendí.

—Mira a ver cómo puedes limpiarte. La boca y la nariz no paran de sangrarte…

En la prefectura de policía apenas estuvimos unos minutos. En cuanto vieron el estado en el que se encontraba Alain decidieron con buen criterio trasladarle inmediatamente al hospital mientras ellos enviaban sendas patrullas a su casa y a la mía, donde a su llegada ya no quedaba ni rastro de los matones.

En el hospital le hicieron a Alain un TAC de cabeza y una ecografía de abdomen. El parte de lesiones resultante fue una colección de tecnicismos que ponía los pelos de punta: contusión malar, orbital y maxilar, equimosis cutáneas superficiales, heridas lacerantes contusas en los labios y la región frontal, fisura simple unilateral del tabique nasal, edema facial, abrasiones cutáneas localizadas a la altura de las articulaciones radiocarpiana y tibioperoneoastragalina, esguince cervical de primer grado, trauma abdominal cerrado no penetrante… La realidad profana y visible era que Alain tenía hematomas en los pómulos, bajo los párpados y en la mandíbula, cortes que requirieron varios puntos de sutura en los labios y la frente, un derrame en el ojo izquierdo, la nariz inflamada, quemaduras en torno a las muñecas y los tobillos a causa del forcejeo con las cuerdas, el cuello dolorido y agarrotado y un dolor agudo en el abdomen. El balance optimista fue que no hubo lesiones internas; después de la brutal paliza podría haber sido mucho peor. Yo no había exagerado al pensar que aquellos salvajes podían haberle matado…

A mí me sometieron a un breve reconocimiento para constatar que lo único que tenía destrozado eran los nervios, de modo que el tratamiento se redujo a la administración de un tranquilizante. Teo, ya que estaba, también pidió uno.

Después volvimos a la prefectura para formalizar la denuncia. Rellenamos múltiples formularios y contamos la misma historia a diferentes personas. «Esos hijos de puta ya pueden estar en la otra punta del país mientras a mí me toman declaración por enésima vez», había refunfuñado Alain. A medida que avanzaba la noche, la resaca postraumática había hecho acto de presencia, lo cual se tradujo en un empeoramiento notable de su humor y su paciencia.

—¡Noche loca! ¡Noche loca…! Si llego a saber que ésta era la clase de noche loca que me esperaba, me quedo en Madrid, te lo juro. Yo que había metido mis jeans más apretaditos en la maleta…

Eran las ocho de la mañana y habíamos terminado desayunando en un café para turistas del boulevard Saint Germain, exhaustos y pensativos, al menos, Alain y yo. Mientras nosotros mojábamos el cruasán en el café, inmersos en un silencio producto de la conmoción y el agotamiento, Teo no se resistía a hacer crónica del momento.

Miré a Alain: su boca estaba tan hinchada que apenas podía comer ni beber sin derramar el café. También observé sus hematomas y sus cicatrices…

—¿Cómo es posible? —pensé en voz alta.

Alain bajó la taza y me lanzó una mirada inquisitiva.

—Yo no tengo ni un rasguño. No me pusieron una mano encima…

—Joder, no habléis en francés que no pillo una —protestó Teo.

—Luego te hago un resumen… —le contesté distraída, absorta en mis pensamientos—. Esos tipos no me querían a mí… Te querían a ti… —volví a reflexionar en alto dirigiéndome a Alain.

—Lo sé… Fueron a mi apartamento sólo a por mí, no esperaban que tú te presentases. Enseguida me di cuenta de que pedirte los papeles de la investigación fue producto de la improvisación, una forma de salir al paso. A mí en ningún momento me preguntaron por ellos, tampoco se molestaron en buscar nada. Llegaron, me sujetaron, me ataron a la silla y empezaron a pegarme. Sólo iban a eso.

—Anton, Camille y, ahora, tú… En cambio yo… A mí en cierto modo me respetan…

—No exactamente —objetó Alain mirando mi muñeca aún vendada.

—Esto me lo hice yo al huir, esto y todo lo demás; nadie me ha tocado un pelo en ningún momento… Bueno, quizá aquellos guardias de PosenGeist lo hubieran hecho si… —Recordé las circunstancias de mi huida—. Es como si alguien me estuviera protegiendo —concluí lentamente, intentando asimilar mis propias conclusiones—. Tal vez Georg von Bergheim…

—Ana: está muerto.

Sacudí la cabeza para volver al aquí y ahora.

—Lo sé, lo sé… Pero es todo tan extraño. Nada tiene sentido…

Alain me miró sin hablar: él no tenía la respuesta. Al contemplarle, me invadió una mezcla de angustia y ternura a partes iguales.

—Aquel tipo me dijo que hay gente a la que le gustaría verte muerto… ¿Por qué?

Alain intentó sonreír pero todo lo que consiguió hacer fue una mueca amarga.

—No irás a culparme también de eso, ¿verdad?

—No, claro que no. —Yo sí pude ofrecerle una sonrisa franca.

Teo volvió a reclamar su traducción y yo se la hice someramente. Entretanto, Alain aprovechó para recostar la cabeza contra el sillón de terciopelo desgastado del café.

—Es un poco como el Fantasma de la Ópera, ¿no? El tío es un tarado que va contra todo el mundo menos contra la mujer a la que ama. Cari, alguien está enamorado de ti en plan psicópata obsesivo, te lo digo yo.

No hice mucho caso del pintoresco diagnóstico que Teo hizo de la situación, pero como me resultó gracioso pensé en traducírselo a Alain. En cambio, al verle, cambié de opinión.

—Deberíamos irnos para que puedas descansar. Te acompañaremos a tu casa…

—No quiero volver a mi casa. —Fue tajante—. ¿Crees que podría dormir tranquilo…? Además, no quiero llegar y verlo todo hecho un desastre, ahora no tengo ánimo para eso. —Suspiró. Después llamó al camarero y pidió más café.

—Supongo que no pretenderás quedarte indefinidamente en esta cafetería —ironicé, desconcertada por su reacción. Él volvió a ofrecerme una mueca por toda respuesta.

El camarero trajo los cafés y Alain se tomó su tiempo en retomar la conversación; abrió el sobrecito de azúcar, lo vertió en la taza y removió con parsimonia. Yo esperé pacientemente, no quería atosigarle.

—No te lo he dicho todavía —habló por fin tras un primer sorbo—, pero antes de que llegaran esos tipos tuve tiempo de abrir el e-mail del Livre Foncier…

—Por Dios… Con todo el lío lo había olvidado.

—Según la copie immeuble, el Ayuntamiento de Illkirch compró la propiedad de los Bauer en 1975…

—¿Y quién se la vendió? —pregunté impaciente.

—La vendió por poderes un despacho de abogados de Barcelona.

—¿De Barcelona? —repetí con extrañeza.

—De Barcelona.

—¿Qué pasa en Barcelona?

—Calla, Teo… Pero ¿por poderes de quién?

—De una sociedad mercantil… Ahora no recuerdo el nombre. Pero de un modo u otro, detrás de esta operación tiene que haber algún Bauer o algún heredero legítimo de la propiedad.

—¿Sarah Bauer? ¿Podría estar Sarah Bauer aún viva en 1975? —insinué emocionada.

—O algún descendiente suyo.

—Pero su hija murió. Lo vimos en el certificado de defunción de la mairie.

—Tal vez tuvo otros hijos… O no, pero tuvo que haber algún heredero de un modo u otro, porque si alguien muere sin testar y sin herederos legítimos, todas sus propiedades pasan al Estado y, por lo visto, no fue así en el caso de los Bauer. De todos modos, sólo se trata de elucubraciones. Tenemos que ir a Barcelona para entrevistarnos con alguien de ese despacho. —Alain hizo una pausa dramática antes de anunciar—: Y qué mejor momento que ahora mismo.

—¿A Barcelona? ¿Ahora? —Nunca me he caracterizado por mi afán de improvisación ni mi espíritu aventurero.

—¿Tienes algo mejor que hacer?

Hay preguntas absurdas pero certeras.

—Bueno…, no. Pero… ¡Mírate! Tú no estás en condiciones de ir a ningún sitio.

—Estoy bien. No me duele nada, de verdad.

—No te creo. De todos modos, estás hasta las cejas de calmantes. Ya verás cuando se te pase el efecto…

—Me volveré a poner hasta las cejas de calmantes —replicó pertinaz.

—Además, el lunes tienes que volver al hospital para la revisión y la cura.

—El lunes, el martes… ¿Qué más da? Deja ya de poner pegas… Escucha, podemos ir en coche, con parada en Fontvieille, que es donde vive mi hermana, en Provenza, y está a mitad de camino. Hoy es sábado, dormiremos esta noche allí y el domingo por la noche podemos llegar a Barcelona.

—Tampoco estás en condiciones de conducir.

—Haremos turnos y en los ratos libres descansaré, te lo prometo. Piénsalo bien, Ana: a esos capullos no se les ocurrirá buscarnos en Barcelona. Esta noche dormiremos tranquilos.

—Uf, no sé… Tengo la sensación de que saben dónde estamos en cada momento, es angustioso.

—Por cierto. —Alain se metió la mano en el bolsillo, sacó el móvil y lo apagó—. Apaga tu móvil, ya sabes lo que dijo la policía: que por los mismos medios que esa gentuza se hizo en su momento con tu número de móvil, podrían tenernos localizados a través de la señal que emite el teléfono.

—Sí, sí… Pero si apago el teléfono… —«… no sólo estaré ilocalizable para los malos, —pensé—, estaré ilocalizable para todo el mundo…».

—¿Qué?

—Nada…

—Ana, no quiero volver a casa —me rogó solemnemente, rozando la desesperación.

Miré a Alain, eché un vistazo al móvil… Volví a mirar a Alain. Casi un fin de semana, viajando en un dos caballos amarillo por Francia, con un atractivo y maltrecho profesor de arte divorciado y un gay… Eso podría dar para un guión de cine independiente. Una pequeña aventura. Mi pequeña aventura… Y Konrad no podría localizarme. Una pequeña venganza. Mi pequeña venganza…

—¡Coño, cari! ¿Me vas a decir qué puñetas pasa de una vez?

Apagué el móvil, sonreí y me giré hacia Teo.

—Que nos vamos a Barcelona… Ah, y apaga tu móvil.